18 enero

¿Prejuicioso yo? Ay no, nada que ver…


 


 

 

Porque no somos iguales: 

¿Cómo nacerán los prejuicios en la mente humana? ¿Será por la famosa generación espontanea?

  Cuando el mundo se ofrece en su inmensidad, cuando en la vastedad de un grano de arena cósmico llamado tierra, contamos solo con un instante que nos persigue, nos vemos forzados a interpretar, para capturar un marco, un rumbo de acción.  La valoración necesaria de las cosas, para poder discernirlas, se transforma, con la repetición, en parámetros fijos, en ideología.

  Y para poder decidir más rápidamente terminamos haciendo categorías, de personas, de cosas, de eventos, razas, autos.  Y categorías de categorías.   Y así hasta llegar a dios, cualquiera este sea, cima, pináculo de la autoridad y el dogma indiscutible.  Vertiente de la cual dimanan, obviamente, los más claros preceptos que deben regir las costumbres y aspiraciones humanas, y por supuesto justificación de todas ellas. 

  Tal vez los prejuicios surjan de nuestra propia mente, pero es inocultable lo funcionales que son a todo poder hegemonizante, para mantenernos en nuestros moldes, en nuestras estructuras.  ¡A nosotros, los seres libres!  Y como un alambrado en los vastos y fértiles campos del pensamiento, marcan claramente el lugar de los intocables, los excluidos, los subvalorados, los innombrables, de todos aquellos que no son como nosotros, los únicos, ciertamente,  a los que se les ha enseñado la manera correcta de vivir. 

   Porque a veces, los prejuicios se ofrecen como boyas en el inmenso mar, como focos que bordean el camino, para que podamos ir cómodamente por el medio, manteniéndonos alejados de los casos críticos.  Escuchamos todos los días que tal hizo cual cosa y nos diferenciamos.  

  No queremos ser de la secta, la provincia, la profesión, el color de pelo de tal otro porque las estadísticas indican que sus parámetros no encajan con los nuestros.  Por suerte están menos capacitados que nosotros, tal vez no haga falta exterminarlos. 

  Las estadísticas indican que otra religión, otro modo de vida, otros ojos, otra región son incomparablemente superiores, por suerte sus orígenes  se enraízan con nosotros, dándonos la autoridad de conquistar el mundo que malgastan los demás, a los que solo toleraríamos de sirvientes.  

  Pero como hay que convivir, nos encerramos en nuestra cueva, en nuestra carpa y evitamos la entrada a los que no usan las mismas medias, y para que no se rompa la razón de autoridad, recalcamos estadísticamente a nuestros hijos que tal equipo de futbol, tal comida, tal forma de actuar es la correcta y debe ser adoptada.  El lazo está cerrado, podemos ser los jefes de la familia en paz.

  Con orgullo, nos miramos en el espejo de nuestras ilusiones perpetuadas en la imposición, y hasta el último día, intentamos someter a nuestra tribu porque nunca aprendimos otra cosa.  Después de tantos años sin levantar la cabeza, solo anhelamos ser la mano que golpea o señala el camino, que abre o cierra las puertas indicadas, que permite o deniega.  

  Todas las instituciones humanas ayudan a estos fines espurios, para asegurar que año tras año, la arbitrariedad, la humillación, la estupidez, se soporten con una sonrisa con la sola esperanza de prodigarlas cuando nos llegue el turno. 

   Mientras tanto, el sol sale para todos, como dicen,  y sin miramientos debemos relacionarnos con otras personas, compartir ámbitos diversos, mixtos, superpuestos, y las acciones suceden a los pensamientos con una fuerza que emula a veces a la pretendida universalidad perseguida por los mismos. 

  La mayoría de las veces, sin embargo, no pasa de ser el reflejo de un balance de poder, un status quo que define las actitudes necesarias: el prejuicio se mastica para sobrevivir, el asco se digiere y  se acentúa sin dar pie a una descarga, se multiplica buscando un modo de expresión.  Finalmente para sobrevivir pasamos a dejar hasta nuestros pensamientos de lado, nuestros parámetros se vuelven tan permeables y fluctuantes como pueda ser necesario.

  En el fondo el comerciante sigue odiando al ladrón, que odia al policía, que odia al drogadicto, que odia al careta, que odia al roquero, que odia al cumbiero, que odia al cheto,  que odia al negro, etcétera.   Y así continúan irrompibles y eternas las cadenas que nos permiten avanzar como sociedad, arrastrando un sinfín de parásitos que no paran de lucrar con la estupidez humana.   

  Y…si, mientras la arena se llena de sangre, los cesares modernos y el patriciado hastiado hasta de su propio morbo, apuestan por uno y después por el otro, encumbran y derriban castas enteras según su conveniencia o su sed de diversión.  La única reflexión le cabe al que barre la pista del nuevo coliseo social.  Pero nadie lo escucha.  Es mudo



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