“Cuando el sol se pone en nuestro corazón,
pareciera que nunca va a terminar de dar la vuelta al mundo, pero un día los
pajaritos nos anuncian que la claridad está por llegar y si estamos despiertos,
podemos agarrarla de lleno…”
Con estas ingenuas palabras había terminado el discurso, y el 38 descansaba sobre la mesa.
Los platos vacíos, los vasos llenos, los demás esperando desinteresadamente que tomara una decisión, sin hablar, por respeto al Gallego, que lo miraba a los ojos, quemándolo con el recuerdo de los recién contados relatos de tanta muerte, tanto sadismo reciproco, de tanta frialdad para definir el destino de cualquiera para siempre.
Servía o no servía.
Dependía de él mismo, y el Gallego se lo hacía notar… igual no se iría con las manos vacías, pero no era lo mismo, salir como un mendigo, lastimoso y sin dignidad, o quedarse como uno de ellos, sin mendigar más nunca, ni bajar la vista, ganando lo suyo como todos, a la par de todos, al lado de los mismos que hasta ayer había visto pasar con miedo.
El, nunca había sido un santo, pero esto era jugar en primera, y morir era un hecho palpable, como lo atestiguaba el vendaje del Moroco. El Negro Sombra meneaba la cabeza, recién salido del penal, había sido su cuñado y no le tenía fe, pero el Gallego lo frenaba con la mano abierta, paciente.
¿Y? ¿Que, tenés miedo? Eso es bueno, te ayuda a mantenerte despierto… si vos no agarras ese caño alguno lo va a hacer por vos, y ya no puedo pedirles que te respeten, después que compartiste su mesa y sabes cosas que no tenías que conocer
¡…Quien
sabe si no terminás siendo un botón!
El miedo llego a un nivel increíble, cada milímetro que se movían le parecía un planeta integro que giraba. Cada mano parecía a punto de sacar un arma para ejecutarlo: el estómago se le revolvió y las piernas se le pusieron a temblar, frías, no podía mover los brazos.
Si quisiera defenderse, estaba paralizado y no podría, se vio muriendo como un animal, sádicamente, desangrado entre las carcajadas siniestras de los muchachos de la banda del Gallego, adonde había acudido por encargue de su madre, solo para pedir un poco de comida, leche, un poco de ayuda, y se había quedado sin hacer caso de sus recomendaciones…
“Ni un pie adentro de esa casa, vas y venís, con lo que te den, no quieras hacerte amigo, porque esos no son amigos de nadie”. Su madre, que había perdido su trabajo por una riña familiar de sus patrones, fácilmente había gastado el resto…
¿Sería verdad lo que le habían dicho una vez, que había sido amante del Gallego, en vida de su padre? Por ese comentario había roto dos narices, pero ahora tenía la plata para la garrafa y más, en el bolsillo, una bolsa de comestibles al lado. Pero se había quedado y todo era inútil. No sabía cómo salir
Intuía que, mientras no despegara la vista de los ojos del Gallego, nadie se iba
a mover, pero no sabía hasta cuando, y sus orejas eran antenas que captaban e
interpretaban el mas ínfimo ruido a sus espaldas, proyectándolo en funestas
películas dentro de su mente.
Agachó la cabeza, vencido, sabía que
podía salir ileso, con lo suyo, y nadie iría a hacerle daño, aunque tampoco a
tenerle respeto, agarro el revólver, temblando, podía sentir el poder de vida y
muerte que emanaba del fierro, lo apunto a un perro, y volvió a mirar el
caño…la muerte bailando como un fantasma sobre el cilindro de metal.
El Moroco saco su arma y disparó “Si vas a sacarlo: usalo, o te barren”
Una carcajada general festejo el chiste, aunque el único que no se reía era el, mirando el perro agujereado, llorando lastimero, muriendo culpa de él, que no era para esto.
Ahora no sabía qué hacer, el único que no lo miraba era el Gallego, los otros habían sacado sus armas y lo apuntaban, empezó a pucherear, apuntando a uno, luego a otro, caminando para atrás, se acordó del encargue y levanto la bolsa del suelo, tanteando con la mano, sin dejar de mirarlos a todos, se veía juntando las carpetas de abajo del pupitre al terminar la hora, sin haber siquiera prestado atención un segundo, pensando en salir a fumar y quemar un papel de cincuenta con la vagancia.
Ahora quisiera estar en la escuela, y poder tener una oportunidad más, en vez de morir en un aguantadero, de donde solo sacarían su cuerpo para tirarlo al zanjón más cercano, y después amenazarían a su madre y a su hermana.
Retrocedía sin dejar de apuntarlos con el 38 largo, pesado para él, que nunca había tenido un arma en la mano, con su cara blanca, con su miedo que lo hacía odiar al Gallego.
El tipo había agarrado el tenedor y comía de nuevo, picoteando sin mirarlo, como si su muerte no fuera más que un trámite insignificante y rutinario.
El perro, como un antecedente, había dejado de gemir, de moverse, de vivir.
Solo una rigidez ajena lo vestía, y un pequeño agujero entre las costillas por el que apenas si había salido sangre.
El jefe de la banda terminó de almorzar...después se limpió la boca con una servilleta y dijo
“mátenlo”, displicente, como si esperar su orden hubiera estado de más,
pero agradeciendo la cortesía de dejarlo comer.
Empezó a disparar contra las
caras sarcásticas, pero solo hacia tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac porque no
tenía balas, y esta vez la carcajada fue atronadora, haciéndolo llorar de rabia
y vergüenza, cagarse de miedo y mearse porque no tenía más ganas de aguantar y
ya no le importaba nada, solo quería aflojarse, y eso hizo.
Alguno lo agarro al vuelo antes de que sus piernas lo dejaran caer, mientras otro recuperaba el revólver, haciendo enseguida la mímica de su tiroteo ficticio, y todos se agarraban el pecho, falsamente heridos, o caían riendo, como un juego de niños.
Una sonrisa triste se pintó en su cara, acordándose de las tardes con su primo jugando con pistolas de juguete, otro perro se acercó a olerlo, mientras caminaba para afuera, lo acompañarían hasta su casa, arrastrando las patas, sin reproches, después de todo había demostrado algo, no se había arrodillado ni cedido completamente a su miedo…
Iba pensando en las últimas palabras del Gallego, en
la escuela, que todavía podía retomar, en otras tardes trabajando en el salón,
en su casa y su ropa lavada, ni se dio cuenta que habían llegado.
Abrieron la puerta solo después de
espiar largamente por las rendijas de la puerta.
¡Buenas tardes Señora! ¡Acá está el nene!
¡Enterito como lo mando Doña Cata! Ahí el Gallego le manda saludos y unas
cositas para sus hijos, y hasta le devuelve este ¡Medio cagado! Mejor si
va a la escuela y estudia, porque no sirve ni para matar perros, jajajaja y lo
soltaron porque a la vista de su casa ya podía pararse solo.
Ellos se fueron riéndose y apuntándose con las armas, cargadas estas, de verdad, y el entro a la casa sin hablar, mientras su madre empezaba a desparramar los comestibles arriba de la mesa.
Agarro la garrafa que nunca había querido llevar, mirando burlonamente como su madre y su hermana le cruzaban un palo y la cargaban entre las dos, y sin acordarse de que estaba cagado, se la revoleo al hombro, para ir a cambiarla al almacén, a dos cuadras.
Los niños en la calle lo miraban distinto
pero el no saludó a nadie, tenía un pozo en el estómago, un sol saliendo en el
pecho, un perro atigrado colgando de su cabeza, y unas cuantas cosas que hacer
hasta mañana, cuando volviera al tercer año.
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