08 diciembre

Sólo una sucia metáfora...

 

 


 

  Entonces no es para tanto, no hace falta defender la vida como si fuera importante. Lo importante no es vivir, o permanecer, sino haber jugado con las mejores cartas que teníamos en la mano.  

  Lo importante no es seguir ni llegar sino haber caminado con total conciencia, paso a paso, haciendo de cuenta que el tiempo y la vida y los días engarzados a través de las estaciones eran nuestros y nosotros de ellos. 

  Pero no se puede ser tan abstracto a riesgo de perderse en metáforas, bellas o incomprensibles, o tan practico de empantanarse en banalidades, toscas y absorbentes. 

  Si vamos a tomar un punto de partida, debemos empezar por nosotros mismos, ahora, y preguntarnos porque estamos mirando en este momento desde el misterio profundo de estos ojos perfectos que, como espejos disconformes, no paran nunca de buscar otro reflejo, de estar atentos. 

  Entonces, si somos animales, predadores ¿Cómo es que venimos incorporando tanto miedo a la vida, generación tras generación, cada cual haciendo su aporte al temor, a la superficialidad? 

  Nos portamos sin excepciones como pajaritos enjaulados, tratando de cantar sin convicción, para el deleite de los carceleros, buscando sin éxito nuestro corazón en los días que dejamos correr como agua de la canilla, pisoteando el tiempo a ver, si como las uvas, podemos convertirlo en jugo dulce y espeso, y después en vino.  

  ¿Qué es lo que hay para perder, acaso algo que nos haya sido regalado? ¿La inmortalidad, el decoro, la felicidad?  Entonces ¿Por qué nos acercamos a la vida como en un sueño? 

  Cómo en un zoológico, queremos acariciarla, pero la misma belleza salvaje de la libertad nos atemoriza, y retiramos nuestra mano sin apenas haber comprobado que era real.  

  El miedo atenaza nuestras opciones en un abanico reducido que se refiere a caminos lentos de pies arrastrándose por el piso ¡Y como amamos ese camino!

  Con solo extender nuestros brazos hacemos contacto con cualquiera de los miles que van a la par, y eso nos da seguridad.  No tomamos más riesgos que la contractura en la espalda, por estar mal sentados, no tenemos más enemigos que el dolor de cabeza, o la fecha de vencimiento en un vasito de yogur.  

  Y ahí radican las causas: no queremos sentir dolor, no queremos pasarla mal ni un segundo, y, a fuerza de perseguir un bienestar envasado, hemos perdido el sentido, gozamos automáticamente porque así lo indica el catalogo, sufrimos metódicamente porque así lo pregona el horóscopo, fabricado por una computadora barajando opciones insulsas.

  Se nos hace completamente normal una vida insípida (pero aséptica) envasada en plástico, carente de aromas que no sean artificiales, sin color, sin sabor, sin más alegrías que las permitidas… ¿Qué vamos a hacer cuando nadie nos diga de que reír? 

  Tal vez la especie humana se extinga de tristeza, en ese caso.  

  O tal vez sin darnos cuenta ya nos hemos extinguido, dando lugar a esta raza apática y sumisa que pastorea en las vidrieras, que sale de cacería por las tiendas de electrodomésticos. 

  Hemos dejado que nos lleven al colmo del absurdo, donde el mismo sol, fuente de toda existencia, está catalogado como un asesino lento del cual tenemos que cuidarnos las espaldas.  

  Después de alimentar las fabricas el día entero, nos indignamos por el niño y su gomera, que destruyen la naturaleza, acto seguido ponemos una carta en el periódico local pidiendo el desmalezamiento de los baldíos, no sea cosa que se escape una “víbora” genéricamente peligrosa, lanzada desde un mundo que no queremos ni que nos roce.  

  No importa, ya nada importa, nada es real, todo es representar un papel… como en un juego, nuestros intereses duran hasta que alguien nos toca, liberándonos y corremos a buscar otro, para seguir actuando sin gracia, en un escenario donde un público cautivo aplaude sin convicción. 

   ¿Y qué? 

  Acaso valdría la pena otra cosa: poner en juego nuestro corazón en lo que hacemos, decidir de acuerdo a nuestras convicciones en vez de a nuestras profundamente incorporadas convenciones, hacernos cargo de que somos seres sociales, no de la sociedad.  

  Un día como todos puede ser un día que no sea como todos, si nos tomamos el trabajo de llegar al sentido de nuestros actos, y dejar en pie solo los que deriven de nosotros mismos… 

  ¡Ah... guadaña!  Corta! Corta! 

  Que temor nos da pensar en ese yermo desolado de nuestra propia vida, después de arrancar todo lo que nos es ajeno.  

  Pero es solo porque no queremos bajar, doblar las rodillas, por el miedo al ridículo, no nos permitimos agacharnos y observar los brotes tiernos, intactos, creciendo entre espinas y piedras, entre prohibiciones y conceptos deformantes. 

  Aun así, podríamos cuidar esos retoños de libertad entre el caos.  En este mismo momento tenemos una oportunidad latente de ser más humanos, más conscientes de nosotros mismos, y las nubes anuncian lluvia.

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