21 abril

¡Volviendo a casa!

 

 

 

  Acabo de fumarme un porro, por azar, por hacer algo distinto.  Ante una situación nueva, una forma de apreciarla con una mentalidad nueva.  

  Pasada la incertidumbre, constatados los hechos puntuales: como un picotazo, una puerta y una ventana rotas para dar un manotón. 

  Atrás queda la paranoia, de no saber por qué, la bronca de la reacción emocional primitiva ante la agresión...  Entonces la crudeza de la realidad barre con cualquier duda y se manifiesta como un síntoma latente de la época en que vivimos, como seres humanos, acorralados por la impunidad, o más bien por la inclemente perseverancia del sistema para deshumanizarnos, para esclavizarnos.  

  Tan aferrados a lo material como imposibilitados de defenderlo o siquiera disfrutarlo a tiempo.

  Y así caemos en la trampa de un juego de manos perverso, demasiado ansioso para pensar en otra cosa que la retribución inmediata, del trueque y la mercancía instantánea.  

  Hace un par de años largos que no fumaba, tenía justo el porro porque me lo habían regalado, porque a veces alguna visita, digamos de otro estilo, más amable, por casualidad prefería algo así, en vez de mate o café... 

  Ya que si tengo el tiempo y la oportunidad, me gusta agasajar a las escasas personas que vienen y me encuentran en casa. 

  Era de unas flores cultivadas en maceta que me pusieron a escribir esto aceleradamente mientras me lo olvido.  

  No tengo ninguna intención de volver a fumar, pero realmente no me arrepiento de haber bajado un poco la conexión con la vida cotidiana para afrontar esta cotidianidad de la vida, de estos días, trastocados por la instantaneidad del sistema para absorber los recursos.

  El remolino los atrapa sean cuales sean y sin importar la procedencia, para convertirlos en un producto consumible de stock permanente, capaz de dirigir la atención y los medios totales, la energía de una persona desde su mera posibilidad de adquisición: ventiladores, drogas, películas, comida chatarra, cactus, todo es lo mismo.

  Solo hay diferentes estatus legales de las mercancías y modos aceptados de conseguirlas, precios y formas de pago...

  Y me los imagino desenroscando la garrafa, poniéndose bajo el brazo la computadora, rápidos como ratas, atrapados por la trampera de la falta de opciones, de la publicidad, de la pobreza excluyente que los margina de todo conocimiento útil más allá de sus fines, de toda perspectiva no inmediata, del día a día, del hora en hora.  

Y cuando todos los días y todas las horas pierden sentido, cuando la sociedad es una puerta cerrada, solo queda el instante, que se llena con lo que haya, drogas, vino, pastillas, historias...  

  Pero no hay caldera que no reviente con tanta leña y más temprano que tarde se esparce la furia ciega de la necesidad, solo que no hay shopping, no hay tarjeta de crédito, no hay cuenta corriente que avale la ansiedad. 

  Otro día, y un vecino me acaba de regalar agua caliente para tomar unos mates, y la mañana sigue siendo hermosa, pero no tengo garrafa, no tengo computadora, no tengo serrucho ni machetes, ni lima para afilarlos, ni tijeras de podar, ni inflador para poner en marcha la bici.  

  Si hubiera podido elegir las cosas que no me tenían que robar, la lista sería la misma. Mientras la trama de los hechos se desnuda sin por eso traer soluciones, más que la tristeza de saber que las cosas arrancaron desde mi misma cuadra, desde las mismas casas de mis vecinos, que no pudieron evitar más que el desastre total, pero sin acertar a frenarlo, que solo podrían llamarme para que vuelva a hacerme cargo de mi casa, después de los hechos consumados en la noche anónima.  

  ¿Pero cómo luchar contra la desprotección cuando abarca cada hora del año?  A diez cuadras del centro, todas las leyes se escriben de nuevo en cada esquina, mientras los nenes bien comidos y bañados vienen en sus autos  recién lavados a comprar drogas, y luego huyen felices de no haber sido asaltados, a sus refugios de cámaras vigías, alarmas y patrulleros flamantes. 

  Pero acá en el bajo queda el negocio, queda la familia arrinconada por las bandas, las balas perdidas y la oscuridad.  Queda el quiosquito eterno que paga puntualmente su cuota a la comisaria, y miles de zarpados buscando objetos que puedan cambiar por drogas... 

  La corrupción de unos, la indiferencia de la clase media que no cuenta muertos ajenos y menos descalzos, la estrategia social de los poderosos para mantener todo el andamiaje de la injusticia eterna, descarada, impune, cruel, apoyada en las espaldas de los más humildes.  

  Justificado por la ambición de los mediocres que sueñan con comprarse un yate pero al final se conforman con las monedas que puedan manotear al vuelo, con sobresalir a caballo de unas cuantas cabezas ajenas, con tener mano de obra barata y abundante...

  Pagamos el precio de convalidar el modelo humano, entregando nuestra libertad a cambio de objetos, nuestra posibilidad de encuentro a cambio de un sistema de jerarquías y reglas inaplicables, inapelables.

   Y después de quinientos años, la tierra sigue demostrándose plana, con un centro al que hay que llegar a cualquier precio, mientras las fuerzas centrifugas del poder desmesurado empujan a todos los que no están bien agarrados hacia afuera, hacia la periferia del plato, mirando el borde, pensando en que van a hacer para no caerse, esperando ser reclutados para algún trabajo sucio que los saque del pozo, o algún trabajo limpio que los deje haciendo equilibrio en el borde, explotados y humillados pero vivos, respirando. 

  Claro que muchos prefieren lo fácil, ya que la exclusión es inapelable, definida día a día a través de los medios masivos de comunicación, porque la exclusión es clasista, racista, fascista, absoluta, y encierra en la misma bolsa a los niños y ancianos, a los capaces e incapaces, a los trabajadores y delincuentes por igual: todos barridos hacia afuera por la gran escoba del sistema, hacia el vacío, hacia el borde donde vivir en sociedad empieza a carecer de sentido.  

  Entonces empieza el pataleo y a trepar de nuevo, a cualquier precio, y ya no hay límites que impidan pisotear o romper, lastimar, robar...

  Pero no, no es tan así como causa y consecuencia, y millones de personas viven en el limbo día tras día sin esperanzas de cambio más que perder un poco más... Solo sobrevivir, sin por eso ponerse a generar los mismos parámetros que los avasallan día a día.  

  Caminando, luchando, acosados por la incertidumbre y el miedo, por el futuro que recorta sus perspectivas un poco más en cada ratero que les toma el tiempo, en cada policía y político corrupto que pide más sangre y seguridad para aumentar el negocio, en cada arma que se vende como solución.  

  Y así se llenan los suburbios de malos recuerdos y las calles de sangre y corridas, de peleas y puñaladas donde debería haber proyectos comunes, de tóxicos y locura donde debería haber niños felices y esperanza... 

  Y cada tanto rebalsan y algún hecho sorprende a la cuidada sociedad feliz de los inconformes porque no pueden ser millonarios para acceder a todo lo que el sistema les vende.

  Pero es mínimo, aunque podría ser máximo, y llegar al nivel de conflicto que se vive en cualquier barrio carenciado.  

  Entonces es hora de pensar si la solución realmente sigue siendo matarlos a todos, si alguna vez la prisión va a dejar de crear un problema en vez de una solución y si la seguridad que nos venden realmente apunta a lo que queremos creer. 

  Entonces es hora de parar la pelota y levantar la cabeza para ver a donde está el arco en realidad, y para qué lado estamos pateando, si hay un lado en realidad y vamos a jugar a muerte, o si vamos a empezar a generar opciones, comunicación, libertad, si vamos a empezar a cuidar a los niños antes de arrepentirnos que lleguen a adultos. 

  Es hora de pensar si realmente nuestra realidad es la única realidad posible, o somos pasajeros de una burbuja que nos venden para podernos mantener esclavos para siempre...



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