Realidad y
diversión
Hoy llegue a una conclusión: estoy
cansado. Cansado.
Cansado.
Vivimos en una sociedad que ya superó
ampliamente los argumentos de las más tenebrosas películas de ciencia ficción,
donde a nadie le importa más nada, sino simular que le interesa tal o cual tema
de actualidad, y solo porque lo lee al pasar en los diarios. Viviendo
cada vez más sometidos a la queja sorda como único recurso, pues no hay
intenciones de involucrarse en cosas que supongan encarar nuestros parámetros
con un ojo crítico, personal, porque comprometerse seria perder el tiempo, y
tiempo significa diversión, televisión sobre todo.
Cuanta gente vuelve a su casa agobiada
por la monotonía, los problemas, la estupidez propia y ajena, etc. Solo para
evadirse en el fondo de una pantalla, después dormir un rato, así sea a costa
de pastillas, y volver a lo mismo, día tras día, hasta que el corazón o los
riñones o el cerebro o las articulaciones o la uña del dedo chiquito del pie
dicen ¡Bastaa! Y mueren en una cama agonizando horriblemente, indignamente,
mientras gastan en médicos e internaciones lo único que se permitieron proteger
y acumular en la vida: dinero.
Pero qué lindo que es no hacerse cargo
de nada una vez que llegamos a la conclusión de que nada va a cambiar, menos
por nuestra mano o nuestras acciones. La apatía se adueña de la sociedad
en su conjunto, solo rastrillada por los mercaderes políticos y los corsarios
empresariales en su cosecha de futuros socios inescrupulosos, de idiotas
útiles, de entusiastas repetitivos, de duros y matones de ojos
fríos. De oportunistas que pagan mil veces cada escalón ganado.
Por suerte hay gente que no cree en el
psicoanálisis y ha inventado remedios increíbles contra la melancolía que nos
produce la añoranza de una libertad que ya no sabemos definir ni en palabras:
¡¡¡Hollywood!!!
Imparable fábrica de argumentos, de doctrina, de historia. Justificación anticipada en la mente ciudadana, preámbulo de las grandes mentiras que pasan de la pantalla grande a la chica(o viceversa) sin más méritos que la doble representación, un esfuerzo coordinado que formula la idealización de la farsa al mismo tiempo que la realidad se oculta.
Porque no hay –por ejemplo- una guerra que no haya tenido
antes su película de acción preparándola, y después mil películas mas
justificándola y adornándola hasta que se pueda pensar sin culpa que no solo
era justa y necesaria, sino incruenta y amistosa, recibida con flores, con el pan
y la sal en la mano, de parte de los atormentados pobladores ¡ahora libres!
¡Libres al fin! ¡Gracias a dios y a 100.000 toneladas de esas bombas tan
perfectas que matan una mosca en un plato de sopa sin salpicar ni una gota!
Pero compramos, y compramos la papa
frita, compramos el tocadiscos y el auto cero kilómetro y las tradiciones y la
forma de vida y hasta la visión triunfalista del mundo que nos hace sentirnos
extranjeros en nuestro país, y nos conformamos con vivir en películas, en
series y novelas hasta finalmente intentar trasladar cada absurdo
argumento a nuestra propia vida, como manera de emular el confort, el poder, el
crisol de sentimientos que experimentan los protagonistas, pero solo añoramos
nosotros.
Y así nos volvemos insensibles envidiando
al piloto del helicóptero, al agente que tiene permiso para matar, al súper gerente
que hoy mismo decidió volcar un gobierno para ganar más, envidiamos ese poder,
porque así fuimos programados, juntando figuritas desde chicos, llorando
cuando nos tocaba el villano antes que el héroe. ¡Pero hoy en día, todos
somos el súper villano! Y el exterminio se propaga por la faz de la tierra, sin
más compromiso que fabricar la verdad en los medios y derramar silencio contra
las voces de los expoliados.
Entonces todas las noticias nos llevan
a temer, a encerrarnos, a buscar ansiosamente la figura uniformada,
uniformizada, que pueda protegernos del combo de violencia y degradación, del
peligro latente que se está volviendo vivir en sociedad, aunque cuando salimos
a la calle el registro es otro. No importa, la libertad no vende, no se
compra gente libre, debemos tener miedo si queremos participar, acceder, y
aspirar a un mundo mejor aunque parezca ir en la dirección contraria.
Pero, como los niños, nos llevan de la mano escuchando cuentos fantásticos
hasta que lleguemos a destino despreocupados.
Para los niños es un poco menos cruel,
ya que con las películas y dibujitos, se los está adiestrando desde tan
pequeños que la mayoría ya no sentirán la añoranza de su propia vida, solo
sueñan con convertirse en robots o princesas. Con el inmenso consumo de
suvenires que esto trae aparejado, es evidente que jugar y sonreír es mucho más
caro y difícil que hace unos años atrás. Para un niño, es más difícil que
antes imaginar libremente, crear, inventar y encontrar el sentido del juego en
cosas que no sean productos estandarizados de consumo.
Y nos podemos dar cuenta, al mirar las
planillas de las empresas que por más que aumente el gasto, ya no alcanza para
mantener en marcha la vieja máquina de vapor. Por eso deben hacer las
guerras, porque hay que destruir para poder hacer de nuevo, más barato, más
descartable, hasta que nadie se quede sin la satisfacción de ver la última
publicidad de un producto ya adquirido, y sentir en nuestro rostro la sonrisa
de los actores profesionales. Sin perder de vista que estamos hablando de
una parte mínima de la población, tal vez la más fácilmente manipulable a
través de su acceso al bienestar clasificado.
Y como todos los seres humanos del
siglo 21, cuando nos relajamos un poco, buscamos el control remoto ¡es tan
grande el alineamiento con las necesidades de los grupos de poder que hemos
llegado a tener miedo de pensar! ¡Nos asusta el tiempo libre! “…y sentá a ese
gurí en la computadora, a ver si deja de llorar” dice la madre moderna, porque
la televisión demostró que el chupete deforma el paladar. Estamos
fritos. O tal vez no, si nos animamos a dejar crecer a los niños.
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