Después de tantos años de aprendizaje, nada queda, no pude asimilarlo, no aprendí a vivir. Evito viajar a la ciudad, donde sus parámetros, el general de las personas, cada vez me resultan más incomprensibles.
Olvido
todo en cuanto puedo: la sociedad es una selva de árboles que no dan fruto, y
me corro de sus veredas antes de que me caiga un piano en la cabeza…
Sin embargo, antes de poder elegir, día tras día fui sometido a parámetros autoevaluados por su propio argumento de autoridad, falacias, mentiras destinadas a manipularme y destruir mi individualidad, y no pude tomarlas en serio.
Veo como los días sujetos al condicionamiento del supuesto bienestar común se desperdician sin razón ni sentido alguno, dejándonos como propina nada más que la inercia y la aceptación sin preguntas de los caminos trazados por la necesidad del poder humano devastador del mundo.
Como maquinas, fijan nuestra mente a una línea blanca en el medio de un camino angosto y tortuoso, donde todos los instintos, todas las pasiones, toda la magia innata y propia de los seres vivos es reemplazada por valores envasados y a precio estable, inútiles y adictivos.
Es tan fuerte la estructura de esta gran mentira que nos mantienen en el centro del camino hasta que dejamos de preguntarnos si el mundo realmente continúa más allá de la banquina donde blanquean los huesos de los disidentes.
Claro, porque si no existiera también el miedo, el
seudoplacer no sería suficiente para mantenernos a raya, es más, sería un
incentivo más a la búsqueda, aunque perverso en su fundamento. ¿Fue
ahí cuando inventaron la filosofía?
Prejuicios, ambiciones prefabricadas, estrechez de conceptos acorralados en diccionarios, manuales y todo tipo de textos, desidia, comodidad, sed de poder y reconocimiento ¿cómo crecer con tantas cuchillas clavándose en el corazón mismo de la vida…?
¿Cómo es que nadie se hace cargo de su responsabilidad, al
someter a semejante absurdo a una criatura que acaba de nacer?
Ningún niño está a salvo, hoy en día, ya no queda raza humana que conviva con el planeta, en las sociedades industrializadas, la vida misma se desprecia como un residuo sucio y lamentablemente necesario de la tecnología plástica del microchip y los supermercados.
Cargamos nuestro equipaje diario para un viaje sin sentido en interminables góndolas donde astutos vendedores proclaman que “todo lo que se necesita para vivir esta aquí” y nos dejamos convencer…
Ya
no nos preguntamos el sentido de nuestra propia vida, hemos dejado de buscar
respuestas, solo aceptamos lo que tiene precio, marca, etiqueta y garantía, sin
advertir que nosotros mismos hemos pasado a ser productos igual de baratos
inútiles y descartables.
Puedo vivir sin televisión, pero no sin música, puedo vivir sin comer, pero no sin alimentarme, sin creer pero no sin crear, ya no pierdo tiempo intentando adaptarme al sistema, vivo oculto a sus ojos en un mundo que dicen que no existe: el planeta donde cada decisión sobre mi vida es tomada desde mis propios parámetros.
Las estructuras del poder solo pueden destruir lo que conocen, estoy a salvo, en un bunker lleno de vida, donde el plástico ha dejado de reproducirse (aunque sus restos lluevan sobre mi jardín).
Soy dueño de mi tiempo, de cada
día, y acelero en la pasión de poner en marcha la fantasía de la vida y el
descubrimiento, o me detengo para mirar la persecución de los que llevan toda
la vida corriendo atrás del anzuelo del falso bienestar, solo para recordarme
porque deje ese camino.
Pero no creo estar haciendo nada nuevo, ni me creo con derecho a imponerme a nadie, el germen de la libertad duerme en una semilla que no puede ser manipulada, y por suerte, tampoco cocinada.
Somos perfectos en un mundo perfecto, cualquier día podríamos despertarnos y cambiar el curso de nuestras vidas sin más trámite que fluir y dejar caer la máscara del comercio, la trata, la ganancia, pero dormimos soñando el discurso del presentador de la televisión.
Podríamos construir un puente desde la vida hacia nuestro corazón y sin embargo elegimos hacerlo entre nuestra mente de voluntad ajena y el cerebro adiestrado en sumas y restas.
El resultado es la misma desesperación nocturna, el mismo malestar que nos lleva a buscar soluciones químicas, remedios espirituales, como si el miedo fuera a pasar porque corramos un metro o mil delante de nuestros fantasmas.
Terminamos atados de pies y manos, religión y domesticación, dinero y destrucción, democracia y pasividad, alegría y enfermedad, etc., no hay nada que estemos comprando que no venga con su componente de servidumbre, degradación y decadencia como seres humanos.
¿Será por
eso que salvamos al cachorrito mientras dejamos morir al niño?
En los basurales que consumen los restos desesperados de naturaleza suburbana, juegan niños descalzos entre los vidrios rotos, pero aun comiendo de la basura tienen una oportunidad que nosotros ya hemos desperdiciado.
Todavía son capaces de ser felices con pequeños descubrimientos, y experimentar y fantasear con los restos del consumo criminal y desmedido, sin preguntarse ni preocuparse de su real función.
Tal vez cuando mañana mueran de hambre y frio, convirtamos
nuestra responsabilidad en teorías de la reencarnación para absolvernos de la
misma en cómodas doctrinas de eterna superación humana.
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