20 julio

Aniquilados por la esperanza

 

 


 

  Como siempre, los valores predominantes en la sociedad, no son los necesarios, ni los mejores, ni más acertados, sino solo los más adecuados.  

  ¿Adecuados a qué? A su eterna transformación en guardianes de la hegemonía, de lo estático, de lo incambiable: el poder, la dominación de unos pocos sobre el resto.

  Y como un triunfo de los valores burgueses sobre la decadencia del perezoso o salvaje oriente, del África primitiva, de las islas perdidas en el océano y las selvas en nuestro propio continente, se alza el valor más utilizado para convencernos de que estamos en el camino correcto…ese tenebroso índice: la “esperanza de vida”.  

  Y así nos empaquetan una vez más con la grandiosa preminencia del norte sobre el sur, de los países ricos sobre los pobres, de la moral contra el libertinaje (o lo que se quiera justificar, bueno, de alguna manera se mete en el paquete).  

  De hecho, las investigaciones médicas son la excusa eterna para la tortura y la degradación de miles de animales de laboratorio, incluido el ser humano, claro está.  

  Por suerte se acabaron los tiempos oscuros en que había que raptar personas para probar los riesgosos inventos de la nueva medicina, con los indignos desesperados de hoy basta un contrato y una firma para desligarse de responsabilidades judicializables, manteniendo a salvo la moral. 

  Entonces pagamos por ella, mientras torturamos y asesinamos lentamente, por esa moral tan necesaria para pararse en el estrado donde se entregan los premios nobel, cenit de la decadencia y la manipulación de la humanidad por las elites inútiles que siguen intentando eliminar los derechos personales.

  Pero no, no nos dicen eso, claro ¿O quién sería tan estúpido de comprar un paquete que dice “te estoy matando” como etiqueta? …nos venden las más espantosas mentiras hasta que llegamos a necesitarlas, hasta que pagamos por escucharlas.  

  Y adoctrinados en la filosofía del laberinto para ratas, donde siempre nos cambian los carteles, obedecemos la consigna de consumir a nuestros propios hijos para alimentar el sistema. 

  Es nuestro requisito para pertenecer, aunque los tengamos que volver adictos y esclavos carentes de voluntad, listos para obedecer ciegamente al más pequeño tirano que los solicite a cambio de un terrón de azúcar. 

  Pero compramos el diario, y leemos de corrido los titulares sin intentar comprenderlos, sin generar responsabilidad crítica sobre la información que recibimos.  

  Y después de los chistes, después de los chismes, pasamos directamente al suplemento, donde con letras redondeadas se anuncia que en nuestro lado del planeta sigue creciendo la esperanza de vida, y eso es todo lo que queríamos saber para justificar el desenfreno absoluto de nuestra estupidez cotidiana.

  Al margen de la insensatez de tomarse en serio datos estadísticos, dibujados promediando caprichosamente muestras falsamente proporcionales, lo cierto es que ya perdimos hace rato la esperanza de estar vivos.  

  Divagamos por el mundo obedeciendo dictámenes de hace mil años, fórmulas de países de fantasía, soluciones de otros climas y dioses ajenos marketineros, con el único premio de disfrutar de un confort que nos aplasta, nos enferma, y nos envicia sin dejarnos conformes.  

  La decisión, la voluntad propia ya son tan ajenas que no se discuten, suspirando aliviados cuando asesinan al que piensa distinto, al que se siente vivo, al mismo tiempo que marchamos como ovejas en defensa de cualquier señuelo que nos agiten adelante con el nombre de libertad, justicia, tranquilidad o tan solo dinero. 

  Entonces destrozamos el alma de los niños para evitar que su futuro nos cuestione, ingenuamente, como si el futuro no se nos hubiera colado por las rendijas, desde el techo y las paredes, condenándonos a una supervivencia hostil, corriendo de la farmacia al médico, de la esclavitud laboral al sillón del televisor.  

  Lo único permitido es mentir, y evitar reconocer que estamos enfermos, aunque salgamos del dentista a comprar basura de supermercado, mientras ganamos tiempo arreglando una cita por teléfono, a la que por supuesto llegaremos corriendo, robando minutos a nuestra felicidad. 




  Y así seguimos día tras día, evitando asumir que estamos completamente locos, forzando la máquina para ponernos al día, para correr atrás de las deudas pensando que alguna vez vamos a llegar al saldo positivo.  

  Hasta que llega el primer achaque, mucho antes de lo que pensábamos, mucho después de que podamos cambiar de vida. 

  Y a pesar de nuestra juventud, nos viene este dolor de huesos, esta fatiga muscular, estas punzadas que no queremos saber si es el hígado que se parte en pedazos o un infarto silencioso que ya nos está matando de miedo.  

  ¿Pero qué podemos hacer, con esta panza, con esta grasa de chancho cebado que nos recubre, si lo único que aprendimos es a elegir el vino por el precio, y la comida por la propaganda? ¿Salir a caminar por el parque? 

  ¡Si el último espacio verde de la ciudad fue usado para edificar el centro comercial, donde llevamos a nuestros hijos a festejar comiendo hamburguesas al McDonald, para que incorporen los beneficios de someter la naturaleza!

   Ahora que las futuras generaciones pueden jugar sin embarrarse, es más, sin conocer el pasto ni los bichos, cuando hemos perdido todo nos preguntamos adónde vamos a caminar, que comer, cuando todo lo que está a la venta nos hace mal.  

  Y lo único que podemos hacer antes de morir miserable y lentamente, antes de resignarnos a seguir igual es desligarnos de la responsabilidad de haber encerrado a los niños en un corral, para que siga todo igual, porque así hicieron con nosotros y no aprendimos otra cosa.  No aprendimos nada…

  Lo tenebroso es que seguiremos medrando así, veinte o treinta años más, solo para alimentar estadísticas, para que otro ingenuo agarre el suplemento científico del diario, después de leer los chistes, y se entere que actualmente la esperanza de vida es veinte años más alta que la del siglo pasado.  

  No importa, si tiene suerte, podrá moldear sus músculos en el gimnasio y jamás se enterara que le robaron sin remedio su esperanza de vivir, de sentirse vivo (así como sus padres, ya comenzara a alimentarse de la vida de sus hijos).

 

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