Crecimos soñando con argumentos de películas, mientras nos acostumbrábamos a esperar, a tolerar todo, a durar hasta que las cosas cambien, y claro, no llegamos al final feliz ni el hada madrina universal toco con su vara la realidad que despreciamos.
Vivimos en la era de la infelicidad, y en base a eso
fundamos nuestras relaciones: la queja como un ruido constante que envuelve la
comunicación, la seudoindignacion que nos protege de la responsabilidad, de la
acción, del pensamiento constructivo, la ambición que siempre corre diez pasos
adelante, fogoneada, acicateada para tenernos atrás de un sueño estéril y
destructivo.
Mientras tanto, nos hallamos sometidos al poder demoledor de la burocracia, intentando sacar la cabeza a flote en el turbio mar de la legalidad, rehenes de facciones y sectas políticas, de empresas que deciden día a día desangrarnos, comerciantes que se adueñaron del aparato productivo, multinacionales que abusan a su gusto y conveniencia de los recursos naturales.
En este contexto, el ciudadano intenta y busca día a
día nuevas maneras de olvidar sus cadenas, escapar al estrés, oponerse al cruel
determinismo en el que nos hemos encerrado solo para oxidarnos y ver pasar los
ejércitos por televisión. Y sin embargo solo llegamos a oponernos al
temido lunes, con el humor torcido de los prisioneros, y un fin de semana de
venenos químicos y sicológicos: furia de animales monogástricos
arremetiendo contra los comederos…
Fundamos las ciudades para protegernos, para acceder a un mejor “nivel de vida”, sin embargo se convirtieron en gigantescas trampas, donde el único salvoconducto que nos protege hasta cierto punto es el título de “consumidores”, porque demuestra nuestra utilidad al sistema.
Fuera de eso, estaríamos en peligro si nos dedicáramos a explorar otras opciones, pero no, no hace falta, estamos más cómodos como turistas del desenfreno, de espectadores ilesos del desastre, aunque no hace falta esfuerzo para mirar como el futuro despejó sus nubarrones para descubrir un paisaje de esclavitud voluntaria y sumisión suicida.
Tampoco hace falta salir de la mediocridad para correr a refugiarnos a nuestra cueva, donde nos sentiremos seguros hasta el día que quiebren la puerta a patadas.
En la era de la
ecología, reciclamos hasta el final nuestra misma caduca forma de pensar,
reutilizamos diariamente nuestro egoísmo, y reducimos el concepto de mundo
hasta volverlo un solo desierto bordeado de humo y escombros.
Claro, es mucho más difícil construir,
ser coherentes, intentar soluciones, porque lleva más tiempo, porque hay que
luchar contra decenas de inadaptados y cínicos insensibles que destruyen y
matan por diversión, porque dejamos la inmediatez y el reconocimiento por el
sacrificio y la tenacidad en busca de un resultado que apenas si tenemos
esperanzas de lograr.
No la tenemos tan fácil como Cristóbal Colon! Solo descubrimos lugares de los que escapar, mientras cosemos a retazos el nuevo mundo en que viajamos para que no se hunda, tan frágil que todavía lo dejan navegar.
¿Hasta cuándo será así? No nos quedan muchos años antes de
la debacle total, lo único que vale es fortalecerse y cambiar, convertirnos en
nuestro propio puerto donde amarrar, no hay garantías de que algo más quede en
pie: calman con náufragos a los tiburones, con misiles construyen la paz, y con
fábricas de tumbas sin nombre combaten el hambre en todo lugar.
Indefinidamente amanece el mundo a una nueva guerra fría entre la historia y la causalidad, entre la inacción y la resistencia, entre el compromiso y la ceguera total, entre el corazón y la racionalidad.
Estamos en la era del ataque frontal, en ningún lado hay esperanzas de fingir, ya, neutralidad.
No hay más que este planeta, es
importante saber de qué lado vamos a estar…
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