Una vez cacé un elefante.
"Cacé" un elefante... Me escucho a mi mismo como diciendo "Aramos!! -dijo el mosquito, y estaba arriba del buey-" Porque yo no hice nada, solo escapar de un lugar a otro, hacerme pequeñito e invisible, quedarme quieto y en silencio y sin respirar, pensar en cada segundo de mi vida en un solo minuto, con la certeza de que estaría muerto, y después...
Después del lanzazo, correr esparciendo mis alaridos de victoria, como un demente, tratando de no perder el ritmo mientras esos pequeños y aguerridos hombrecitos me dejaban lentamente atrás, perdiendo el aire, perdido sin saber adonde volver, apenas con la capacidad de seguir la trocha abierta por un elefante herido, y esperar que alguno de mis amigos volviera a rescatarme, antes que los leones y las hienas, los perros de la pradera, los guepardos, los buitres, los hombres malos.
Claro que lo hicieron, justo a tiempo, por supuesto, sino no estaría contándoles esto. De todas maneras, formaba parte del grupo, y mi muerte hubiera sido un deshonor y un descuido imperdonable que afectara por generaciones el prestigio de la tribu. Pasarían semanas disfrutando de imitar mis expresiones de terror, mis poses intentando inútilmente resguardarme, mi desconsuelo al saberme perdido para siempre, sin saber que me observaban y cuidaban, sin dejar de disfrutar de mi hilarante e incomprensible estupidez.
El mas alto de ellos no me llegaba al pecho, y la primera vez que los vi, me parecieron personas de juguetería, casi como si tuvieran una manivela para darles cuerda...Un par de meses después, los veía como gigantes. Ahora era yo el que se sentía pequeño a su lado...
Así es África, todo cambia, todo fluctúa entre extremos que se estiran sin tocarse. Todo se hamaca entre lo mágico y lo absurdo, lo inimaginable y lo aterrador, lo fantástico y el aburrimiento total, entre...cada palabra de cualquier diccionario. Igual, jamas alcanzan las palabras.
África es la cuna de la humanidad, y de todos los idiomas, y lo va a ser por siempre. Entre sus costas se preservan en su formato original todas las emociones conocidas por la humanidad y todas las esperanzas. Es el lugar donde volverá a renacer la especie humana, después de la devastación total que se avecina.
Pero en ese momento no lo sabía
Solo era un turista adinerado y excéntrico, que pagaba lo que le pidieran por cualquier capricho, como participar en la caza del elefante con un grupo de Pigmeos. Acostumbrado al Jeep y a las armas de fuego, mi arrogancia no me preparó para lo que viviría. Había reservado cuatro días de mi agenda para esta pequeña diversión, que terminaron siendo cuatro semanas...
Ellos no se llamaban a si mismos "Pigmeos" sino "Twa" aunque la entonación de esta palabra es casi imposible de trascribir. Además, los Twa (Batwa) son solo una rama de la gran familia bosquimana, que apenas pisa los bosques para la cacería, y prefiere casi siempre los lugares abiertos, como pantanos desarbolados o desiertos. Todos se relacionan de alguna manera con los Tutsis, o los Bantúes -con los cuales parecían identificarme- en una exitosa sociedad que lleva miles de años.
Llevábamos dos semanas siguiendo, manipulando y alterando a la manada a lo largo de las cañadas del río Ruzizi, hasta emboquillarla en un gran claro, plano y sin arboles, donde se dedicaron a bañarse con arena. La única indicación que recibía era de hacer silencio, permanentemente, aunque pretendía tener el derecho de preguntar y saber que estaba pasando, solo por haber pagado por ello.
Dejé de intentar hacer preguntas cuando el Tutsi que hacia de guía empezó a transformar su expresión en lo que me pareció la irrevocable decisión de asesinarme. Él moriría en la vecina Ruanda, unos años después en una de las tantas guerras de exterminio que no dejan de ser comunes en el continente, aun al día de hoy.
Cuando finalmente aprendí a quedarme callado, quieto y en silencio, la tribu se había esparcido en una media luna setenta metros mas adelante, al borde del claro. Acuclillado a la distancia, podía ver las señales que se hacían unos a otros con mis largavistas, mientras mi guía me aferraba del antebrazo, atenazándome sin compasión, evitando que arruinara todo.
En el mismo silencio, penetraron corriendo entre la manada, provocando una danza frenética entre personas y enormes patas de elefantes, entre las cuales se escurrían los pequeños hombrecillos, tomándose el tiempo de buscar el punto exacto donde clavar su lanza. Mi acompañante me señaló un altísimo macho de inmensos y largos colmillos, que trotaba de un lado a otro para defender las hembras.
A pesar de su dedicación no pudo prever la estrategia de la tribu ni proteger su propio vientre, donde, un minuto después, un implacable y temerario guerrero, hundiría su lanza desde abajo, provocando el mas espantoso sonido que escuche en toda mi vida. parándose en dos patas, mientras sus grandes orejas flameando me dieron la sensación de estar abanicando las hojas de los arboles de alrededor.
No tuve tiempo de ajustar mis binoculares a la distancia en que el animal se aproximaba, ya que salió disparado en nuestra dirección, derribando jóvenes árboles como si fueran briznas de paja seca, no tuve tiempo de resguardar mi dignidad, haciéndome un bollito mientras les pedía a todos los dioses conocidos que por favor no me dejen morir en esa selva.
El animal pasó a seis o siete metros de distancia, abriendo un camino en el bosque por donde pasaron corriendo sus frenéticos perseguidores, sin preocuparse por si yo seguía existiendo. Cuando mi guía salio tras ellos, recupere a la fuerza mi movilidad a pesar del terror, intentando inútilmente sumarme a la carrera. Quedarme solo era peor que la muerte.
Ocho días más pasé ,sin embargo, deshidratandome, perdidas mi cantimplora y mis binoculares, deshilachada mi ropa y mi propia piel, perdiendo diez o doce kilos de peso sin dejar de correr de día ni de noche por la vía abierta por la persecución, con los ojos enceguecidos de sal, que lamía con avidez a lengüetazos, de mi propia cara.
Finalmente el acosado animal, dirigido hacia el territorio de la tribu, cayó para no volver a levantarse, mirándonos con sus pequeños ojos avidriados, apenas barritando suavemente en una última queja, entregado al fin, exigiendo la muerte que lo liberara del sufrimiento inutil.
Para ese momento, mi adaptación era completa, sin calzado ni ropa ni mi estupendo sombrero de corcho, sin vergüenza de mi propia desnudez, sin piedad, bañado en mi propia pegajosa sangre pero vivo, famélico, feroz, salvaje, lanzándome a beber el fluido escarlata que aun manaba caliente, para sobrevivir.
Volví a la aldea como uno mas, para desmayarme en un poto-poto y dormir durante veintiseis horas seguidas, sin prestar atención al feliz bullicio alrededor...luego me invitaron a quedarme, compartiendo durante unas cuantas semanas más, su trabajosa pero rebosante cotidianidad. Y al partir, abandoné avergonzado mis escopetas y rifles, mi absurda y sobreabundante cartuchería y otros pertrechos, no volviendo a cazar ni un pájaro, hasta el día de hoy.
Tengo en casa la corta y afilada lanza que atravesó al jefe de la manada, a veces la agarro entre mis manos y siento como me despeina la brisa del río Ruzizi, remolineando entre los lagos Kivu y Tanganica.
Y así fue mi paso por Burundi.
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