19 mayo

Por el barrio



 

Agua, y cuero 

Estamos en uno de esos días soleados de otoño, cuando el calor se agradece por justo y necesario, el viento del este no deja ver mucho, achatando el humo a través del rio hasta llenar el barrio, aunque el incendio era en la costa salteña, si bien podría ser que estuvieran quemando algo, porque se veían las llamas cerca de una casa quinta o algo así.  

  El humo cruzaba el rio como otro rio, de humo, compacto y burbujeante, blanco, blanco humo, y recién se desparramaba al pasar el terraplén. Se escuchan algunos trinos de pájaros y los gallos cantando a cualquier hora, vecinos y vecinas de todas las edades pasan de un lado a otro, con esa forma de caminar que hay por acá, como una chalana a favor de la corriente, como diciendo si no es hoy llegare mañana. 

  Los perros se echan, se levantan, ladran, pelean, se desperezan, buscan un hueso, se echan de nuevo, se aburren y corren los caballos que estaban comiendo el pasto con sumo cuidado adentro de una casa, después, como diciendo los únicos capos somos nosotros,  atraviesan tres o cuatro cercos y pasan por mi casa como si yo no estuviera.

  Se escucha música, un par de loros pasan volando, gurisitos vienen de la escuela a los gritos, hay olor a comida en el aire, los arboles empiezan a cambiar de color, amarilleando, el viento ya cambio aclarando el aire, el cielo esta tan azul…  

  Y yo que hace tres días estaba persiguiendo un surubí cachorro, infructuosamente, lejos de desmoralizarme, cada día me cebaba mas, y buscando el pozo donde pudiera pescarlo con mis precarios medios, iba conociendo las playadas de piedra y las costas barrancosas del rio y del arroyo Yuquerí Grande.  

  Vivía embarrándome y perdiendo anzuelos, dejando de comer y dormir, con el pensamiento fijo en un adversario que se esconde bajo el misterio, al que hay que presentir entre las corrientes y los vaivenes del agua, e interpretar sus movimientos desde el otro lado de un hilo de nailon.  

  Me obligo a parar un rato para cocinar algo, al voleo, con la cabeza puesta en el agua que esconde tantos secretos, me tomo unos mates entrecortados  mientras afilo los anzuelos y el cuchillo que llevo a la cintura, acomodo las yapas de alambre, uno hilos para alargar las tanzas, controlo el robador, y cuando tengo todo listo la ansiedad amenaza con reventarme el corazón de tanto bombeo.

  Tengo que salir, a no dar tregua, apagando la hornalla, dejando el almuerzo para más tarde, tomándome a cambio dos mates mas pero metiendo condescendientemente medio kilo de pan en el bolso de pesca.  

  Ahora voy a probar en “la barrita”, un lugar bien tranquilo que conocí ayer… si no anda cachorro, andará dorado, más si con la boya saco alguna tararira para encarnar.

Y estaba en la puerta de mi casa, disfrutando el calor de las dos de la tarde, tomando el ultimo mate, cuando dos gurises vienen a toda carrera, parece que van jugando, o… se corren… no, van jugando, era hasta el fresno de la esquina… 

  Pero el que iba primero choca frenando con sus manos contra el árbol y cambia de dirección, encara subiendo la defensa para el lado de concordia pero ya perdió tanto brío que el otro lo alcanza, “para hijo de puta” y ya se le abalanzó frenándolo de la campera, mientras otro, de tres más que venían por la otra calle corriendo, gritaba “Cazalo! Cazalo!” y ya lo bajaron entre todos para el lado del rio.

  Una vecina volvía por la defensa con sus compras pasando entre el barullo.  

  Por mi calle, al mismo tiempo, mientras los hijos de los vecinos de enfrente jugaban en la vereda de pasto, tirados arriba de una frazada, por el medio venia una mujer en moto, con una recortada envuelta en trapos, que le pasa al marido que venía caminando al lado cuando agarran al gurí, y el tipo sale con el paquete para el otro lado del terraplén, con una cara que no auguraba nada bueno.  

  Yo miraba todo desde la puerta de mi casa, lo que pasaba frente a mi puerta, como otros vecinos de la cuadra, aunque no se me hubiera ocurrido ir a ver qué pasaba del otro lado.  Solo los dos que caminaban todos los días con el gurí, se arrimaron despacito, no sé porque estaban ahora al margen del quilombo. 

  ¿Tal vez había demasiados testigos? No sé. La cosa es que al rato apareció el pibe medio destartalado, con los otros dos, y se perdieron todos caminando y nadie hubiera podido decir que paso algo. Inmediatamente se cruzan de casa algunas mujeres y empiezan a comentar, yo quedo con una sensación fea, no es lindo ver un arma, menos ver que ejecuten a una persona.   

  Los fierros están en cada casa, aunque no se vean, y a veces pienso que un día van a atropellar mi puerta y se van a llevar mi equipo, dejándome de pescador neto nomas, por eso me hace falta un bote.

   No hay nada que hacer, mi pelea esta en otro lado, arranco con la bici por el murallón de la defensa costera, el barrio me parece tan hermoso si lo viera por última vez, sé que si logro mi cometido no volveré a ser el mismo.  Mi confianza es absoluta, mi determinación es implacable: solo voy gastando tres días de todos los que me quedan por vivir, y sin embargo, podría ser hoy. 

  Respiro profundo, me calmo, saco el pie del acelerador, en un segundo llegare a la tranquilidad y la paz eterna de la costa oculta del arroyo, donde el Martín pescador llama a las mojarritas chistándoles desde una rama, mis pasos resonaran en el silencio salpicado de chasquidos en la calma superficie del agua, producto del eterno duelo entre el sábalo  y el dorado…

   Y  llego, disfrutando de la libertad absoluta que me transmite la sombra de la selva, al punto elegido de la costa, dejo la bici y empiezo a desplegarme como un mecanismo de relojería.  

  Mientras  algunas aves blancas y negras vuelan quejándose de mi intromisión, empiezo a tirar mis líneas contra la superficie, el nailon se hunde en el agua.

  Muerdo el primer pedazo de pan, espero… 

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