Cuando las
cosas son lo que no parecen
Entre los últimos doscientos años, ha
cambiado radicalmente la forma en que el ser humano percibe el mundo, con la
posibilidad de capturar la imagen, modificarla y multiplicarla. Lo que
antes era efímero, comprobable y dinámico, se vuelve estático y no verificable.
Si enfocamos nuestra mirada en cualquier
segmento de lo que nos rodea, podemos percibir que cada objeto tiene
profundidad, que cada milímetro de aire alrededor es tridimensional, sin
embargo, al pasar tanto tiempo atrás de un afiche o una pantalla no nos
damos cuenta que estamos habituados a mirar en forma de fotografía, llevando al
mundo a un estado plano que no posee para nada.
Pero eso no es lo peor, sino que en esa
chatura inexistente buscamos inconscientemente objetos de consumo. Nos
acostumbramos tanto a ver la realidad representada en forma de propaganda que
terminamos remitiendo el mundo a la segunda, y se nos escapa la tortuga si no
va empaquetada y con marca registrada.
Tal vez las imágenes de ambientes vírgenes o naturales nos fascinan no por su magnificencia o su tamaño, su profundidad, totalmente resumidos en el plano bidimensional, amén de relativos, sino por la desorientación de la mente moderna al enfrentarse a algo que no genera parámetros de consumo identificables. Nos sentimos pequeños porque el paisaje nos consume a nosotros sin dejarnos meter la cuchara: no está a la venta, no existe; no podemos aspirar a comprarlo, no existimos.
Como contrapropuesta, hasta las imágenes naturales (hiper retocadas) se vuelven mercancías, sus fotos se venden, seres misteriosos son desmenuzados en documentales, lo magnifico se vuelve una postal que podemos enviar por correo.
¡Uuf! Ya podemos suspirar aliviados, no hay
lugar a la percepción, mucho menos a la reflexión, que no parta de un concepto
y una interpretación preestablecido, podemos adquirirlo, podemos
apropiarnos del mundo…y guardarlo en un pendrive. Sin piedad, nos hemos
vuelto el afiche que mirábamos.
Y esos mercenarios de la fotografía,
¿qué esperan lograr con sus cámaras? ¿Una primicia, una imagen bella, un
documento útil, un recuerdo del mundo como ya no volverá a ser? Los
viciosos del encuadre y la composición han inoculado su virus al resto del
mundo, hoy solo se ve lo que está en primer plano, súper enfocado, buscando el
modo de transtextualizar la imagen, convertimos una mota de polvo en un
planeta, y viceversa.
De un perro solo vemos la textura de los dientes y en una convención de bebedores solo los hermosos dibujos de las telarañas del techo, o un par de hielos girando en un vaso de agua, no se sabe si por delicadeza estética, porque nos esclavizaron acostumbrándonos a desmenuzar las cosas hasta atomizarlas, vaciándolas de contenido hasta hacer impensable una visión critica, o por la subyacente idea que corroe los cerebros del siglo xxi: todo es en vano, vivimos en un sinsentido absoluto.
O tal vez sea porque ya no participamos realmente en nada, ya votamos por
teléfono, nos enteramos por la tv, seguimos rutinas diseñadas al otro lado del
planeta, nos refugiamos en las convenciones sociales porque ya no nos interesa
de otra persona nada más que la cascara.
Tal vez por eso la era
digital acentuó esta manía de atesorar el pasado, guardando centenares de fotos
disparadas al azar, hasta que un día se borran por ocupar mucho espacio, se
gastaron. Tal vez ni se recuerda su, su… ¿Quiénes son estos cosos que
están en la foto?
Pero la imagen, en sí misma, por
su condición de reflejo, cambia de significado con el tiempo, pasando a
atestiguar los valores dominantes de la época. Esta elite elige, por
supuesto, que es lo que saca a la luz, es decir, sin culpa la utiliza, la
manipula, la fábrica, la disfraza, la falsifica. Además, la realidad ya
no convence ni interesa a nadie, hay un hambre de extravagancias que se regodea
en lo imposible, en lo irreal, finalmente, en el montaje.
Lejos quedaron los tiempos en que temíamos perder el alma, hoy en día, todos queremos salir en la foto. Posamos en navidad y año nuevo para eternizar la alegría en un marquito sobre la mesa de luz y seguir arrastrando nuestra cara preocupada por las deudas el resto del año.
Nos abrazamos con cualquier extraño hasta el último instante en que
se dispara el flash. En una sociedad cada vez más deshumanizada, tal vez
esto nos devuelve nuestra individualidad, los cristales del objetivo nos
enfocan nuevamente en nosotros mismos: aunque no veamos siquiera el resultado,
sabemos ya que existimos, ya podemos volver con una sonrisa a hacernos masacrar
por el sistema, estamos sólidos.
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