15 febrero

Crianzas


 

  La naturaleza es sabia, la naturaleza es mágica, todo lo que nace tiene su oportunidad y su sentido…

  ¡Pero nosotros no!  Después de arrasar el planeta en el convencimiento irracional de que podemos vivir ajenos a su destino, intentamos encontrar la solución arrasando la especie humana como justa contraprestación.   

  Y claro eso no es viable, tampoco es lógico, porque el problema no es la “superpoblación”, el problema no es la falta de espacio, la falta de alimentos, la falta de recursos, de conocimientos y experiencia acumulada, el problema es otro (todos sabemos cuál es el problema).  

  No hay una especie en el planeta que prospere a través del canibalismo y la autocompetencia, que extermine a sus propias crías generación tras generación, que oculte y acumule los conocimientos de beneficio común, y genere automáticamente todo tipo de estrategias de sumisión, enfermedad y esclavitud en su propia raza y dentro de ella sobre todo, a los más vulnerables y desprotegidos…

  No, no estamos haciendo bien las cosas, sobre todo, no estamos pensando claramente: un sistema perverso que castiga el equilibrio, la buena salud, la autosuficiencia, para entronizar cadenas de destrucción humana asignadas según parámetros estéticos, étnicos, económicos, sexuales, culturales… ¡No tiene manera de volverse sustentable! 

  Para nadie, tampoco para las elites que derraman sus desperdicios desde la cima de la pirámide apostando a generar y fortalecer los mecanismos e instituciones de control y represión suficientes para mantener el oleaje social de los desesperados en el exterior de sus murallas…

  Entonces  ¿Cómo podemos ver un niño con hambre y pretender que no es nuestra responsabilidad?  No tiene que ver con la sangre, la genética, la familia, el territorio, las naciones o lo que sea que se tome como factor de diferenciación y control, pero si tiene relación directamente con nuestras posibilidades de realizarnos, de sobrevivir, de recibir justicia y paz, de ejercer nuestra libertad.  

Porque el niño es un mensaje claro de los efectos de la globalización autohegemónica, por eso tiene frio en invierno, por eso tiene hambre todo el año, por eso recibe golpes y desprecio, discriminación y prejuicios, como moneda cotidiana.  

  Porque ese niño es un síntoma y preferimos estar enfermos, y como sociedad, seguir apostando a la exclusión como método, porque todas nuestras metas y expectativas fueron finalmente formateadas hacia el individualismo, el egoísmo y la arbitrariedad.  

  Claro, suponemos que vamos a sobrevivir al resquebrajamiento social que ya hace ruido bajo nuestros pies, que desde nuestra posición completamente desfavorable vamos a dar antes de eso el salto hacia la seguridad y el bienestar futuro, mediante el desmantelamiento de nuestras propias posibilidades comunes.

  Por eso la crianza de los niños debería ser comunitaria, cualquiera podría ocuparse de remediar un día cualquiera alguno de los millones de micro problemas que atraviesan a nuestra niñez en todos los estratos territoriales y sociales.  

  No hace falta consumirse ni inmolarse, solo dar un poco de afecto, sensibilidad y coherencia antes que ninguna otra cosa, darle un sentido humano a la convivencia, una sola ficha a la apuesta global contra la desigualdad.  No importa si entendemos o no, si estamos de acuerdo o no, en la actual carrera hacia el precipicio, solo cuentan los pasos en la dirección contraria, no las justificaciones, comprensiones o idealizaciones. 

  ¿Podremos cambiar el enfoque a tiempo? ¿O seguiremos predicando machismo y guerra, violencia racismo y autoritarismo, exclusión y marginalidad en vez de amor y auto respeto, convivencia y paz social, igualdad, libertad, autodeterminación?  

  Ponemos el acento en condenar monstruos y peligros ficticios, en temer, mientras damos forma al entramado donde se fríen nuestras posibilidades, porque como siempre, el cuerpo es solo un símbolo, y cada persona un mensaje.  

  Es pues, evidente, que no habrá discriminación bajo un sistema que se especializó en excluir y descartar, cuando el delicadísimo equilibrio que todavía subsiste como una alfombra gastada donde podemos -bajo las peores condiciones-  todavía caminar, se deshaga ante el reacomodamiento natural del planeta. 

  Cuando el agotamiento de los recursos después de estos dos siglos de extracción y contaminación choquen de frente con la extraña y extraordinaria sed de consumo de la superpoblación, los increíbles desbalances de la era industrial caerán sobre una humanidad indefensa y vacía conceptualmente de sentido. 

   Pero nadie es más indefenso que los niños en nuestra sociedad, y nadie los protege, nadie los cuida, del chantaje, de la mala o inexistente alimentación, de la comida chatarra, del frio y la soledad, de la falta de razones y explicaciones, de la violencia y la explotación, el desamor y la abundancia de malos ejemplos. 

  Pero además de eso, si queremos realmente preservar la raza de la silenciosa debacle absoluta de la esclavitud programada, preservar el espíritu humano como especie y vida, debemos dejar de apropiarnos de la infancia solo porque es pequeña, o abrimos una vez más el camino nuevamente al parasitismo, al vampirismo, a la apropiación de las personas como si no fueran caminos y procesos en sí mismos, en cualquier etapa de su vida. 

  Como si fuéramos arboles ballenas o zarigüeyas, o cualquier bichito existente, debemos dar el amor con desapego, respeto, y enseñar a volar como los pájaros, aceptar que la vida es vida, y eso es libertad, soberanía, sobre el único territorio que disponemos: nosotros mismos, en la construcción cotidiana de nosotros mismos.

  ¿Podríamos crecer con parámetros distintos al atenazante y opresivo mundo de hoy?

  Si, sin dudas, pero es una responsabilidad de todos, no reproducir y multiplicar los parámetros autodestructivos, no replicar los mismos factores estructurantes de la indefensión y la vulnerabilidad, hasta adosarlos al bagaje cultural de las próximas generaciones, ya enfrentadas a una escases de recursos que todavía nosotros no alcanzamos a conocer…

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