La otra vez me paré en una esquina, había una luz roja a mi lado y yo había decidido darle un nuevo propósito a mi vida, trazando un camino desconocido e inexplorado, completamente ajeno a mis parámetros hasta ese momento.
Había una luz roja. Yo, quieto, permanecía. Y no sabía a ciencia cierta cómo conducirme ¿Qué es lo que se
esperaba de mí?
Entonces a un lado tenía la luz roja, y frente a mí la luz verde, en esos extravagantes armatostes llamados semáforos, que cambian sincronizadamente de un color a otro a cada rato…nunca les había prestado atención, aunque recordaba vagamente que me habían enseñado su funcionamiento en la escuela primaria.
Ya hace dos días me había propuesto la meta de respetar las normas de tránsito. Esta nueva forma de andar por las calles me brindo por un lado una serenidad absoluta en la marcha, un cambio total de paradigmas y circuitos, un esfuerzo mental permanente por recordar las calles y sus direcciones autorizadas para calcular donde dar la vuelta sin ir a contra flecha.
Por otro lado, me envolvió en una falsa sensación de seguridad, al respetar las normas establecidas, que me hizo rápidamente ser consciente del peligro que se corre al andar en bicicleta en calles donde los automovilistas no las registran ni las necesitan estorbando.
Aunque la mayoría son extremadamente respetuosos y corteses, un solo inconsciente desaforado puede dejarnos con las ruedas girando en el aire, al no reconocer nuestra presencia en la vía pública más que como un estorbo a su necesidad de ganar tiempo.
Afortunadamente, en las
primeras etapas de la transición, las pocas veces que me topaba con un
semáforo, podía obviar su presencia - solo prestando atención a todos los demás
requisitos que se exigían normativamente- con detenerme si los automóviles
estaban detenidos y pasar si los automóviles pasaban(observe que muchos
desprecian la senda peatonal, sintiendo un regocijo palpable cuando la gente
que cruza caminando la calle tiene que rodearlos, fenómeno que se acentúa según
el lujo de los vehículos, seguramente acorde a la costumbre cotidiana de sus
dueños de pasar por encima de todas las leyes)
Entonces llegue a esa bocacalle y había un semáforo y ningún auto a mi lado, ningún auto por la calle perpendicular, en esa tenue hora de la siesta donde hasta los policías piensan… y yo sin parámetros, sin ejemplos, frenado, tratando de recordar ¿Cuál es la luz para pasar, la roja o la verde?
Parece fácil ahora que lo cuento pero hay que tener en cuenta que había una luz a cada lado y lo único que sabía era que iban a cambiar de color, como ya lo habrían hecho antes, en cualquier momento, así que podrían ser o no ser…
Miraba atentamente buscando una pista, y la vergüenza me impedía preguntar a algún ocasional caminante.
Esperaba, ya que no se trataba de decidir, como si fuera una ruleta, un color cualquiera, sino de tomar la decisión acertada y ninguna otra.
Pasé diez terribles segundos hasta que un auto que venía por la otra calle, freno correctamente antes de las líneas blancas (lo que indicaba sin lugar a dudas que el rojo era el color “prohibido pasar”, y el verde el “¡adelante!”).
Y tomando nota de cada color (hasta recordé que el
fugaz amarillo del medio quería decir “precaución”) atravesé lentamente la
bocacalle, con todo derecho, justo antes de que la tensión de ese momento de
zozobra se hiciera insoportable.
Y todo esto me vino a la cabeza,
al descubrir que también me había olvidado un chiste, de los dos que sabía, y
por las dudas, se los voy a contar, dice así: ¿qué le dijo un globo a otro?
¡Cuidado con el cactus…! ¿Qué cactusssssssssssssssssssssss….? ¿Se
entiende? Es para pensar… Ja, ahí me vino a la cabeza, el chiste de los
tartamudos… Pero ese se los cuento otro día.
Y a que viene todo esto, bueno, a nada, o casi nada, solo que me di cuenta, al sumarse algunos sucesos de otra índole en estos días, de lo extrañamente acostumbrados que estamos a dejar que decidan por nosotros, en prácticamente todos los aspectos de la vida, o por lo menos, la mayoría, o seguramente, sin dudas, claramente en los más importantes.
Entonces nuestra tranquilidad mental depende en gran medida de no tener que pensar, de no tener que resolver cual es el “color” adecuado a una decisión cualquiera. Absurdamente delegamos, fomentando las instituciones que lo hacen por nosotros, al margen de su utilidad, de la idoneidad de sus humanos operadores, y del sentido práctico o real de abandonar nuestro poder en manos de desconocidos.
Pero lo hacemos todo el
tiempo, con una tranquilidad pasmosa, con una seudoconfianza resignada
completamente irracional, con resultados desastrosos, solo disimulados por
nuestro alineamiento con las instituciones que nos dicen como pensar, y que nos
indican oportunamente que todo está bien, salvo que sea la hora de indicarnos
lo contrario.
Entonces alimentamos el sentido de esta grandiosa maquinaria llamada sociedad, a cualquier costo, así sea el propio inadvertido sentido de nuestras vidas, ya que será inmediatamente reemplazado por el mandato apócrifo que nos hace esforzarnos para proteger y perpetuar las instituciones.
Pero no nos importa tanto, queremos vivir, ya es nuestra única responsabilidad, permanecer vivos, y nada más, el resto del tiempo buscamos el confort, y un lugar en la escala de lo repetido un poco más alto que lo que merecemos.
Y así hacemos girar la rueda de
la enmohecida fortaleza social, empujando rabiosamente, sin darnos cuenta que
sube y baja solo para que el engranaje siga corriendo, sin permitir a nadie
permanecer en la altura salvo que detenga la rueda. Estúpidamente,
es lo que alguno intenta de vez en cuando.
Pero la mayoría se conforma con no tener que elegir, nunca, nada, nos venden hasta nuestros instintos para decirnos lo que tenemos que sentir, y compramos para todo el año.
Siempre hay alguien que elige por nosotros y eso es tranquilizador, siempre hay alguien al lado que elige como nosotros y eso es tranquilizador. Aunque a veces quedemos frente al semáforo, sin saber qué color es el adecuado, y eso nos llene de aprehensión, de miedo instintivo, la mayoría del tiempo esta tan bien establecido, tan abundantemente publicitado que tal vez nunca nos pase, en realidad.
Para los que no pueden contenerse, están asimismo establecidas las maneras de romper las reglas: donde y cuando, cómo y por cuanto tiempo, quien debe ganar y quien salir perjudicado. Así el engranaje corre y aplasta todo para volverlo combustible, aceitado por nuestra indiferencia, por la formidable inversión en propaganda que nos hace creer que somos libres, que elegimos, que el destino está en nuestras manos.
Y así, felices instrumentos, consumimos buenas noticias, malas noticias, buenos gobiernos, malos gobiernos, mala música, buena música, sin bajarnos nunca del péndulo que nos hace oscilar eternamente como sociedad entre polos opuestos.
Y si algún día siquiera
sospechamos algo, no importa, nos olvidamos al comprobar que el mundo entero
funciona mejor así (porque nosotros funcionamos mejor así) y podemos usar mejor
el tiempo para divertirnos y olvidar nuestra esclavitud, para envenenarnos
mejor y no mirar el oscuro porvenir que forjamos hacia el siguiente día.
Y todo se explica en que somos un animal de costumbres, aunque muy inferior a los felices y rebeldes animales de la granja, somos los únicos que construyen palo a palo el corral donde vamos a ser encerrados, y después la escalera al matadero, orgullosos de la calidad de nuestra obra.
Porque, en realidad, nuestro único temor es a lo inesperado: cuando ya se habían adaptado a hacer como que no existía, cansados de sus silbatos y quejas inútiles, policías y agentes de tránsito, se inquietaron un día al verme frenar a su lado, en un semáforo, evitaban mirarme, como si yo, esperando una provocación, pudiera saltar sobre ellos en cualquier momento, en venganza por su inútiles intentos de reeducarme.
Estuvieron así, unos días, hasta que otra vez
dejaron de prestarme atención, ahora convertido en invisible ciudadano modelo…
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