25 octubre

Votación

 


  Llueve, hoy es domingo, hoy, como otros días, se vota. Me despierto con mi hijo, remoloneando, pensando que hoy, no voy a votar temprano, y mientras charlamos, recuerdo…

  A su misma edad no pude acompañar a mi padre a votar, ni a mi madre, ni a mi abuelo, ni a mi vecina ni a nadie… 

  Cuando tenía su edad todavía no terminaba de renacer la democracia, hablar de un tema como ese era sinónimo de una temeridad suicida, de la que teníamos que cuidarnos hasta los niños de nueve años.  

  Pero claro, no lo sabíamos, porque no existía ni convenía la posibilidad de que entendiéramos exactamente por que.   

  Una generación de nuestro país, crecía cada tanto, cíclicamente, sin conocer el valor de la democracia, viendo los tanques en la puerta de su casa, o los soldados en la calle(y no exactamente para cuidar las urnas) 

  Cada tanto, en nuestro país, los niños crecían aprendiendo a no mirar al costado, a no escuchar gritos, lamentos ni pedidos de socorro, a no preguntar, a no querer saber para protegerse, sin entender porque, aunque sin embargo entendieran -porque los niños entienden todo- eran parte de algo que podía ser, sin previo aviso y con total efectividad exterminado. 

  Cada tanto, en nuestro país, como en otros, como en casi todos los países de nuestra región tristemente abrazada por la sombra de un imperio sangriento, algunos de estos niños crecían con miedo hasta que un día no veían volver a sus padres, no los tenían en su casa para recibir y dar un beso, se perdían de repente y para siempre el abrazo al despertarse o al volver de la escuela, y tampoco podían preguntar, ni valía algo más que el silencio. 

  Se los protegía con la desinformación total, intentando dejar en pie algo de ese necesario y frágil mundo de niños, aunque no pudieran llevarse ni el osito, ni levantar del suelo los juguetes pisoteados, cercados por el espanto…

Cada tanto, en nuestro país, algunos de esos niños nacían en el lugar equivocado, en las leoneras de la dictadura, que en la mente de un niño es una palabra fea, que no saben que significa pero es la causa del miedo, y aunque caminen solos hasta la casa de sus abuelos, unas pocas cuadras por la ciudad, no sortearían la puerta hasta memorizar teléfonos y direcciones, hasta repetir claramente una y otra vez las consignas que podrían proteger o condenar a su propia familia, un niño a veces, en nuestros países, salía a jugar con una responsabilidad total. 

  No había que responder preguntas a extraños, ni hablar, ni acercarse a menos de cien metros a nada raro, ni escuchar balazos, ni correr asustado, no saber de qué partido político es tu papa, que piensa, que dice, cuando lava los platos tu mama, que se charla en la mesa, con quien y de que, quien vino de visita la semana pasada o ayer a las tres de la mañana. 

  No había que saber ni entender, y entre el terror solo pensar en jugar a la mancha, tal vez sonreír, ser inocente y tierno, casi tonto -pero no tanto- y admirar las armas hasta que los soldados se fueran…

Entonces, cada tanto, hoy lo sabemos, uno de esos niños nacía en el momento y el lugar equivocado, pero era solo un recién nacido, sin conciencia del olor rancio a mierda vómitos y sangre seca, sin registro de los gritos demoledores que hacia brotar la parrilla donde freían a alto voltaje uno a uno a los demás, entonces alguna pareja entre el espanto, escupiendo con soberbia los cuerpos que serían enterrados, lo convertía en el indicado, y lo alzaba sonriendo ¿Sonriendo? ¿Sonreirían?

  Imposible saberlo, pero se lo llevaban, se la llevaban, mientras la madre destartalada esperaba su muerte cierta entre la desesperación, la tortura, violaciones, y el espanto final de no poder morir a tiempo para dejar de alargar la tortura. 

 Esas madres ya estaban muertas cuando los cables volvían a correr por dentro de su cuerpo, cuando el taconear de las botas y las risotadas anunciaban la grotesca invasión sin amor de violentos penes, cuando no de cuchillos palos o ratas. 

  Allá afuera, sus hijos crecerían dibujando padres y hermanos invisibles, abuelos de paja y lata, casas de algodón entre las nubes, sospechando sin saber, porque la memoria nace en las células antes que en los sentidos…

  Mientras tanto, en la absoluta certeza de esa oscuridad que solo podía esperar golpes y más golpes, su mundo de afuera estaba siendo arrasado, piedra a piedra y corazón a corazón, detenido con sangre y fuego, por verdugos implacables que tal vez no dejaban de reír, por la ironía macabra de entregar a los hijos de sus enemigos al destino opuesto al esperado.  

  Y así, salían a buscar nuevos padres y madres que hundir de cabeza en el agua, y para equilibrar su gesto que pudiera parecer blandamente humano, volvían con pequeños seres que destrozaban a patadas delante de sus padres, o disfrutaban (no tanto porque los bebes no hablan) haciéndolos carne de la picana.

  Cada tanto, mientras se llenaban jaulas y más jaulas, empresarios conformes manejaban sus autos, libres de todo, escuchando radio, despreocupados, fabricando negocios nuevos mientras las pérdidas millonarias se anotaban en la libreta del “estado” que alguna utilidad debía tener, a fin de cuentas, después de tantos sacrificios, complicaciones, noches perdidas dibujando números y noticias, reuniones, canapés y sonrisas conformes a las apariencias…

  Cada tanto, en nuestros países, tristemente llenos de recursos que debían ser ajenos, el saqueo y la geopolítica macabra imponían por cada segundo un siglo de retroceso, a la libertad de expresión le era tan difícil de existir como cualquier otra libertad fanática, los derechos había que buscarlos en los inodoros y con suerte enterrar a los muertos.

  Con suerte, sobrevivir para penar y resistir, para dejar apenas intacta una semilla que hiciera nacer entre escombros y cenizas un mundo nuevo.

  Hoy voy a votar con mi hijo aunque sepa que no alcanza, que mañana todo será tan frágil, incierto y vulnerable como ayer cuando bajo del colectivo, si resumo mi pensamiento, mi participación, mi ciudadanía a un simple voto, si dejo que las decisiones se sigan tomando a mis espaldas sin preocuparme más que del mundial, del gran hermano, del Facebook o la Play, si sumo a la de los aprovechadores mi propia hipocresía, pagando con indiferencia, con apatía, el vuelto de un negocio que muchos buscan para su propio beneficio, mientras abrazan falsamente al pueblo.

  No quisiera estar llorando mientras mi hijo juega en casa, pero estoy a punto de contarle porque voto, estoy a punto de contarle el valor y el precio de esta democracia, de nuestras democracias, la importancia de los días de historia que no sabe, que pocos ya pueden contar de primera mano… atrás mío me pregunta 

  ¿De qué te reis? ¿De mí? Confundiendo mis sollozos mientras me despeina con el borde del paraguas… voy a darme vuelta cuando termine de dejar correr estas rebeldes lágrimas…

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