20 junio

Rehén


 

 

  El Titi caminaba de la mano tibia del Jari, a simple vista parecía que llevaba al pequeño de la mano, pero en realidad fluía siguiendo la pequeña presión de los dedos de su hijo, dejándose llevar por la alegría, la curiosidad y el entusiasmo recorredor del niño…  

Hace casi ocho meses que estaba “afuera” y se había dedicado a hacer buena letra: nada de robos, nada de drogas (bueno, un poco de vez en cuando, pero solo), nada de alcohol por supuesto, que como su peor enemigo, lo había empujado al precipicio del penal donde había estado prácticamente dos años. 

  Ahora que había salido por buena conducta y en plena condicional, estaba completamente decidido, a pesar del desprecio de algunos de sus viejos compañeros, que lo miraban como a un perro sarnoso, como si les fuera a contagiar algo.  

Lo bueno era que no había necesitado dejar de juntarse con nadie -al dejar los vicios de lado había quedado de lado el también, ya nadie siquiera lo nombraba sino como un caso raro-…  

También la Emi se lo merecía, se había quedado al lado de él a pesar de todo, lo había esperado y hecho todo lo posible para que no le faltara nada, aunque hasta no salir y ver las paredes desnudas del rancho vacío, no había podido entender la real dimensión de su sacrificio…

  Pero a las seis de la mañana el despertador sonaba y el sonido estallaba contra sus ojos abiertos, ametrallando el silencio, aunque él siempre estuviera despierto un rato antes, su mente afilada escuchando cada ruido de la pieza como si aún estuviera preso, la respiración despreocupada de la Emilia, que dormía despatarrándose inquieta en verano y robándose las frazadas en invierno, y el pequeño zumbido del Javier, el “Jari” durmiendo al lado.

  Después, claro, solo había perros sarnosos, charcos, escombros y yuyos, ya se terminaba la casa.  No era mucho más grande que eso, aunque pudiera sumársele el principio de baño, sin techo, que estaba del lado de afuera, esperando que la casa creciera para absorberlo… 

  Así que se despertaba con el olor a masa levada y a prender el “horno” que era un simple tacho de doscientos litros semienterrado en el suelo, donde hacían el pan casero y las tortas negras de cada día…  En verano convivían con el mismo calor del  infierno, en invierno estaban un poquito mejor, eso sí, el humo era siempre el mismo, capturando cada rincón, dejando todo con el mismo olor… 

  El Mosquito, en el penal, mientras amasaba en cuclillas sin dejar de fumar, le había hablado de un horno de barro alguna vez.  Le había explicado todo, pero en ese momento no prestó atención, bajo la preocupación permanente de salvar la vida… 

Al principio, el Mosquito le había amagado dar un puntazo solo por mirar, pero después lo dejo acompañarlo en el ritual de las tortas fritas, y más tarde lo llevo con él a la panadería, lo había adoptado como una mezcla de hijo bobo y mascota, que lo hacía fluctuar entre la humillación total y la alegría de seguir vivo, pero que le sirvió para poder salir al patio tranquilo y empezar a participar de los talleres, descontar un tercio de su condena.

  El, en cambio, no iba a salir rápido, su causa seguía creciendo cada mes y sabía que iba a encanecer mirando las mismas paredes…más que jefe del pabellón era el alma del penal: el que lo viera, no podría distinguir su actitud de la de un turista en lo mejor de sus vacaciones.  Pero el Titi no dejaba de espantar sus recuerdos que iban envejeciendo, no estaba hecho para eso y no quería volver más, nunca más.  

  Antes de llegar al parque, una tierna alegría secreta de promesas cumplidas los envolvía: el próximo día del niño lo iban a pasar juntos, le había dicho a su hijo en la ultima visita, y así lo estaba cumpliendo hoy, y esa sensación de que el mundo lo esperaba para darle otra oportunidad se hacía más fuerte cada día…

  Pero no, apenas habían pasado por el vendedor de globos, una cuadra antes de la entrada, cuando se cruzaron con el Pila, el hijo de la Tota que venía encandilando la tranquila tarde con sus ojos desorbitados.  

  Apenas lo reconoció le mostro un fajo desordenado de billetes que sacó del bolsillo del canguro y después levantándose el buzo, un revolver, un veintidós plateado que le hizo erizar cada pensamiento oscuro que había acorralado en el rincón de su olvido “Aprendeee guachinn jajajajajaaa”… 

  Ni siquiera escucho el reclamo de su hijo “¡Papá yo quiero uno así! ¿Me lo comprás?”

  Pero no, no es de juguete, y estos siempre andan en yunta, donde estará el Titi (Si, su tocayo, Titi igual que él) se preguntó nervioso, mientras apretaba demasiado la mano de su hijo… “Aiaa me lastimaste” dijo la criatura soltándose ofendida, pero el ya miraba al Titi, a caballo de su trote desencajado, inhumano, todavía más sacado que el Pila, con el revolver desenfundado mirando a todo el mundo que iba abriendo cancha como podía, haciendo olear la multitud.  

  Extendió su brazo hacia atrás para asegurar y proteger a su hijo, pero antes de que pudiera aferrarlo ya estaba frente al tirador, hipnotizado por su arma, un treinta y ocho gastado por el uso, oscuro como el rincón adonde empezaba a correr su alma…

  El niño no terminaba de extender su mano hacia el pistolero adolescente cuando éste lo aferró del brazo, mientras acomodaba la mueca de su cara para intentar hilvanar unas palabras… “ Denme toda la plata o mato a este gurisito hijos de puta, ya mismo, lo mato, quédense quietos” 

Pero claro, no había ninguna pared y la gente se escapaba corriendo sin darle nada, su mirada se cruzó con la de él recitando un libro entero sin hablar, no quería poner nervioso al gurí ni tampoco asustar a su hijo, mas allá de que los tres se conocían del barrio, pero el cuchillo de sus ojos decía bien claro que si lo lastimaba, su vida de primerizo ratero escandaloso no valdría nada aunque tuviera que pagar cien años en cambio…

  Como un susurro apenas audible repetía “dejalo… dejalo…dejalo…” porque no quería quedar tan expuesto a que lo identificaran reconociendo y hablando con el joven, casi niño también, delincuente.

  El Titi le acaricio la cabeza al pequeño antes de soltarlo con una risotada y siguió caminando, y después al trote tirando al aire, entre las corridas y el griterío en que se había convertido todo,  el Jari ya estaba un poco asustado y empezando a llorar antes de caer en el arrodillado abrazo de su padre, antes del primer tiro de escopeta, los gritos, y el despliegue de botas sobre la avenida vacía, antes de que su isla de dos personas fuera invadida por el Comando de Operaciones Especiales y el primer culatazo lo desmayara todavía abrazado a su hijo…

  El juez, aburrido y hastiado de la tradición familiar que lo había obligado a convertirse en magistrado, ya lo había condenado antes de identificar al menor y aclarar lo que en realidad había pasado, había un arma, un culpable, y lo otro se acomodaría… la verdad no siempre es necesaria 

  ¿La justicia? Se preguntó sonriendo sin dejar de planificar sus vacaciones… lo único importante era cerrar todo esto a tiempo… 

  Dos policías como testigos idóneos y suficientes, un caso en marcha, otro delincuente reincidiendo, nada nuevo, nada espectacular que le quitara el sueño…  

  El Titi empezaba a darse cuenta que esta vez la justicia prometía ser rápida, incisiva, aunque sus huellas no estaban en el revólver, aunque fuera el primer día que se tomaba completamente franco para disfrutar con su hijo, aunque pudieran buscarse docenas de testigos que dirían que los que estaban tirando en la feria eran otros dos, aunque no lo reconocieran en la rueda los empleados de la estación de servicio asaltada en la avenida, aunque su conducta en ocho meses hubiera sido ejemplar… 

  Aunque no le hubiera mandado al Mosquito ni un paquete de cigarrillos.  Ni una sola vez desde que salió… “…Ni un puto paquete de cigarrillos…”  

  Y fue como si lo escuchara diciéndoselo al oído, tensando los músculos consumidos de su cara, dándole un escalofrío, y ahora… ya era tarde…

  Le tocaba esperar la condena en el penal, solo para sumarla a lo que le faltaba cumplir, y las miradas cruzadas se lo decían todo, antes siquiera de darse cuenta que lo trataban como un absoluto leproso.  Ni siquiera le faltaban el respeto, era como si no existiera. Como no ser.  

  No hizo más que pensar en la forma de escapar de su situación sin encontrarle la vuelta, hasta el momento en que apareció la cabeza del Mosquito sobre su cuerpo esmirriado, y atrás de él, sus cuatro apóstoles de cuero ennegrecido por el humo de cada motín que hubiera habido en la prisión, mientras los demás se iban escurriendo aceleradamente hacia afuera, por el costado del pequeño grupo…

  “¡Hola Titi! ¡Hola tití, titina!” escucharon sus ojos ciegos, nublados en su horizonte rojo de rabia, oscureciéndose de derrota e impotencia, ante las sonrisas satisfechas y sarcásticas que parecían gotear de las afiladas facas sin rostro de sus ejecutores… y no encontró ni un pedazo de madera a mano para defenderse.  

  Solo atinó a arrodillarse en el medio del pasillo para recibir de lleno las puñaladas, hasta el fondo, sintiendo como se escapaba por las heridas el olor a pan recién horneado, el humo lagrimeando en los ojos de la Emilia malhumorada, el color puro, inocente de los pequeños dientes de la sonrisa del Jari cuando le daba la cuchara llena de dulce de leche… 

La esperanza de una vida nueva que naufragaba como un barquito de papel en el torrente encharquizado de su sangre… Los pasos de sus ejecutores retirándose en furioso silencio mientras su muerte se acercaba burbujeando baldosa a baldosa…

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