Nacemos, somos al mundo, o, más directamente, el mundo nos estalla en las manos, como una estrella, se expande a nuestro alrededor.
Incomprensible y luminoso, infinito, inabarcable. Desde la ausencia total de referencias, empezamos a interpretarlo, y nos comemos el misterio con los ojos, con los dedos, con el cuerpo que también comienza a ser un territorio que a la vez exploramos, y recostados de a ratos en un cuerpo que nos da calor y alimento, empezamos a fijar parámetros afectivos y territoriales, de supervivencia, de bienestar o carencia, placer o dolor…
El mundo es viejo como hace un
millón de años, pero todo es nuevo, vamos navegando en la paradoja de estrenar
nuestros ojos y nos sorprendemos con el movimiento, texturas y temperaturas,
distancia, densidad, profundidad, y miles de atributos más de cada objeto.
También los seres vivos tienen características únicas como temperatura, disponibilidad, capacidad de alimentación, agresividad, afectividad, textura, pilosidad, olor, etc.
Y en un ejercicio sumamente complejo pero que ejecutamos con pasmosa naturalidad vamos entrecruzando y valorando esas abundantísimas series de parámetros nuevos, hasta hacer del conocimiento experimental de lo que nos rodea, algo cada vez más predecible y manejable.
Y el mundo deja de ser ese estallido
que nos atrae como un imán para pasar a ser algo que se va aquietando ante
nuestros ojos y perdiendo colores, hasta llegar a ser un parámetro fijo y
completo en sí mismo que luchamos por mantener invariable y estático, hemos
despejado nuestro ámbito de percepción, nos hemos socializado, comenzamos a ser
niños…
Incluso en ese momento, con la
abundancia de estímulos que se enfrentan a nuestra curiosidad, encarados sin
prejuicios ni prisas, sin posesividad, con una entrega y una atención absoluta,
seguimos siendo increíblemente versátiles, libres en el pensamiento y la
acción, y este manojo fundamental de hechos y territorios conocidos lo
encaramos con una intensidad tal que hace del tiempo un latido que corre
delante sin llegar nunca a alcanzarnos para agotar nuestro recorrido por
sensaciones nuevas…
Pero nada de eso es necesario para
seguir por el estrecho sendero de la socialización, y como violentos
jardineros, los adultos se dedican a podar nuestros aun abundantes y diversos
parámetros, reduciéndolos a la mínima expresión y reemplazando nuestros
sentidos como investigadores y jueces del entorno y de las necesidades, con la
sumisión sin escala ni razonamiento a la autoridad, al argumento tradicional y
jerárquico, invariable, sin revisión posible.
Y eso no es todo, entre los restos de nuestra percepción pisoteada colgaran canastos vacíos que nos harán llenar con miles de argumentos extravagantes, conocimientos inútiles y vagos, artificiales, incomprensibles y casi en su totalidad innecesarios para nuestro propio desarrollo.
Y también descartaran nuestro juicio para elegir nuestras relaciones en libertad, confinándonos en espacios reducidos, inmóviles, cautivos de una voz que se declara verdad necesaria, consumiendo nuestro tiempo a cambio de detener hasta lo obrado la poda de nuestras libertades, trocándolas por otras necesidades que nos han enseñado, mientras tanto, a internalizar.
Año tras año, nos envuelven en la más repulsiva y enfermiza
uniformidad programada.
y ahí… protegidos por el machismo, el racismo, el deseo de dominación, el verticalismo de las relaciones, la arbitrariedad y la hipocresía a la hora de reconocer valores y merecimientos, salimos envueltos en un título vil como mapa del tesoro a buscar trabajo, exactamente moldeados a las necesidades de la fábrica, la oficina, el cuartel, el partido…
Y claro está, lo encontramos, si queremos, lo encontramos, y ahí es donde se pone a prueba lo aprendido: nuestra tolerancia a la injusticia, a la insensatez, al maltrato y la avaricia ajena, y así debemos perseverar hasta hacer carne esos nuevos valores.
Valores -hasta ese momento- solo intuidos, para poder
ascender en la escala que lleva a ningún lado, para mandar y multiplicar la
aberración sin más premio que la venganza de heredar el papel de nuestros
verdugos, sin más metas que agrandar un billete que siempre se vuelve pequeño
ante nuestra ambición…
Y claro, el cuerpo se afofa, lejos de cualquier placer que no sea el cálculo y la estadística, pero por suerte en el club se puede compartir un par de pelotazos antes del asado, y llegamos a la línea media de nuestra vida con una política que lleva invariablemente a la enfermedad, la hipertensión y el infarto.
Y seguimos en una vida invariablemente sectaria y sedentaria, adscrita a los valores dominantes que nos encargamos de divulgar y proteger: ya no hay sobresaltos que no nos hagan sonreír, no hay voces desentonando molestas, en el teatro de la igualdad muerta.
Hemos llegado antes de lo previsto a la conformidad que luego ¡hay
que pronto! Se hace vejez y decadencia, y terminamos siendo testigos del
desmantelamiento de nuestro sistema de saberes por otro más decadente,
artificial y vacío, y solo podemos subsistir sin hacer demasiado ruido, sin
ocupar demasiado el lugar de la sangre joven y avasallante que nos ha robado la
silla principal.
Ahora llegamos, al fin a la reflexión, pero esta es demasiado molesta y la suplantamos con recuerdos, baba de glorias pasadas resbala por nuestro labio pero nadie la limpia, nadie viene a cambiarnos los pañales, en el geriátrico olvidado…
Finalmente un viejo rey cae sin
estrepito, mientras todos están ocupados en el nuevo tablero, demasiado como
para hacer más que un pequeño discurso y ocho lágrimas de cocodrilo, mientras
defienden su parte de las dentelladas de otros aún más ambiciosos.
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