07 julio

En la prisión

 


 


  Estaba terminando de lavar la ropa justo a tiempo antes que se termine el agua, el domingo se arrastraba entre las barrosas calles al ritmo del viento frio del mediodía.  Terminaba de preparar el mate mientras se llenaban los baldes para la última enjuagada, cuando por la ventana veo detenerse en mi vereda una moto.  

  La conducía un extraño personaje: apenas se habían detenido las ruedas, tocando bocina, cuando aprovecho el tiempo para tomar un trago de la espumosa botella que llevaba en el canasto delantero del ciclomotor. 

  ¡Miguel! ¡Como andas! Salí a saludar, secándome las manos en el pantalón.  Y en consecuencia, acto seguido paso a explicarme los motivos de su visita, aunque disculpándose del poco tiempo que le impedía pasar para ver la forma en que tengo organizada la huerta en mi casa.  

  Me subí a la moto y fuimos a buscar un pescado, mientras seguía comentándome más en detalle los pormenores del asunto. Quince minutos más tarde regresábamos, yo para terminar con mis tareas antes de agarrar los documentos y la cámara de fotos, para hacer una visita a la unidad penal.

 

  …Nos armamos de paciencia, esperando tras los gruesos muros, que se abra la mirilla tras la puerta de acero para dejar pasar a otro grupo familiar… hasta que finalmente conocí la causa de la demora: la burocrática búsqueda de seguridad. 

  Tras la puerta había cinco policías penitenciarios,  y uno con el uniforme azul de la federal, tal vez para matizar, el de la escopeta era el único que parecía estar atento a alguna posible eventualidad, los demás se veían relajados, aunque atentos y en su posición fija en el espacio del patio.  Por la ventanilla de la oficina declaramos el objetivo de nuestra visita: el preso tal.  

  Dejamos las llaves y los documentos, quedando asentada nuestra visita en un grueso libro de actas.  A mi turno pase en la compañía de un policía penitenciario de guantes blancos de veterinario a un pequeño cuarto donde fueron revisadas mis pertenencias y lo que llevaba para el preso y palpado de armas. 

  A las mujeres las revisaba, asimismo, una mujer.   

  Me pregunto si me habían autorizado a entrar con la cámara, con lo que no supe que contestar, desconociendo tales restricciones, el teléfono, que aún tenía en un bolsillo, también fue a parar al casillero 30, con el resto de las cosas.  Al pedir autorización, me explico después de las averiguaciones de rigor, que la cámara quedaba retenida, pero cuando estemos en el patio podría mandarla a buscar y me la llevarían.  

  Desconfiado entré dejándola en sus manos.  Pasamos la primera puerta de grueso alambre tejido, donde otro policía hacia guardia aburrido, pudiendo ver a la izquierda el primer patio, con varias formaciones de mesitas y bancos, donde los presos se juntaban a comer y tomar mate con sus visitantes.  

  Acto seguido, después de la oficina de dirección del penal, donde se veían computadoras y escritorios, encaramos por un pasillo zigzagueante, rejas, una oficina donde había cuatro policías más, otra puerta de acero y después el patio.  Ahí nos acomodamos en una mesita libre en un rincón,  frente a la puerta que retenía al objeto de nuestra visita.  

  Detrás de la puerta, de madera y chapa, estaba la amplia celda, que no llegue a ver, aunque una mirilla redonda que tapaban con gomaespuma sirvió para reconocer a las visitas, desde adentro.  Del lado de afuera un grueso pasador asegurado con un candado servía para mantenerla cerrada sin posibilidades.  

  Cuando estuvo listo, el preso golpeo la puerta repetidamente para que le abran…lentamente el policía de guardia se acercó con su manojo de llaves…

  dada las horas de la tarde en que finalmente habíamos llegado, el tipo ya había comido, y nadie quiso restarle un pedazo de esa exquisitez, ya que no iba a comer, a pesar de que habíamos ido a compartirlo, dejándoselo reservar para hacerse un pequeño banquete más tarde, dado el estado de penosa restricción en que pasaba sus días.  

  Después de los saludos y presentaciones, el padre pasó a mostrarle los diarios y golosinas que le había llevado, los cigarrillos, las galletitas, charlando un poco de cualquier cosa.

  El patio era rectangular, cubierto contra las paredes con juegos consistentes en una pequeña mesita y dos bancos, casi todos cubiertos por una frazada, teniendo al medio la puerta por donde habíamos ingresado, y en la pared, como dibujadas, cada unos cuantos metros, las puertas de las celdas, interrumpidas frente a la entrada por una habitación abierta donde había otros juegos de mesa y bancos y donde una gran olla calentaba agua para los termos de mate.  

  Después de esta pieza, y antes de la primera puerta había un par de teléfonos públicos, después un par de puertas más y parecía ser todo. Arriba crecían rebeldes helechos, sobre las paredes blanqueadas tapando las inscripciones talladas en la cal, abajo los niños más pequeños corrían y jugaban alegre y ruidosamente a través del patio, mezclándose sin prejuicios, mientras las mujeres y demás familiares conversaban en voz baja.  

  El baño estaba a nuestra derecha, en el extremo del patio. Cuando una pareja se levantó para ingresar, supuse que habría alguna pieza reservada para el encuentro de los presos con sus parejas, por lo que no advertí  de ese hecho al viejo que preguntaba dónde hacer sus necesidades, a lo que el preso lo acompaño al lado… los prendió fuego… 

  En vez de decir algo tan simple como “disculpen” y dejar el lugar con discreción, se puso a gritar “no, métanle, métanle, mira yo molestando cuando estaban por culear, no, no, sigan tranquilos nomas…” dicen que perro viejo no coge ni deja coger…

  Cuando pudo superar la vergüenza, la chica volvió a la mesa con su hombre, mientras el preso intentaba hacer callar al viejo que pretendía seguir hablando del tema a los gritos.

  Más allá de eso, nadie parecía darle importancia, metiéndose cada cual en sus asuntos, construyendo una isla donde simular una privacidad imposible, solo afirmada en el respeto mutuo que imperaba en las horas de visita.  Yo reflexionaba lo terrible que debe ser pasar hora tras hora privado de la libertad, día tras día, mes tras mes, año tras año, entre paredes, rejas, y policías armados.

  Junte agua con la jarra para llenar el termo y tomar unos mates, y pasamos un rato más todavía, después a nuestro pedido, me trajeron la cámara, tomándole al recluso algunas fotografías, con su familia y otros presos, para tener de recuerdo.  

  Momentos más tarde dimos por terminada la visita, haciendo el camino inverso hasta la salida, donde después de recuperar nuestras cosas dejamos los muros blancos a nuestras espaldas al fin. No resulto tan opresivo como yo creía, pero sin dudas fue mi primera y última visita a la Unidad Penal 3 Concordia, o cualquier otra, prefiero, sin ninguna duda, permanecer afuera.




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