Vivimos en un mundo hipotético, donde se supone que si algún día dejamos los mandatos de lado, la hegemonía del discurso, el pensamiento y la percepción, quedaremos a oscuras, tenebrosamente perdidos y desvalidos…
Vivimos en un mundo donde nos dan “lo dado” como un valor en sí mismo y un contexto a la vez, y un camino, y una regla, y una ley, y una mordaza maniatando todo lo que somos y querremos ser.
Vivimos en un mundo donde pensar distinto se combate con miles de ejercicios de mimetización, de robotización, de hegemónicas islas de sentido, paradisiacas y desiertas, donde ni siquiera podemos comprobar la arena: “encuentra el pato distinto en menos de treinta segundos, pon “¡Logrado!” si lo viste, comparte” y de ahí al linchamiento premeditado y planificado, estratégico, porque la hegemonía no quiere correr el riesgo de que la gente aguja vaya a pinchar un globo, simplemente, los desafila, apaga, pisotea, extermina… y nos educan desde que nacemos para que podamos festejar eso con nuestra indiferencia rampante y ciega.
Pero hace falta amor, mucho amor, porque hasta la maldad y el odio se gastan, como todo lo que no produce nada, como todo lo que consume sin crear, sin más derechos que su propia sed de balde roto y vacío.
Solo el amor nos reconstruye y libera, por eso es atacado y desvirtuado permanentemente, por eso se valora la obediencia y no la entrega, se festeja el tomar antes que el dar, se fomenta la violencia y el maltrato de maneras oblicuas y disimuladas, o perversas y descaradas…
Mientras tanto, seguiremos siendo seres humanos, aunque nos volvamos testigos directos de nuestra propia debacle, y llenemos de barrotes la cárcel de sentido con que nos aferramos a un siglo XXI que nació deforme y moribundo, intentando sobrevivir intacto al despertar del planeta y la humanidad.
Pero claro, no nos dijeron que teníamos que vivir sin permiso, y ahí nos
quedamos esperando, hasta que el cuerpo acompañe nuestra decrepitud mental y
nuestra total pasividad ante la maravilla probable del mundo que nos rodea, que
reemplazamos sin culpa por la televisión y el café instantáneo, la cocaína y el
calefón…
Y así
aprendemos en esta escuela fabricante de esclavos que pretenden ser
gladiadores, a despreciar y juzgar, porque está en el programa, antes que a
colaborar, antes que a crear, antes que a creer, reemplazando el sentido por
religión, medios masivos y comida instantánea con sabor a aserrín acartonado…
¡Pero de colores! Hasta que logramos convertir todo nuestro mundo a la
mediocridad compartida, a la complicidad genocida, a la injusticia y la
opresión santificada por el rito, la doctrina y por cada tradición.
¿Es que tenemos algo más que nuestro cuerpo para dar? ¿Es que hay algo más de “lo que somos” que podríamos poner realmente en juego?
Indudablemente no.
Pero nos cuentan otra cosa, y convierten hasta el mismo encuentro en algo infame y prohibido, a la vez que lo reemplazan con pornografía, sadomasoquismo y lencería, con anabólicos y siliconas, con imágenes de un “nosotros mismos” posible en fantasías perversas y técnicas, económicas, industrialmente similares.
Pero sin entrega, sin amor, sin la pasión que emana de un salto hacia afuera de los dogmas y los lazos sociales, nuestra vida se reduce exactamente a nada, y nuestro cuerpo a una mercancía mal valorada y luego pisoteada, y luego despreciada.
Porque el cuerpo de una mujer(o de un hombre) es un enigma infinito e intenso, un crisol y laberinto de sentidos y posibilidades tan amplio que todavía no se ha llegado a sacar todo lo que tiene para dar.
Pero pretendemos
disfrutar de imágenes como pretendemos sentir algo del paisaje mirando
postales, y gozar con películas sobre sexo como pretendemos vivir, sentir,
entender la naturaleza desde el documental que miramos encerrados en un
departamento, como si la chatura de 16 colores en dos dimensiones fuera un
viaje un trayecto y un lugar, cuando la curvatura de una espalda en suave tensión
erizándose ante una caricia es infinitamente más real, intensa y libre que
cualquier escena porno, y por eso mismo hoy, más que nunca, todo lo grosero y
perverso es gratis, omnipresente y de acceso libre y total.
¿Pero sin entrega, que queda de un hombre, de una mujer?
Hegemonía, sistema, esclavitud y adicción y vicio comercialmente catalogado.
¿Si un hombre no se entrega, cual es la diferencia con la masturbación? ¿Si una mujer no se entrega, cual es la diferencia con la prostitución?
¡Porque si! Los papeles están dados, los roles repartidos, y eso es sumamente importante para mantener el mundo afectivo y simbólico en un estado de sitio total y destructivo, esclavizante, miserable, cínico, lastimoso… pero sigue siendo una elección, una opción que tomamos con la excusa de que la construyen otros, como un pájaro podría tomar la tibieza y comodidad del nido como excusa para nunca jamás volar.
Y mientras tanto
nos emociona la guerra y sus explosiones, entre los ramalazos de angustia por
el calentamiento global y la muerte lenta del amazonas y los últimos indios y
ese tipo de cosas que usamos para esquivar nuestro alrededor desmoronándose,
que justifica y construye gota a gota ese mismo desastre que hipócritamente
lamentamos en forma pública, para desvincularnos en privado a través de la
mayoría de nuestras acciones.
Antes que nada, nos falta amor, nos falta el amor que nos debemos a nosotros mismos, como pegamento y material de ese mundo nuevo que desearíamos construir, nos falta amor para ver, para mirar, para sentir y escapar de los listados con que aseguran nuestra siempre latente y útil complicidad, nuestra entrada en el coliseo donde veremos morir a los demás como si fuera un juego, sin mancharnos las manos.
Nos falta el amor que no damos, que no dejamos dar, nos falta el amor que no sabemos reconocer ni apreciar, agonizando en miles de millones de rincones de cada corazón humano, que reconoce antes que nada, que no nacimos para ser instrumentos de destrucción…
Mientras, el mundo gira, el sol renueva
su trayecto iluminando nuevamente la oscuridad que convertimos en concepto,
solo para que corramos a refugiarnos en alguna cueva, bajo el manto de la
autoridad y nuestra predeterminada y anhelada conducta “humana” que no dejamos
de elaborar como una jaula para el resto de la humanidad.
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