Llovía, llovía, llovía, llovía, una vez el Pato le había contado de la lluvia en alta mar, de cómo la tormenta empezaba sin avisar, de golpe, y la tormenta misma se encargaba de borrar todo punto de referencia, toda dirección, toda esperanza, hasta que la única ilusión se remitía a no toparse de golpe, mirándose las caras espantadas, con otro barquito amarillo y perdido, viejo de maderas caducas, y entrelazarse en un crujido de árboles cayendo, que nadie oiría, sin embargo, preocupados de aferrarse a una tabla, para congelarse colgando los pies en el agua, flácidos como la esperanza de ver el sol.
Ocho de cada diez solo se dejarían ir, para no alargar el sufrimiento, porque, inexplicablemente, era regla que casi ninguno de los pescadores artesanales supiera nadar, mucho menos en el mar picado, en ese espectáculo avasallante de espuma viva.
A pesar de todo soñaba con ser pescador, a pesar de la cara de espectro del Pato cuando volvió para perderse de nuevo, para enfilar a la ciudad vieja de Montevideo, llevando una nube negra atrás, tan nítida, que estos días hacían recordarlo como si estuviera acá… saco la cabeza por la puerta y empujo con su mano el nailon panzudo, haciendo que el agua acumulada por la lluvia cayera en la olla, llenándola en un segundo.
Sin volcar, lleno el botellón de agua y repitió la operación, esta vez dejando
la olla adentro, sobre las maderas sucias de hollín de la tarima que hacía de
mesada, porque cada tarima tenía una función específica, y no podía ser
cambiada sin perder funcionalidad, a pesar de ser todas iguales, evaluaba
finamente si el gas de la garrafa duraría lo suficiente para cocinar, o se
terminaría antes en un desperdicio de recursos insolucionable un día como hoy.
El Pato le había contado que cuando empezó la tormenta recién se propusieron contar los salvavidas, dándose cuenta que nunca los habían tenido, en su despreocupación de cruzar el mar como carretas viejas en la huella siempre bien marcada, en su atención solo fija en el cardumen esquivo, dibujado por rumores, que nunca eran ciertos y solo los alejaban de la pesca, pues en el mar, como en la tierra, cada uno solo era cada uno, y nadie vivía para los demás.
Solo los pesqueros modernos, como una
limosna, les daban a veces la ubicación del pescado, después de arrasar el
banco con sus redes de arrastre, pero ellos sabían que entre el desprecio
fingido se escondía la admiración por su arte, su osadía, su fijación en la
supervivencia, a pesar de que nunca podrían adquirir un sonar, ni siquiera un
salvavidas de buena calidad…
Agregó una arandela a la junta y enrosco la garrafa hasta que quedo solo un poco ladeada, no servía, tuvo que poner pilas de ladrillos musgosos a cada lado para que afirmen el peso de la olla, sin correr riesgos de que se desconecte la hornalla, y caiga el guiso al piso, con el único paquete de arroz a medio cocinar avanzando por el piso, surfeando en el agua caliente, llamando a los perros flacos, que harían de ese desperdicio su única comida en todo el día.
Recordó a su hermano saltando de entusiasmo, contando la fiesta que se vivía cuando un tiburón dientudo caía de casualidad en sus redes, peleador y completamente salvaje hasta el último minuto, haciéndolos saltar de un lado al otro de la cubierta con sus coletazos, abriendo y cerrando la boca mucho después todavía de descuidarse, de cansarse de romper la red y dejar que el cuchillo entre en su cabeza, derritiendo su maldad pero no su voluntad de hacer daño, reflejo que continuaba hasta que era solo huesos, carneado entero colgando de los ganchos, cerrando todavía su prensa de nueve hileras de dientes, muerto hace rato en la costa arriba de una mesada de madera dura. Rodeado de turistas que lo admiraban y temían a la vez.
O poniendo su nariz y la del barco hacia la
costa, pues ya estaba hecho el día con él, y les daba a todos unas horas de más
para estar en su casa y unos pesos más que gastar, porque lo vendían entero a
la fábrica de atún, sin tener que regatear en la costa, haciéndolo milanesas,
con los turistas ignorantes de todo, preguntando como cocinar un pescado a la
manera de los restoranes caros, que no podían pagar… acaricio el afilado
diente de escualo que colgaba de su cuello, y pensó en el, recorriendo las
calles, desafiando a los policías, buscando alguna changa en el puerto de la
gran ciudad, sin carnet ni referencias más que su cara y brazos retostados y
cruzados de cicatrices. Su cabeza llena de leyendas.
A medida que crecía las dudas empezaban a roer la credibilidad de las historias de su hermano, como las olas del tiempo hacían con los maderos del puerto, hasta que un día se partían de flacos… faltaba poco para que lo acepten, iría al mar, en un barco nuevo, y vería por sus mismos ojos todo lo que había escuchado, pero el agua hervía, desperdiciando el gas de la garrafita, y saco en una taza un poco de agua hirviente antes de poner la sal y el arroz y las papas.
Y nada más. Cargo la
mamadera hasta la mitad, con el agua caliente y diluyo la leche en polvo,
calculando la medida para que dure hasta el otro día, cuando el sol le
permitiera ir al comedor. Completo con agua fría del botellón de plástico y
recién ahí tomo un trago para confirmar recién lo que ya sabía, el agua de
lluvia tenía ese gusto… se quedó pensando en la vida de los indios, libres y
dueños de todo, sin necesidad de gas ni leche en polvo.
Las manitos agarraron la mamadera, la cara concentrada del niño no variaría hasta devolverla vacía, satisfecho, sin más necesidades que mirar todo con sus ojos grandes, cagarse encima y esperar a su madre, para disfrutar de su voz, reír de las cosquillas que le haría cuando llegue cansada, tirando la cartera y el vestido mojado sobre la tarima que hacía de perchero, parada de canto. Para caer sobre la cama, abrazar a la criatura, cambiarla y contar los billetes que separaría para pagarle al Paraguayo, antes de dormir.
Recordó la cara de su hermano, cuando volvió en la
camioneta de la prefectura, sordo y mudo, ciego a las preguntas que le hacían
sus sobrinos, abrazado a su mismo cuero en un rincón, terco en su
silencio. Solo al otro día comió algo y conto como el Pinocho le había
tirado una tabla deslizándola sobre las olas, antes de hundirse el mismo
en el agua, como mandándole sobrevivir, como riéndose por última vez del chiste
de cada día.
Siempre decían que cuando se hunda el barquito de lo podrido que estaba, el único que se iba a salvar era el, porque era de madera y flotaría. Solo se había hundido, sin luchar, mirándolo como si estuviera izando un tiburón, después hundiéndose en el agua como el día se hundía en la noche de las nubes negras y los relámpagos fosforescentes.
Y vivió, hasta que dejo de ver a sus compañeros agitando los brazos y gritándose desde el lomo de las olas, entre los pedazos rotos de tablas y las trombas de agua que iban de arriba para abajo y desde abajo hacia arriba y a los costados, casi sin dejarlo respirar, hasta que los gritos se fueron apagando, los brazos hundiéndose en el mar, los retazos del naufragio alejándose, y finalmente los relámpagos apagándose, dejando de pasar esas diapositivas crueles, hasta que el sol salió en el mar calmo, y los prefectos lo encontraron y lo depositaron en la lancha, agarrado todavía a la tabla, pensando que estaba muerto de tan abiertos que tenía los ojos y tan duro que tenía el cuerpo castigado.
Mientras, el solo seguía escapando del
temblor de la muerte que lo había espoleado toda la noche, en los
ojos del Pinocho, que había cambiado su vida por la suya, sin dar lugar a jamás
pagar esa deuda…
Tirado de costado mirando el blanco y pulido borde contra el cielo, recién se aflojo y empezó a llorar, asustando a los milicos, haciendo caer a uno al agua, del salto imprevisto que había dado su cuerpo, ante el muerto que lo miraba llorando… dicen que durante horas no pudieron despegarlo de la tabla, marcada de viejos cuchillos, donde fileteaban los peces que harían escalopes para el almuerzo en el mar.
Solo
pudieron envolverlo de frazadas, masajearlo duramente y hablarle sin parar
durante el viaje acelerado hasta el puerto, donde la ambulancia lo llevara
hasta la clínica, desde la rada donde dieciséis familias todavía tenían la
esperanza de recibir a sus seres queridos en vez de plantar una cruz más en la
costa, recordando el día en que las aguas se habían comido el cuerpo de
valientes, temerarios pescadores.
Vida de pobres, vida de perros, pensó,
mientras espantaba de una patada al cachorro que olfateaba la olla caliente, a
riesgo de volcarla.
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