En un lugar no muy lejos de algún lado, después
de uno de los tantos descabezamientos de cúpulas policiales que hay a cada rato
porque los comisarios después del yate quieren la isla, acaeció en la ciudad un
repentino cambio (recambio) de autoridades, y todo empezó a funcionar de nuevo:
pintaron las comisarías, hablaron por la radio municipal, prometieron cambiar
todo, organizaron algunas reuniones con los vecinos y así por el estilo, desde
el vamos tomando el toro por las astas de la seguridad.
Al tiempo de volver a poner en marcha, ya aceitados, los engranajes de la ley y el orden, sin embargo, alguien que por no estar muy ocupado se había puesto a trabajar sin sentido, cae en la cuenta y toma nota de que de las denuncias por disturbios y/o ruidos molestos amontonándose en los papeleros de la jefatura, había una llamada de protesta que se repetía cada día, desde distintas locaciones, en el Barrio Industrial, pudiéndose comprobar en la estadística, los 42 días de funcionamiento de las nuevas autoridades, que diagramaban cuidadosamente un nuevo mapa del delito, la inmoralidad y las contravenciones.
Entonces, al fin y al cabo, deciden enviar a
investigar las causas de tan larga interferencia en el orden social, enviando un
grupo de policías con sus armas, en sus coches, para, en todo caso, terminar
con el escándalo y el terrible tintineo del anticuado teléfono.
Los
hombres y mujeres policías descienden de sus autos en el estacionamiento
abandonado, pateando botellas y envoltorios varios, mientras ya se divisan
personas tiradas durmiendo entre la mugre, pudiendo a duras penas comprobarse y
diferenciarse su etiquetamiento como “Personas” o “Cadáveres” ya que algunos, a
través de su babeante sonrisa famélica, no reconocían a las fuerzas del orden
ni reaccionaban a ningún estímulo físico-psicológico…
Estaban entonces -atrás de un automóvil estacionado con siete personas durmiendo amontonadas adentro, una de las cuales sacaba sus pies por la ventanilla trasera izquierda del vehículo, justo arriba de la cabeza del sargento, rozándole la gorra- diagramando un plan de ingreso, extremando la seguridad personal y de posibles civiles en ese nido de extravagantes sin ley, cuando sin dejar de escuchar ni perder la seriedad acostumbrada, el cabo Ramírez saca un porro y nadie dice nada.
Así que lo van
pasando, tímidamente al principio relajándose un poco antes de la acción,
mientras recuerdan anécdotas de la escuela de policía y los pocos y salvajes
fines de semana que tenían libres… todos cabecean ya, al ritmo de una música
incisiva, constante como el goteo de un caño roto.
Se abre la puerta y la música se escucha aún más fuerte, ahora con una sensualidad sibilante, rebotante, que parece cortar la realidad en tiras, mientras personas… por así decirlo, salen mirando sorprendidos y enternecidos a los uniformados, dándoles las buenas noches a las risotadas sin alterar su despreocupado caminar…
El oficial al mando, desorientado, desilusionado, verifica y asegura su arma, al igual que sus soldados, y penetran en el ruinoso galpón…
Ante sus ojos se abre un espectáculo inenarrable en el amplio espacio sin techo, tan abarrotado hasta los dientes de colores y luces, música y humo sobreimpuestos sobre las vigas desnudas y las grúas-puente muertas, que instantáneamente se hacía imposible recordar el corrupto mundo de afuera, todavía tosco y sucio de hambre y mugre rancia en las calles, violentas e impasibles.
El líder del compacto grupo miró hacia atrás buscando el personal a su cargo pensando si había pasado un segundo, un día o un minuto, o que estaban haciendo en qué lugar, cuando a su derecha vio el guardarropas donde el resto del “Equipo de Asalto” ya iba dejando sus armas y sus gorras mientras charlaban, y el también, aliviado, terminó dejando la suya sin hacerse preguntas, sin preocuparse de dar alguna orden de…
¿De que, de cuando, de cuánto? Si le importara pensar en eso más que soltar el vaso que tenía -ni le importaba como- en la mano, tal vez no podría distinguir a los suyos de otros -disfrazados igual que ellos, o el mismo- que iban dispersándose invisiblemente en la multitud inmensa de personajes indescriptiblemente reales salidos de todas las madrigueras de la ciudad martillados por un sonido impronunciable y totalizante, que parecía retorcer el aire en olas sonoras que convertían a cada ser en un estallido de espuma, arena y sol, efímeros e intraducibles, en todas las actitudes que un ser humano puede tener pero en movimiento, infinito…
Estuvo algunos segundos intentando divisar el principio o el fin de las instalaciones y la marea de gente y luego, a través del ritmo desestructurante que atravesaba todo, se fundió en la cadencia y el sudor colectivo, como Jesucristo hundiéndose en las aguas…
¿Eso fue anoche?
¿Anoche?… anoche… anoche…
¿O cuánto tiempo habría pasado? Se aferró al sonido de su respiración, tratando de no pensar en la sed, como un náufrago que toca tierra…primera decisión: abrir los ojos, reconocer la locación, recuperar el uniforme completo, localizar al grupo a su cargo, hacer el informe…presentarse a su superior…
En eso empezaba pensar a través del vaivén de su cerebro
anestesiado, mientras trataba de identificar los ruidos a su alrededor,
tibiamente acompasados…
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