No podemos verlo, no tenemos perspectiva… No hay valores comunes que puedan ayudarnos a dar un panorama, a levantar la mirada desde la confrontación, la polarización, la destrucción común, mutua, recíproca y permanente, como única posibilidad a verificar.
No hay una lucha real entre la izquierda y la derecha, entre blancos y colorados, entre verdes y negros, entre la oligarquía y el pueblo, entre el rey la plebe, ricos y pobres, fascistas y anarquistas, negros y blancos, talibanes y yanquis, obreros y patrones, terroristas y policías…
Al desmenuzar el intrincado diseño de conveniencias y liderazgos, de compromisos y efectos, no se ven más que millones de insensatos a plena carrera, tomando partido para un lado u otro, sin dejar de justificar los vaivenes y cruces propios a la vez que defenestran los desfasajes ajenos: en realidad, desde arriba, nadie hace ese esfuerzo, nadie los diferencia tanto. En este nuevo “Reality” mundial, sobre todo, nadie los valora.
La única lucha real del siglo actual es la que las corporaciones están dando contra los estados nacionales, sean del color que sean y donde se encuentren todavía fuertes, atomizando cualquier territorio tan grande que no pueda ser controlado por una empresa, desprestigiando el mismo sistema político o cualquier consenso que se base en el pasado histórico o en el futuro común antes que en la ganancia inmediata.
Esto se fortalece
destruyendo símbolos y tradiciones, desacreditando la autonomía, la soberanía
alimentaria y energética, la propiedad comunitaria, infectando el tejido social
con tensiones, contradicciones y guerra interna, incorporando nuevas costumbres diseñadas y
probadas en laboratorio, mercantilizando la naturaleza, la cultura, el amor,
cada intento de lucha o revuelta contra el sistema, y todo sentimiento de
solidaridad que pudiera aportar a la visión de una auténtica sociedad humana
formada por seres humanos reales.
No hay otra resolución que ir hasta el final, no hay otro resultado a lo largo del planeta, gane quien gane en la lucha, que dejar a los gobiernos y a los estados-naciones -si es que esa definición conserva aún algún sentido- debilitados, sin estructuras que alcancen para frenar los golpes, para defender la población de la ola corporativa, sin valores que sean útiles a la reconstrucción, sin unidad como nación ni fuerza como territorio que pueda contrarrestar el implacable y monolítico poder de penetración del capital financiero sobre las viejas elites productivas, ya sean terratenientes o industriales, que no terminan de abrir las puertas a la intervención externa de los mercados cuando ya ven el serrucho asomando bajo sus pies, y ya no hay donde correr…
Pero los lideres actuales no saben de ideologías, solo de buena gerencia, autoridad y consenso, aunque ese consenso no toque, no llegue ni contemple a las masas que los llevaron al poder, sino que se expresa de alguna forma en “acuerdos de caballeros” donde desde uno y otro lado del arco político protegen mutuamente sus intereses de segunda línea al margen de cualquier compromiso o lastre ideológico.
Esto es así porque el pueblo ha sido
finalmente adiestrado como carne de cañón permanente, y no le cuesta salir a
matar o morir antes de preguntarse porque, o siquiera intentar descubrir adonde
derivan el fruto de sus esfuerzos vitales una vez que se convierten en
combustible corporativo, siempre más letal que constructivo, mas incendiario que
nutritivo.
Y es que los mapas y las fronteras han perdido sentido, en un mundo globalizado ¿Que significa ser concordiense, africano, ciudadana, campesino, industrial, chino, empresaria, alemana, soldado, empleada, pescador o lo que sea?
¡Absolutamente nada! Al dejar que todo se traduzca a valores monetarios, no queda en la práctica un margen para idealismos o valores, para identidades, coherencias o gestas heroicas… ni siquiera para estrategias que puedan derrotar la fuerza instantánea del dinero en efectivo.
Todo eso, es parte del pasado. La única coherencia de hoy en día, la que
aporta al ascenso, al bienestar y la auto salvación, en un mundo que se agota a
sí mismo, es la de la hipocresía total, la obediencia ciega, el voluntario
despojo de escrúpulos personales, históricos o de clase.
En esta mecánica actual donde absolutamente todo es un negocio, donde la necesidad de producción genera alianzas temporales tan espurias como la minería socialista y el ecofascismo, que serán enemigos nuevamente apenas el mercado lo demande, la única medida es ser útil todo el tiempo posible, y así lograr salir bien parado cuando nos arrojen del tren, porque, eso sí, el programa nunca se detiene, aunque tenga que disfrazarse de democracia, salvajada, empresa, cooperativa, banco, cartel, delincuencia común, agencias federales, policías, narcotraficantes, legisladores, jueces, caudillos, o lo que toque.
En un juego donde ni siquiera podemos elegir de vez en cuando los casilleros, jugamos con el color que nos caiga encima, porque siempre hay alguien mirando todo desde más arriba y esa es la única certeza. La íntima convicción de ser autodescartables es la única verdad compartida por todos, y la que mantiene el orden a pesar de cada batalla, cada nueva guerra donde millones de peones mueren y matan por la presunción de un tablero, por la intuición de la existencia de impunes e intocables amos del juego que no consideran preciso darse a conocer.
Hemos
arribado finalmente a un mundo donde la única ética es la supervivencia a
cualquier precio, donde la estética del disimulo y la ignorancia programada
vienen de la mano de políticas públicas diseñadas mundialmente, donde hemos
dejado de ser el “patio trasero” de alguna potencia cualquiera para ser parte
del “gran patio” donde todas nuestras tribulaciones y efímeros éxitos, sólo
definen las pautas necesarias para que el show siga en marcha, la farsa, donde
gastamos nuestro dinero para existir.
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