23 marzo

Cruzando el charco


 


Qué noche la de anoche 

Había estado sacando fotos toda la tarde y noche,  donde las cuerdas y comparsas de candombe con sus diferentes componentes personajes y bailarinas se habían lucido bailando y tocando entre el delirio del público y la espuma.  

  Un hermoso espectáculo, y gratis, ahora ya estaban por entregar los premios, y la tribu dormía cansada, aquí y allá se veían entre el público grupitos de no más de tres personas con sus ropajes todavía, como retazos de lo que había sido la fiesta.

  Una banda tocaba reggaes pastosos mientras la mayoría de la gente que había visto el desfile se iba a dormir cruzándose a los que desmantelaban las sillas y el vallado y barrían, mientras entre el ajetreo de la calle deambulaban los perros y los botijas sin tiempo ganando los restos de las mesas.  Esto se producía inmediatamente detrás de la última bailarina, del último tambor.

  Solo separado por una línea de policías y un montón de gente que le seguía los pasos un metro más atrás,  lo demás iba desapareciendo como si jamás hubiera existido, solo delatado por las inmensas bolsas de basura, los autos ya empezaban a circular entre las últimas motos estacionadas.  

  Estábamos ahí tirados descansando y esperando los resultados cuando me voy a caminar por atrás del escenario, y veo los cuellos de la gente torciéndose hacia la esquina, era un quilombete: alguno había escapado, mientras uno de los polis juntaba su gorra y atrás venia corriendo un grupo de diez tortugas ninja con sus palos largos y sus escudos.  

  Volvía  recorriendo la amplia plaza cuando pasan corriendo entre la gente una bandada de azules y yo otra vez atrás tratando de pescar una primicia, pero llego tarde, ya se estaban llevando a un flaquito de remera entre dos uniformados.

  No alcancé a asombrarme de lo tranqui que lo llevaban cuando pude notar que a medida que se alejaban de la gente comenzaban a darle disimuladamente en los riñones, rápidamente,  interceptándolos, frenó una camioneta el tiempo suficiente para que lo metan cara al piso, no es por lastima, pero ojala ya hayan dejado de pegarle.

  Y seguía la entrega de premios cuando otra vez el pelotón en formación arranca para la esquina, donde tenían a uno, esta vez esposado, flaco y de remera y pantalón deportivo como el otro,  parecía que solo hacía falta gritar “me rindo” para que brotara un patrullero, pero igual lo custodiaban como si fuera Barak Obama subiendo al avión.

  Yo ya estaba sacando fotos cuando en medio de esa situación me piden una foto dos borrachos y recién al mirarla caigo en la cuenta de que estaba sacando sin flash  “a ver otra vez que no salió,  gracias muchachos”  y salgo atrás de la gente que se abría o se quedaba quieta mientras los policías iban ganando la glorieta: se forman como los espartanos de 300 en el desfiladero, aunque para ganar el lugar sacan a palazos a un par de mujeres, mientras otros aseguran la retaguardia. 

  Yo ya estaba cebado, disparaba con flash a cuatro metros hasta que de la formación se desprenden dos milicos rodeándome muy nerviosos amenazantes: les mezquinaba la cámara y trataba de que no se me pongan atrás, mientras explicaba que era prensa argentina y que también le estaba sacando fotos a la parte linda de la fiesta, no solo a la captura de delincuentes.

  Uno me gritaba, casi clavándome la gorra en la cara, “Borrá esa foto” “Borrá esa foto” y yo sabía que se iba a terminar asegurando, a pesar de la sincronización que requería el operativo, cuando una mina abrazada a su pareja me pellizca la remera, y me dice anda, déjalo anda, y me tira para atrás, sacándome del alcance de los garfios del milico mientras se cruzaban como curioseando. 

  No sé qué paso entonces porque solo camine hasta el centro de la plaza donde mi grupo miraba todavía sin entender, todo no había durado ni veinte segundos.  Las corridas seguían y yo cada vez que apuntaba la cámara me preguntaba qué posibilidad tendría si el poli que me estaba mirando se le ocurría cazarme como una rata.  No saque ninguna foto más. 

  Al rato decidimos irnos como la mayoría de la gente, porque ya se estaba poniendo denso el ambiente y la podía ligar cualquiera.  La magia del carnaval se diluía en la barbarie de siempre.  

De la manera más inconsciente cortamos por la glorieta del medio(tampoco había un trayecto más seguro que otro). 

  Sobre un murito, un flaco de remera y pantalón deportivo estaba sentado y me decía: ¡Sacale fotos a esos putos! …¡Quieren foto los putos! 

  Y seguía demostrando su desprecio profundo a la policia.  Sentado, casi sin fuerzas jugando a hacer reflejos con sus zapatillas blancas.  

  Yo le conteste:   … ¡Que jugados que están gurises!… Me daban ganas de abrazarlo y largar juntos el lagrimón que se me escapaba mientras pasaba sin perder un solo instante(los dos sabíamos lo que estaba por pasar).

  Enfrente mientras tanto, se formaban nuevamente los espartanos y atrás de una Traffic se parapetaban cinco o seis más solo con palos. 

  Llegábamos casi, a la esquina, cuando se lanzaron como si los impulsara una gomera y cruzando la calle le cayeron a alguno todos juntos con sus escudos.  Atrás se descolgaron los de la Traffic como un racimo de uvas, integrándose a la ronda donde estaban  aprehendiendo a los rebeldes,  algunos policías despejaban el lugar espantando a la poca gente que se había quedado de testigo, como para poder embarcarlos tranquilos.

  Estábamos doblando la esquina, contándonos, cuando un gurí de no más de nueve años junta una piedra, se la arroja a la policía, y sale corriendo a refugiarse en su familia de candomberos sin enterarse jamás que le había pegado en la cabeza a una mujer que nada tenía que ver con el asunto. 

   Camionetas a toda velocidad nos cruzaban, en ambas direcciones mientras caminábamos por el barrio del puerto, rumbo al galpón de la comparsa amiga.  

  En un rato mas ya estábamos subiendo las cosas al colectivo, y no tardamos mucho en saltar el rio rumbo a concordia. Así conocí las Llamadas de Salto.


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