10 septiembre

Armados hasta los dientes


 


 

Una vez tuve que entrar a una casa con mi peor cara, la cara de indiferencia total, y entablar un dialogo picante y denso con gente armada que trataba de asustarme.  Por supuesto que no por mí, que igual que ahora cultivaba  la paz además de mi huerta.

  Era para que otra persona pudiera volver a su casa y siga siendo su casa, y encontrar sus cosas adentro cuando volviera, y llegar caminando y abrir la puerta tranquila sin que la atrapen, y vivir sin miedo.

  Ellos que seguían llegando y sus narices seguían chorreando blanco y bebiendo con sus caras torcidas machucadas por su estilo de vida.  Festejaban el resultado de la elección, exultantes, desaforados por las dadivas de los punteros, tirándole besos a un poster electoral.   

  Y yo que estaba solo, un metro después de su puerta, mojado como un perro desde la cabeza a los pies por la lluvia que seguía cayendo afuera, escuchaba sus insultos sin levantar la voz ni alterar mis facciones.   

  Algunos solo disfrutaban del espectáculo, sin entrar ni salir en problemas ajenos, aunque parando las orejas por  si en algún momento se los mencionaba de rebote…

  Mi única defensa era mi actitud sin fisuras, y la total ausencia de temor, por lo menos hacia afuera, que pudiera ser detectado, instintivos como perros, ellos y yo.   

  Si hubiera retrocedido un milímetro me carneaban ahí mismo, pero no sabían que no mostraba mis cartas porque no tenía ninguna, y que los sentenciaba condescendientemente a morir en la calle a todos en su propio aguantadero solo porque era el único armamento que tenía disponible y podía usar: su propia mente. 

  Mi ventaja era saber que no podían matarme sin perder todo lo ganado ese día, además de que el primer policía que llegara, se ganaba un ascenso recolectando bagallos, y caerían los dueños de la casa.   

  El sistema me beneficiaba en ese caso porque si yo mataba a alguno seguramente saldría en el diario recibiendo una medalla… y nos  permitíamos sonreír violentamente.  Y yo luchaba para mantener mis manos lejos de mi pistola imaginaria, casi temblando de ganas de usarla.

  Y seguimos hablando como dos bloques de piedra, hasta que tuve que aceptar casi todas sus obvias y evidentes razones, y mentir además que creía que ellos no habían sido culpables del hecho que me llevaba hasta su presencia, pero dejando al mismo tiempo infinitamente claro que esto no se trataba de razones y que aunque tuvieran algo de razón no tenía la menor importancia para mí.

  A cara de perro, deje muy claro que no había venido para escucharlos porque yo tenía razones que eran importantes para mí, como sus razones eran importantes para ellos, y la sangre iba a correr por las inclinadas calles por la sola culpa de torcer la jeta al verla pasar, y que si no querían entender podíamos empezar en ese mismo momento en vez de convivir en paz…


   Finalmente el capanga de la casa empezó a ponerle los puntos al culpable, aunque sin aceptar su culpa ninguno de los dos, sacándole con amenazas físicas, mentiras que  querían pasar por verdad y  que a su  juicio comprobaban su inocencia ya que eran, como yo, todos buena gente, tema que, aclarado, nos ayudó a resolver mejor nuestras diferencias.

  Y quede en ver qué pasaba, mucho mejor si era así entonces, y salí llevándome mi mensaje, mi metáfora   -que no había entregado porque al llegar aún no estaba el destinatario-   envuelto en cartón mojado.   

  El tipo pidió  verlo y recién ahí le mostré los dientes, insultándolo por atrevido,  y me fui mirando bien la casa, como si estudiara la forma de entrar sin permiso, y  tire el paquete en un cantero más allá en la otra cuadra, porque ya no era necesario  ni prudente  alborotar el avispero con una rata muerta.

  Mientras, la adrenalina descongelaba lentamente mi  lenta roja sangre,  y la lluvia lavaba el aire que me había tocado respirar allá.

  ¡Disfrutaba tanto de sentirme vivo! Segundo a segundo, pensando en cómo iba a resolver mis amenazas de ser ineludible y ellos sus movimientos, tratando de entender porque ponía en juego toda mi vida, y el futuro de mi mujer y mis hijos, solo porque me habían convocado egoístamente para eso. 

 Claro que mis silenciosos pensamientos no me aclararon  nada.  Ella caminaba sin expresión al lado mío, salvo los ojos abiertos por el miedo, quería saber cómo había ido la historia y si se había salvado,  porque había tardado tanto tiempo adentro de esa casa… Nada  decía de sus provocaciones y falta de códigos, escondía su soberbia.  Ningún interés demostró en averiguar las consecuencias hacia mi propia vida.

   Para bien de todos, fueron al otro día a pedir disculpas y aseverar su buena voluntad de vivir en paz, y pocas veces me crucé con alguno nuevamente, y nos saludamos tirantemente porque nadie olvida, como certificando que lo que dijimos era sin fecha de vencimiento.  

  Y  yo, seguí viviendo y aprendiendo a buscar una salida para construir la paz, a escuchar las palabras que no se dicen,  adivinar los pensamientos que no se muestran, y a esperar tranquilo cuando las cosas van y tienen que pasar,  sin afectarlas cuando tienen que llegar a mí.

  La vida es todo, y solo al verla actuar se conoce la gente.

  Jamás lo haría de nuevo, salvo por mis hijos, o la madre que los cuida, que vendría a ser lo mismo, y ni siquiera lo hago por mí, hace rato, hasta que las circunstancias me obliguen a volver a mostrar los dientes, a pesar mío, en este  mundo de perros de la calle. 

¡…Y  todo es ficción! ¡Luego hizo su guerra personal contra mí! (¡por suerte duerme tranquila!)

 

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