Vuelvo
a preguntar, aunque nadie responda, aunque nadie quiera escuchar ¿De qué guerra
vamos a pretender estar en contra si seguimos manteniendo el actual estilo de
vida, el actual nivel de consumo?
Porque es más fácil mirar para
otro lado, espantarnos por las explosiones y las bombas, condenar la tortura
(que ocurre cotidianamente también a nuestro alrededor) señalar a lo lejos las
columnas de humo, indignarnos por la sangre joven derramada interminablemente
sobre las dunas, en las selvas, mezclándose con el agua de los ríos.
Todo esto es más fácil que ser conscientes por un solo día del costo que exigimos para mantener las opciones modernas al alcance de nuestras manos, o de las manos de los que nos las niegan, que es más insensato aun, pero que forma parte de los resultados que se vuelven causas y viceversa.
Mientras tanto, seguimos pagando las cuotas de un nuevo televisor, para que el parasitario mundillo financiero siga creciendo a nuestra costa, para que el nefasto mundillo de los medios masivos de manipulación siga formateando nuestra cabeza.
¿Pero acaso no vamos a preguntarnos nunca de donde salen los materiales que descartamos cada día, las rutas, la tecnología, el combustible?
¿Acaso nunca vamos a plantearnos una
voluntad propia y humana como opción al estado de bienestar inalcanzable y
cambiante que histéricamente perseguimos como adictos?
Claramente, lo que buscamos no es
justicia con nuestra indignación, no es igualdad lo que pretendemos con nuestra
caridad, no es amor lo que nos mueve a interesarnos por la desgracia lejana y
no son resultados concretos los que logramos con nuestra muestra de horror y
sensibilidad inoperante.
Todo lo podríamos sentir, todo lo podríamos hacer en nuestro entorno, aplicarlo en nuestra vida, y tal vez provocaríamos así un cambio real que modifique las condiciones a miles de quilómetros de distancia.
Sin embargo, día tras día no lo hacemos, ni nos
importa ejercitarnos en un análisis sincero de nuestra situación, de nuestro
papel como facilitadores del mundo violento que condenamos, exigiendo una
producción desmedida, esclavizante, destructiva, que cumplimente nuestros
parámetros incoherentes de consumo y apropiación del planeta.
Más allá de nuestro cotidiano esfuerzo por no saber, por no sentir, por no ser parte del cambio, la elite babosa y dominante apuesta a aumentar sus niveles de autoritarismo y autorización, con sus velados y expresos consentimientos a toda masacre y expropiación violenta que mantenga en marcha los engranajes de las fábricas de armas.
Produce
exactamente lo que demandamos, mientras nos convence de consumir los productos
que insumen más materias primas, más lejanas, más raras, más ajenas a toda
fiscalización ambiental, humana, o legal.
Entonces se invaden y someten países y continentes enteros en búsqueda de materiales baratos que terminaran descartándose en masa hacia los basurales de todo el mundo, se amenaza y maniata a los gobiernos, se imponen leyes absurdas para beneficiar a la agroindustria y la biotecnología más aberrante y venenosa para que los alimentos terminen por toneladas en la basura: el desperdicio es un mandato.
Pero pagamos por lo que comemos y por lo que tiramos, por lo
eterno y lo obsoleto, pagamos por lo que nos alimenta y lo que nos envenena, y
pagamos ciertamente, por el combustible del avión y la bomba que nos mata, o
mata a otro, que es lo mismo… Solo figura unos renglones antes en la lista.
Y así, día tras día, inmersos en un carrusel de billetes que perseguir, de lujos que ostentar (mientras para millones el lujo más codiciado es comer) de posiciones que ganar, apostamos a no cambiar nada, y vemos cada solución posible como un sueño alucinado de jipis maleducados y sucios o de otra tribu cualquiera a la que podamos estigmatizar para no sentirnos amenazados.
Y finalmente terminamos el día mirando por
el canal 361 la última película de guerra, que nos entrena en justificar la
muerte, mientras no estemos siendo asesinados culturalmente en todos los demás
por las fabulas y novelas que las corporaciones
mediáticas-agro-militar-industriales fabrican en serie según cada región para
que internamente lleguemos mansamente al absurdo, al vacío total, a la
superficialidad más manejable para sus fines.
Sería muy bueno para el mundo si nos pusiéramos a reconocer de verdad cuanto efecto tienen nuestras marchas y pancartas, nuestros carteles y denuncias, si estamos en los dos lados de la trinchera a la vez, como víctimas, como carne de cañón en cualquier caso…
Y en
vez de sentir espanto, tristeza, vergüenza, odio, en vez de seguir alimentando
el racismo y la discriminación, los prejuicios y la esclavitud, la extinción y
el despojo, nos dedicáramos un minuto más por día a ser más coherentes
conscientes y cuidadosos con nuestro aporte real y cotidiano a la maquinaria
que decimos aborrecer.
Podemos transformar el mundo con amor, pero no ese amor banal y barato de corazones y ponys, de atardeceres rosas y ojos entornados, sino con ese amor profundo y sincero, con ese amor verdadero que nos hace ponernos en marcha, conectarnos con algo más que una computadora, y encarar el mundo sin timidez ni miedo.
O, a pesar de estos, para refundar urgente y absolutamente todos los parámetros que ya habiendo demostrado largamente su caducidad, siguen siendo parte de nosotros y de nuestra forma de asumir la vida y nuestra relación con las demás personas y la naturaleza.
Hoy, a pesar de ayer, tenemos una nueva oportunidad.
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