Soberanía
A veces, cuando empieza a correr la mañana, se puede mirar hacia el horizonte, y todo es claro, se puede ver a kilómetros de distancia.
El aire parece tan tenue que solo aporta nitidez, invita a recorrer y compartir esa inmensidad incomprensible de las montañas que de a poco parecen despertarse, como reflejando el calculado esfuerzo de las sierras por capitalizar esos escasos momentos de dicha y luz en los que todavía no empieza a soplar el viento.
Este será del norte, caliente, y seguirá
absorbiendo el calor de las piedras y la arena que desnuda la sequía,
amontonando los bolos de pastos secos donde antes el verde se expresaba
sin amagues, sin dudas.
Salí a caminar y me perdí. Hice no más
de quinientos metros y ya me absorbieron las montañas, jamás pude encontrar el
camino de regreso, eso fue ayer.
En increíble progresión el termómetro supera temprano los veinticinco grados y ya no se detiene, treinta… cuarenta… cincuenta… ya debe andar por los sesenta grados, en la sombra de los cactus se puede ver una masa compacta de moscas refugiándose del intenso calor, de vez en cuando, el viento se concentra en una ráfaga oblicua que intenta cortarme la cara con una lluvia de arena y pequeñas piedras. Otras veces se arremolina y camina envuelto en polvo, zigzagueante, yo miro atentamente a ver si es verdad que va el diablo adentro.
Las lagartijas corren entre
las piedras al verme, aunque solo en el último segundo, como si tuvieran que
reconocerme bien antes de esconderse. Son mucho más rápidas que yo.
A pesar de todo esto a la larga me aburro y solo mantengo mi atención
despegando mis labios resecos, como un tic, tac, de reloj. Por momentos
desfallezco y solo puedo pensar en buscar un precipicio para lanzarme y que no
me devoren vivo.
Porque las aves rapaces me siguen hace
horas seguras del desenlace. Haciendo amplios círculos sobre mi cabeza, a
una altura tal que deben saber sin asomo de duda, el lugar donde se esconde el
agua fresca y clara que yo no encuentro, pero solo puedo lamer la transpiración
salada bajando desde mi sombrero y ponerme más ansioso, más fantasioso,
escupiendo y lastimando mis rodillas y mis manos cuando al azar me abandonan
las fuerzas y no puedo levantar los pies tan rápido como la inercia de mi
cuerpo me lo exige. Otras veces bajan en espiral y su majestuoso vuelo no
me produce más que repugnancia.
Sé que si no llego a algún lado pronto,
puede ser que no pase otra noche helada, ahora sí, sin ningún recurso… atrás de
una sierra hay otra sierra igual y otra sierra igual, sé que si me detengo no
volveré a levantar los pies.
Ya me estoy acostumbrando a la idea de morir alucinando, porque hace más interesante mi fin, pienso, al presentarse ante mí un alto alambrado que sube y baja sin principio ni fin cortando en dos las formaciones rocosas, las montañas, y dejando del otro lado unas hermosas cabras que seguro tendrán leche.
Tardo una hora todavía en llegar a esta
especie de muralla china de alambres entrelazados y postes de hormigón reforzado,
y sus sintéticos mensajes en variadas lenguas con profusión de figuras de
perros malos y escopeta. Que me importa, tengo sed, además ¡adónde voy a
ir! Si este tejido corta el mundo en dos pedazos hasta donde llega la vista,
sin aportar ni un árbol…
Camino buscando la brecha que me ahorre saltar por encima de los alambres de púas, operación para la que no sé si me dan aun las fuerzas. Si igual tengo que seguir el alambrado para llegar a algún lado, imagino, cientos de metros y ningún agujero, el grueso tejido parece nacer de las piedras del suelo.
Me decido y empiezo a trepar, mientras
escucho un enorme trueno que rebota entre las sierras, parece un buen derrumbe,
no me detengo por eso hasta que el ruido se sitúa a mis espaldas y descubro que
dos tipos desde la panza de un helicóptero me miran fijamente.
Uno que habla por megáfono y otro que me apunta con un rifle. Tampoco entiendo al que me habla, aunque empiezo a bajar tratando de apoyar bien los pies en los angostos huecos del alambre sin que me traicionen las manos tan transpiradas.
No sea cosa que me caiga y me rompa un hueso. El tipo baja la bocina y desde la punta del caño que me mira a través de los ojos del soldado, veo salir un fogonazo sordo que no relaciono inmediatamente con el ardor en el hombro.
Dos segundos después otro balazo me
pega en la pierna izquierda y caigo mirando finalmente las aspas de la
nave que parecen quietas de tan lentas que giran.
Los tipos bajan y me cargan… agua, agua, pido pero no me dan, no sé si reír o llorar por lo que sin dudas constituye el final abrupto de mis vacaciones, me ofrecen un cigarrillo… la misma mano enguantada que apretó el gatillo, miro mi sangre, no es mucha pero no siento muy bien el brazo y la pierna, es mi primer viaje en helicóptero.
¿Habré
cruzado a otro país? Cierro los ojos y me hago el desmayado, el piloto habla
por radio, los soldados comentan, ríen, escucho sus voces, ponen música… a
pesar del dolor, todo es tan irreal que de a ratos pierdo el hilo de lo que
paso…
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