El campo iba corriendo alrededor, en casa
estaría despertándose Maia, absorbiendo todo con sus radares, mientras la madre
revolvía el dulce de leche… ya los terneros habrían terminado de mamar la leche
que sobraba en las ubres de sus madres, mientras el amanecer iba pintando de
colores la penumbra de las primeras horas de actividad matutina.
Pensaba en ellas permanentemente, en
nosotros, en mí, hasta qué punto podríamos aguantar, hasta qué punto valdría la
pena la decisión orgullosa de quedarnos, así, en estas condiciones, engañados
por el recuerdo de la voluntad de un hombre que había hecho todo distinto, que
había forjado todo, pero que no estaba para cuidarnos. Vivíamos como en
una burbuja, donde todo se nos era ocultado, negado, falsificado.
Paramos en la puerta de cimbra, con el acoplado atrás cargado hasta las pelotas, y nosotros encaramados a los guardabarros. El capataz comandaba el tractor, lo que era bastante raro, pero no lo entendí tan rápido. Mientras uno se bajaba a abrir la puerta, otro me ofreció un cigarrillo, que acepte, y agarre el encendedor para prenderlo.
En ese momento, con mis manos en el aire, montado sobre la
temblorosa máquina, tendría que haberme dado cuenta que ofrecía un segundo de
vulnerabilidad, pero solo pude afrontarlo al arrancar violentamente la maquina
en un salto que hizo avanzar todo unos metros, suficientes para pasarme por
arriba si hubiera caído bajo sus ruedas en vez de agarrarme en un instintivo
segundo del fierro del asiento del conductor, haciendo una palanca que pudo
contrarrestar el vuelo de mi cuerpo, dejándome el brazo dolorido, torcido y
golpeado pero vivo, mientras volaba mi gorro a la huella y los pelos de mi
cabeza acariciaban el barro de la gigantesca rueda.
El encendedor se perdió volando, como
para recordarme luego, cuando lo busque en mis bolsillos ¡Lo mal que podía
hacerme fumar!
Mordiendo el pucho quebrado, mientras el sol se dibujaba como una bola blanca entre las nubes, subiendo desde atrás de las arboledas, escuchaba las explicaciones asombradas del tipo, sin escucharlas, de cómo había zafado el cambio, y que los tractores viejos, y que... tanta mierda más.
Mientras, le sonreía y pensaba cuantas muertes serian realmente accidentales, en esta licuadora de ambiciones que es el campo: inmensas superficies de balances millonarios en sus dividendos, a pesar del pésimo manejo que era regla, lejano o desinteresado en sus controles. Territorios de infinitas posibilidades, con solo despertarse y trabajar de sol a sol, convirtiendo a los ciclos naturales en ganancia.
Claro que eso no
era para todos, y generalmente los herederos no salían de las cómodas ciudades,
donde podían mirar televisión por cable…
Me sentía vivo, feliz de haber superado el trance, pues me daba una semana de respiro, ya que no lo repetirían tan cercano en el tiempo, disimulando al pensar que yo seguía siendo un espectador inocente, ignorante de sus intenciones, de sus manejos, de sus alianzas.
Sin
asumir el dolor de mi cuerpo saltaba a tierra y bajaba rabiosamente una bolsa
de sal para desparramar en el comedero, con un entusiasmo que sabía los
desmoralizaba, aunque ellos no sabían que nunca nos iríamos.
Sin novedades, continuó el día, al ritmo justo para respetar el cuerpo, mirando los animales, el cielo, los árboles, comentando, transmitiendo sin egoísmo el conocimiento, aunque no sin arrogancia, no sin malicia, recordando viejos gauchos, y su vida en los tiempos de antes, bajándonos para atar un alambrado caído, o asegurar un poste.
Y
volvimos con el mismo acoplado lleno de palos de eucaliptus, mientras el rojizo
del cielo ya empezaba a asomar, entre las altas nubes. De la motosierra,
yo ni cerca por las dudas…
Por suerte mi casa era una isla, que habíamos logrado proteger al fin de la entrada prepotente del capataz, luego del horario de trabajo, cuando el alcohol reinaba en su mundo, y su minucioso registro de nuestras cosas, que siendo tan pocas, colgando de clavos, llenaban, sin embargo las paredes del minúsculo hogar.
Estábamos cocinando esos fideos cuando se acerca tambaleante y cruza los corrales donde ya estaban encerrados los terneros de las lecheras, parecía venir para acá, pero era imposible, ya que llevaba un cuarto de oveja, carneada por la mañana, y sabíamos que a nosotros no nos tocaba, no nos tocaría nunca, nada.
Y a la vista de nuestra puerta, como a ver si le decían algo, saca su enorme cuchillo y empieza a cortarlo en lonjas grandes que tiraba a los perros entre salvajes puteadas que eran dirigidas sin embargo, disimuladamente a nosotros.
Yo recordaba su expresión de derrota de la mañana, su perdida acelerada de prestigio entre la peonada, y miraba el espectáculo respirando su bronca, “¿Por qué hace eso? ¿Por qué no nos da a nosotros?” Todavía escuche a mis espaldas, sin poder todavía explicar el nudo de intereses mezquinos en el que habíamos caído.
Con solo mirar crecer a nuestra hija, toda la estupidez del mundo
parecía ajena y lejana... ¡Pero cuan cerca nos seguía los pasos! La oscuridad de
la noche clausuraba el día lentamente.
El gallo canto sobre nuestra ventana,
como todas las mañanas, atronador, antes que termine la noche, pero yo ya no
estaba: había empezado la siembra de arroz y estaba haciendo turno desde las
cuatro de la mañana, cargando la sembradora en la chacra, imaginando crecer en
los líneos recién sembrados, las futuras plantas, macollos, espigas cargadas de
grano. Todavía sin agua las taipas: tierra pelada y negra, con solo
algunos yuyos tenaces que habían sobrevivido a todas las herramientas de
labranza.
Primavera. El aire frio de la madrugada estaba a esa temperatura justa, donde se puede disfrutar, donde se puede apreciar de a ratos el furioso intercambio entre el cielo y la tierra, tremendo, veloz, arrasando la tabla rasa de los campos invernales con el despliegue veloz de la competencia vegetal por crecer primero, para florecer y semillar, para permanecer…
Aunque en la chacra todo había sido muerto por los
herbicidas sistémicos, residuales, dando a la dura semilla de arroz la
oportunidad de elevarse sin problemas una al lado de la otra, hasta ser brizna,
luego hoja, y finalmente manojo de tallos entre el barro.
Eran las dos de la tarde, volvía con la
alegría intensa de la siembra, de la transformación, de la esperanza recién
comenzada, la promesa de un trabajo diario, arduo y persistente hasta que los
carros se llenaran con el chorro de grano que el chimango extrajera de la panza
de la trilladora.
Estaba tan contento que no pude interpretar la espera de Fernanda con Maia en brazos, junto a la tranquera… no jugando a la sombra del eucaliptus sino aferrándola como a una tabla en el medio del mar, completamente seria, desacomodada en su expresión… ¿Qué pasó? Pregunté, viendo que estaban bien, temiendo alguna mala noticia de la ciudad.
Mi alegría se convirtió en pena, impotencia y rabia sorda, inútil, impracticable… la habían amenazado, apuntado con una escopeta de dos caños, entre el capataz y su principal adalid, así como estaba, con la criatura en brazos, que no había vuelto a soltar.
La primavera, las hectáreas, los kilómetros de campo
reverdeciendo se cerraron oscuramente en mi contra, como un cerco que impedía
cuidar a mi gente, encerrada en la inmensidad de la soledad y la desolación
cotidiana.
Sin intenciones de recordar el almuerzo,
ya que el estómago se me había cerrado, y ni hablar a ella, nos mirábamos sin
hablar, yo recibiendo mi hija, liberando la madre un poco de esa tensión
muscular de los brazos apretados, sin saber qué hacer ni que decir, más que
cerrarnos en nuestras intenciones, en un abrazo, una lagrima silenciosa que
escapaba solo por rebalsamiento, una encrucijada del alma que nos ataba y nos
expulsaba de la tierra a la vez.
Tierra que nunca sería nuestra y a
la que sin embargo dábamos todo cada día, con una convicción más allá de planes
y dilemas. Pero nuestra hija no tendría que haber sido un blanco en esa
guerra.
Cerrado en su falta de escrúpulos, el responsable material descansaba en la mesa bajo la galería de su casa, prepotente en su floreo, en sus gritos para exigir que calienten el agua del mate, al que besaba infielmente todas las tardes, antes de continuar con el vino y salir a los corrales chispeando su locura.
Cuando viene a la
canilla a afilar el cuchillo, mientras llegaban de a uno los peones, lo intercepto
para preguntarle qué había pasado, como es que los caños mortales de una
escopeta se habían posado sobre mi familia, en mi ausencia, dejando a mi mujer
aterrada y nerviosa, sin saber si salir a la huerta, o siquiera a la puerta de
su casa por las dudas pudiera repetirse la amenaza.
Una carcajada socarrona, vengativa, fue la respuesta, que habían salido a matar pájaros carpinteros, porque eran de mal agüero (y yo me sentía lleno de plumas volando, en su imaginación), y que la escopeta ya no tenía cartuchos cuando habían hecho ese chiste… (Asunto cerrado) no, no, no tiene nada que ver, porque un día la escopeta está cargada y se escapa un perdigonazo, y no podes hacerle semejante chiste a una mujer con un bebe en brazos, y pretender que tenga gracia.
A nadie, no es ningún chiste, este cargada o descargada un arma, jamás podes apuntar a nadie. Hablaba lo más tranquilo posible afirmando mis pies contra el suelo y la mirada en la punta de su sombrero.
Y él: revoleando el largo cuchillo recién afilado, retrucaba con asco, que no había falta ninguna y podría volver a pasar, que ningún pendejo como era yo le iba a decir lo que tenía que hacer…
El aire se enrarecía, alguno pasó en silencio por el costado a buscar su caballo, y finalmente: que no me importa nada y que te voy cagar a rebencazos cualquier día.
Y yo: que cuando quieras, como quieras, arreglamos esto, por más padrinos
que te salven, no hay vuelta atrás y que no se repita, porque este pendejo te
puede cagar a palos así estés fresco o mamado, que parece que se te viene el
coraje solo de a ratos… contra mujeres y niñas indefensas…
Y puede ser, si…que me caguen a palos,
pero yo mando acá más que cualquiera… y bla bla bla y salió revoleando sus
alpargatas contra el suelo, ante los ojos grandes de los que esperaban ya para
empezar la tarde, y que nunca lo habían visto perder, ni agachar la cabeza
salvo para marcar con furia a un animal con el fierro caliente.
Una victoria pírrica, ya que al salvar
a mi familia, la humillación pública recibida garantizaba una ola de
intenciones macabras en contra mío, que las esperaría atento, porque había
decidido no morir, mas destapar la olla podrida donde se cocinaban a fuego
lento cientos de animales ajenos, praderas y chacras, montes, insumos y
maquinas enormes, que no rendían cuentas más que en el papel, haciendo del
administrador del campo un consumado actor que vivía llorando miserias,
mientras robaba a sus tíos, primos, hermanos y sobrinos, como había robado
antes también a sus padres y vecinos.
Y ante su cara fastidiada por mi sola permanencia, referí los hechos como los había conocido, ya que parecía que había insultado al inocente capataz, que solo obedecía sus órdenes puntualmente, excelente, indispensable trabajador. Yo que iba abriendo los ojos, sabia cuan excelente e indispensable era, hasta para cambiarle la marca a una jaula entera de animales, y toda clase de fraudes concebibles…
Solo
relaté los hechos, sin negar nada, y que si volvía a repetirse, no había
autoridad ni dios que salvaran a su empleado de un castigo tremendo y que no le
convenía perder así a un hombre que le era tan útil, que se ocupara de mantener
a los no combatientes afuera de la guerra sorda que ofrecía cada día.
Más vale que estas palabras solo fueron insinuadas, porque la hipocresía mutua a la que nos obligaban nuestras posiciones, no dejaba lugar más que a mi mirada cabizbaja, triste, ante una realidad que “no entendía”, y el, actuando como patrón, que debía reprender a su gente, envuelta en rencillas tontas, pero defendiendo al fin un sistema de valores que tenía otros códigos ajenos a mí.
Razón que
demostraba que lo que había pasado no era más que lo que el tipo expresaba, una
broma que había sido magnificada, mal comprendida. No supo explicar
porque en treinta años de historia, era la primera vez que afloraba este tipo
de humor, doliéndose de enfrentarse a su (socio)capataz, por una falta menor
que debía castigar simbólicamente para no develar su autoría intelectual, para
no dejar de dibujar su ética mística, finamente escrupulosa de la boca para
afuera!
¡¡Y todos al corral!! Los caballos volaban entre rebencazos al lomo de las lentas y caprichosas vacas preñadas, entre espumarajos de sal, sangre y sudor, separando los lotes, gritando, puteando, galopando y frenando para parar un animal, corriéndose para que pase entre tremenda polvareda, armando los lotes que ya salían para sus respectivos pastos.
Lentos los toros, señoriales, con sus quinientos u
ochocientos kilos de peso, desorientados los terneros, llamando a sus madres,
balando, y enredándose al tratar de meterse por los alambrados. Cualquier
caballo o vaca o toro podía convertirse en un arma mortal, y de hecho lo era,
obligándonos a todos a una atención suprema, en este ajedrez donde la única
facilidad era la falta de guampas de la raza Polled Hereford, criada
adaptada y mejorada en años y años de sistemática selección.
Yo debía además, atender al caballo del
capataz que podría hacerme caer del mío, en una pechada que insistía cada tanto
como un juego, para no terminar de alfombra bajo las pezuñas duras de los
animales.
…A veces, encontraba su mirada atrás de
la manga, con Maia ofreciendo su sonrisa como un exorcismo, como diciendo
“Seguí adelante, estamos acá”, a veces solo veía sus siluetas agachadas en la
huerta, trasplantando y regando, intercambiando a través de la tierra, frustración por esperanza, dolor por alegría.
En la cara, en los ojos del patrón, se
podían dibujar dos signos pesos, fosforescentes de ambición y urgencia,
evaluando la gordura y el estado de los animales, decidiendo con un ligero
movimiento de cabeza, el paso a otro corral donde esperarían el camión, luego
de volver a ser marcados, en un juego de escamoteos que no sabía que yo había
logrado entender.
Al tirarme en la cama, más
tarde, ignorando los pedidos de que al menos coma algo, antes de cerrar los
ojos, completamente molido, apenas sintiendo como me descalzaban y tapaban como
a un niño, cuando terminaba mi largo día junto con el sol, sentía que todo
había tenido sentido, aunque sin saber para que ni para quien, pero tanto
esfuerzo solo podría ser para mejorar…
Ignorábamos hasta qué punto iba a
empeorar nuestra situación, hasta terminar llorando juntos, apoyados contra la
balanza, al sol tibio de otras tardes, de otras primaveras negras, hasta ser
expulsados como perros cimarrones al haber cumplido nuestra función, volviendo
a foja cero, fumigados como cucarachas, asumiendo todo el desgaste,
descartados, insultados, denigrados, sin esperanzas más que seguir sintiéndonos
vivos, a pesar nuestro, por nuestros hijos, que nada tenían que ver con la
estupidez inmensa de esa saga familiar que se revelaba como un estigma,
un peso tremendamente negativo en nuestro futuro…
No sabíamos que después de todo, nos
esperaría el invierno helado y la lluvia como marco para nuestra apresurada
mudanza de lo esencial, ya que todo lo construido en años seria arrasado
quemado o malvendido en una sola semana trágica.
Hasta el último segundo, no sabríamos
nada.
El gallo canto sobre nuestra ventana,
pero yo no estaba, cargaba bolsas ajenas sobre mis hombros, pensando en mi
familia indefensa, entre el desprecio de todos, a merced de la hipocresía de
unos, la comodidad de otros y la ambición de todos… el sol amagaba con salir,
entre ramaladas de rojo, naranja y ocres… entre cortinas negras que se iban
aclarando de luz…
Primavera. Como plantas
luchábamos por un poco de sol.
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