23 junio

Fútbol, sociedad, gobierno...

 

 

  Cuando vivía en La Plata, en la ciudad de La Plata, íbamos con Walter a la cancha, a disfrutar de la fiesta que significa ser sepultado por una lluvia de papelitos, la efervescencia de las banderas, la hermandad del canto y la tribu, y una pelota escapando desesperada de amigos y enemigos.  

  El futbol profesional hoy en día dista mucho de ser un deporte, es más bien un negocio perverso, pero el resto estaba bien, y no faltábamos a ningún partido, si podíamos ir.  Él era de Boca y yo de River, así que un día tomamos la decisión equitativa de renegar de nuestros antiguos clubes y seguir a Gimnasia adonde fuera.

  Para mí era también un acto de justicia porque mi tío nos había convencido a casi todos los primos que los de Boca mataban bebes, entre una larga lista de otras atrocidades, lo que a nuestra corta edad, nos hizo elegir solidariamente su mismo cuadro.  

  Con la misma cara afirmaba también, entre otra sarta de mentiras, tratando de fijarlo en nuestras cabecitas inocentes, que a los indios había que matarlos de chiquitos, porque después crecían y se hacían malos… 

  Por supuesto que un artista tan consumado de la mentira y la manipulación no deja nunca de estar en las altas esferas sociales, donde participa de la arquitectura del poder que define las políticas que nos afectan a todos…

  Pero volviendo al tema, era lindo sentirse parte de la tribu, y hermanarse en una causa común, aunque no fuera más que un partido de futbol, igualmente no entendía el fanatismo, más que la pasión, que llevaba a hacer daño, a odiar a otra persona porque no tuviera los mismos colores que los nuestros.

  El anonimato entre la multitud podía convertir a personas normales el resto del tiempo en potenciales asesinos anónimos capaces de tirar una piedra a la cabeza de un desconocido, o gritar su odio, mucho más que su amor, durante horas.

  Lo extraño del caso es que muchas veces esta agresión mutua era dirigida a las personas que después se cruzaban durante la semana sin alterar su trato cotidiano, como si todo hubiera sido un paréntesis social de tiempo y  sentido. 

  Por las mismas razones que deje de ver futbol, por no participar en la construcción del fanatismo y la locura, de la guerra social, creo que los gobiernos del mundo entero no permiten que se vaya a la quiebra ni el más pequeño club de barrio.  

  Mediante el desangrante apoyo económico pueden convertir a los lazos sociales solidarios en instintos asesinos, y usar la creatividad como una herramienta de destrucción.  Son objetivos manifiestos dividir estancamente a la sociedad, sembrar el odio los prejuicios y la intolerancia, reclutar mercenarios, generar entusiasmo cuando todo va mal, tapar las más escabrosas noticias, y remitir las más altas aspiraciones del ser humano a la supremacía de un color cualquiera. 

  Claro está que en su nombre también nos venden la impunidad, la seguridad, la inseguridad, la represión, el tratamiento y control degradante como si fuéramos animales, contratos y estafas millonarias en equipamiento e infraestructuras, y mucho más.

  Pero lo más peligroso es que hemos llegado a creer que eso está bien y ya lo hacemos, lo favorecemos, voluntariamente.  Hasta a una vaca hay que arriarla…pero nosotros hemos regalado nuestra dignidad. 

  Entonces salía esa tarde del clásico, entre Gimnasia y Estudiantes. 

  Habíamos ganado, la alegría se derramaba por las avenidas rumbo a la plaza San Martin, donde se juntaría la gente a festejar.  

  Yo como siempre, me había despegado de la gente que había ido conmigo, mirando el espectáculo humano, sin entender: un colectivo de la línea 518 pasaba lentamente por la avenida siete, cuando un inconsciente saca una bandera de estudiantes por la ventana, acumulando puteadas hasta que el embotellamiento de la esquina dio tiempo a los más desaforados de destrozar las ventanillas del micro a baldozasos, uno pateaba la puerta pretendiendo que el chofer le abra para extraer al enemigo, otros intentaban pegarle a través de las ventanillas rotas… 

  En cuanto vió un hueco, el conductor del colectivo, haciendo gala de su sangre fría, lo saco de la zona de peligro maniobrando rápidamente.  Y esto sucedió delante de los espantados pasajeros por un lado, y la mirada aprobadora de los fanáticos, hombres mujeres y niños.  

  A pesar de sembrarlo y abonarlo en sus hijos, muchos no llegarían a tanto pero lo aprobaban explícitamente, dejando que el trabajo sucio lo hagan los barrabravas, a quienes seguramente más tarde dirían que había que erradicarlos de la fiesta popular del futbol.

  Yo iba viendo como perdía sentido todo, pero seguía mirando, un rato más antes de volver a la pensión, la noche había caído prolijamente, yo solo me identificaba con la masa con un gorro azul y blanco con largas trenzas y flecos azules y blancos, con una dedicatoria firmada en su costado por mi amigo Gastón.  

  En el centro de la plaza se encontraba el núcleo de la hinchada, alimentando su fanatismo y su adrenalina con alcohol y drogas.  Yo volvía por la vereda ya hacia mi casa, cuando de repente siento que me arrebatan el gorro, me doy vuelta, y se lo estaba probando un tipo, impunemente, como si no hubiera nada más que explicar. 

  Escudado en su categoría, su cara desencajada, sus tatuajes, su cuerpo y su cerebro anestesiado, ni siquiera me miraba mucho, y seguramente no esperaba que yo le dijera “dame mi gorro”…

  El tipo no entendía, solo había ganado un gorro y no esperaba que ningún idiota se lo reclamara, y yo que dámelo porque es mío, mientras como una masa de hormigas, el resto de la barrabrava iba rodeándonos, lentamente, mientras algunos curiosos se iban alejando de la misma manera, aunque tal vez mirando para atrás, para llevarse en sus retinas una buena anécdota que contar… 

  Yo quería que me lo devuelva y el que no, y que si quería “combatir” por el gorro, y yo que el gorro es mío, dameló, y si hay que combatir vamos a combatir.  

  Yo intuía que estaba ya en el medio de un enjambre pero solo tenía ojos y atención para la cara del tipo, vino un referente de la hinchada, el Melli, que me preguntaba con quien había venido, de  donde era, con quien andaba, y yo que nada, estoy solo, soy de Concordia Entre Ríos, y ese tipo me zarpo el gorro y voy a combatir para recuperarlo, y es mano a mano no se meta nadie.  

  Ni siquiera lo miraba más que para esquivarlo y seguir a tiro del arrebatador, que miraba desconcertado, igual que los demás, como me soltaba una y otra vez del tipo, que me decía que me valla a mi casa.  Obviamente no podía ganar. 

  Entonces gano la tenacidad, y el otro se decidió también, y en el encontronazo inicial termino sentado del primer derechazo, al lado de una canilla, en el barro de la plaza. 

  Yo lo espere que se levantara, ahora viniendo más precavidamente a mi encuentro, mientras los demás hacían espacio, entonces empezamos a golpearnos minuciosamente delante de todos, en un despliegue de impiadoso respeto por las reglas del Box.  

  El tiempo pasaba mientras íbamos acercándonos, girando, al centro de la plaza, junto al monumento a Artigas, sin definir un ganador claro, sin que ninguno de los dos se rinda, y sin que ninguno vuelva a caer, a pesar de la sangre que iba tiñendo mezclada nuestras ropas. 

  El gorro en cuestión estaba asegurado en el cinto del tipo, y ahí seguiría hasta que me lo devuelva.  En un momento creo que pararon la pelea, y empezamos a negociar nuevamente, ya que obviamente la otra solución era matarme. 

 Él me decía que era para su hermano que estaba preso, que se lo dé, de corazón para el… yo que valoro la libertad más que nadie, y a pesar de no haber cometido un delito en mi vida, ya había conocido el  interior de las comisarias, arrastrado por esa ley de “averiguación de antecedentes” que faculta al estado a encarcelar a sus ciudadanos por 24 horas sin más explicaciones que un dato que pueden recabar en 24 segundos.  

  Pensé en el hermano de este tipo, preso, y el ganando un gorro para compartir su alegría, y me conmovió, y decidí dejárselo.  Después de media hora de pelea ya éramos como viejos conocidos así que lo abrace y le digo “está bien, llevale el gorro a tu hermano, te lo regalo” pretendiendo así cerrar el ciclo con un significado más constructivo que la violencia misma.

  Entonces me saco violentamente de un manotazo: “que me tocas” dijo. Y ahí yo ya perdí los estribos y comencé la pelea nuevamente, ya en el centro mismo de la plaza donde lo había llevado retrocediendo paso a paso, en el corazón mismo de la hinchada, castigando con furia ciega, el insulto de pretender seguir siendo aún tan estúpido.  

  Solo un minuto más paso antes de que viera el fantasma de una cabeza canosa y unos grandes bigotes, surgiendo desde el costado atrás de una mano traicionera que me dio de lleno en la mandíbula. 

   Mi cabeza se balanceo como una hamaca, mi cuerpo la siguió con mi cintura como eje, pero tampoco, ni siquiera ahí caí. 

  Ante la nueva situación, y mientras algunos increpaban al tipo que me había pegado “que te metes si es mano a mano” yo vi que había que terminar la pelea nomas.

  ¡“Bien, bien, esta es “La 22” que todos queremos”! Y giraba mirándolos, aplaudiendo e insultándolos a todos, mientras mi cara empezaba a chorrear la sangre derramada por la traición, y yo encaraba el camino a casa volando de bronca e indignación.  “Pará, limpiate la sangre que te va a llevar la policía” me decía el mismo que antes pretendía mandarme a casa… 

  “¡La policía!... ¿Qué policía? La policía son ustedes, pegando por la espalda, ratas de mierda”  y nadie hubiera podido encontrar argumentos para discutirme… 

  Me fui sin preocuparme más por nada, aunque la gente se cruzaba de vereda al verme: un tipo de pelo largo, despeinado y sin gorro, lleno de sangre de la cabeza a los pies, caminando resuelto de dientes apretados, con los ojos llameantes de furia e impotencia.

  Por suerte no vi mi reflejo en ninguna vidriera, o también me hubiera asustado.

  Entre a la pensión y la muchachada estaba en una pieza, jugando a las cartas creo, “¡¡¡ ¿Qué te paso?!!!” 

  Era la pregunta, esperando la noticia de una explosión o un choque frontal con un colectivo…  uno vino con una Curita, simbólicamente, querían curarme, pero lo que tenía lastimado era mi sentido de la justicia.  

  Agarré la bici como estaba y surque la avenida siete hasta la casa de los pampeanos a veinte cuadras para gastar mi energía, rompiendo en el camino todos los espejos de los autos que crucé estacionados, quería hacer daño y no sabía a quién ni como… 

  Pasé un rato por allá pero no podía estar en ningún lado, volví a casa a tomar sopa por dos semanas, la mandíbula hinchada, los dientes apretados de bronca que no dejaban mejorar la cosa…

  Por suerte con el tiempo alcance a disminuir mis malos pensamientos, así que cuando alguien me aviso que el que me había pegado “el Ruso” estaba tomando algo en el bar de abajo de la pensión, y se ofrecieron hacerlo mierda por mí, ya estaba en condiciones de declinar la invitación.  El tipo dicen que murió al tiempo, al del gorro no lo volví a ver, y con los años alcance a entender que el Melli me estaba queriendo salvar sacándome del medio… 

  Igual, el futbol sigue aburrido como siempre, y los padres siguen criando a sus hijos en una justificación de la violencia que pretenden que no se esparza a todos los demás aspectos de su familia y la sociedad…

  Después se encuentran todos en alguna marcha por la seguridad.

 

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