07 marzo

Tercer piso, habitación 307

 

  En sus ojos no había luz… tampoco oscuridad.  Eran los ojos de un perro que sabe que no van a volverlo a desatar, y ya tiró de la cadena tanto tiempo que no espera liberarse.  

  Sin embargo, sabe que no está dicha la última verdad, y la vida es en sí misma una llave.  No era falta de esperanza ni de fe, sino un realismo tan hiriente que los que lo miraban salían lastimados, como si al refugiarse en una cueva de la tempestad, se dieran cuenta luego que todos los rayos y los vientos salían de la misma…

  La dueña del hotel lo miro con miedo, lo miro sin verlo aun antes de que aparezca, siguiendo el ruido a través del pasillo del otro lado de la pared, sintiendo en el erizarse de su piel el ruido de las botellas vacías en la bolsa, en el apretarse de su estómago el miedo que cada día sentía…

_Buenas noches –dijo él, y fue como si el sol hubiera desaparecido para siempre-


_Buenas noches Miska –dijo ella sin emoción, apretando las llaves en su mano, sintiendo como se aceleraba su corazón y su presión sanguínea, hasta llegar al cénit en el momento en que rozaba apenas sus dedos-

  No había opciones, hace años que alquilaban el mismo cuarto del hotel y con el tiempo habían llegado a adueñarse de un piso entero, pagaban puntualmente, no hacían ruidos (nada, ningún ruido, jamás) y en esa ciudad industrial en decadencia, con tan pocos huéspedes que eventualmente se alojaban, habían resultado un ingreso fijo que no era para despreciar sino todo lo contrario.  

  Hace años se había establecido un acuerdo tácito de privacidad, donde solo se dejaban las toallas y las sabanas de cada día en la puerta, y la familia se ocupaba de ser su propia mucama.  Cuando era niña le había provocado curiosidad y había pasado horas en la escalera asomando apenas la cabeza, solo para escuchar ese ruido a botas caminando sobre vidrio molido, que ahora se había convertido en un montón de gusanos que desdibujaban día a día su cerebro…

  Su padre le había prohibido acercarse, y había sido él quien trataba con ellos en la recepción, pero ahora había muerto y era ella la encargada actual de tratar y negociar el pago, gestionar sus compras dejar listo el desayuno cada mañana en la puerta de la habitación 307 y sin embargo nunca veía a nadie más que a él, ni siquiera sabía cuántos pasajeros eran actualmente, o a que se dedicaban, ni cuáles eran sus actividades en las largas horas, a veces semanas o días que pasaban sin salir de las habitaciones…

   Ocupaban todo el tercer piso, y para salir a la terraza a tender las sabanas y toallas y la poca ropa que se lavaba en el hotel, tenía que atravesar el pasillo completo, dado el diseño serpenteante del establecimiento, y eso siempre le provocaba un escalofrío al ir, y otro más intenso al volver…

  A veces se hacía preguntas que amenazaban enloquecerla y había optado por dejar su mente en blanco, en una laguna que podía hacer ceder lo suficiente (para decir “buenas noches” entregar la llave al pasajero, dejar el desayuno en el pasillo al día siguiente y la ropa de cama) y luego dejarla crecer hasta tapar todo nuevamente, los recuerdos actuales y pasados, la aprehensión y el miedo cotidiano y diario…

   Pero incluso en esa mecánica de autoprotección, no podía dejar de escuchar los pasos sobre el vidrio molido y su mayor terror al golpear la puerta por las mañanas, era que abrieran inmediatamente y ser testigo de algo horripilante que no la dejara dormir una noche más en su vida, más allá de las pesadillas recurrentes que ya tenía…

  No salían o entraban en grupos grandes sino siempre de a dos o tres, una vez había prestado la suficiente atención para intentar dilucidar cuantas personas eran y eso casi la había enloquecido, podía jurar que bajaban las mismas personas una y otra vez, y nunca más volvió a levantar la vista, nunca más volvió a contar, y desde ese momento empezó a tener miedo, cada vez que entregaba la llave de la habitación 307, la única puerta que parecía abrirse 

  ¿Habrían agujereado las paredes internas de todo el tercer piso? Casi no había otros pasajeros en el hotel, ni incidentes, ni problemas con la policía, y ella, absorbida por esta enfermiza curiosidad, por ese dilema inconcluso de cada día, no había logrado interesarse en nadie ni formar una familia…

  Se despertó transpirando, casi chapoteando sobre su cama mojada entera, se levantó con decisión y rabia arrancando las sabanas a tirones, estaba soñando que extendía la mano para recibir la llave y alguien de rostro intraducible le decía “buenas noches” a pesar de que era de día… Se dio un largo baño tibio hasta que su piel se cansó de la lluvia, luego se vistió y salió a la calle, dejando las sabanas en la puerta, sus llaves sobre la mesa. 

  A veces había hablado con el personal de su pequeño hotel de estas cosas pero sin llegar a nada, a ellos no les parecía nada raro ninguna actitud de los huéspedes del tercero, ni habían pasado por ninguna experiencia extraña.  

  También a veces por las noches a veces se detenía a observar sus legajos intentando sacar algo en claro, porque había llegado a pensar que eran parte de la misma mecánica macabra, había veces que dudaba de haberlos visto antes bajando las escaleras con esa extraña ropa y esa más extraña mirada desarticulada de ojos bien abiertos, y hasta había pasado horas y días siguiendo a sus empleados verificando que no volvían, que no se alojaban en la habitación 307.

  Recorrió la plaza y el centro comercial, extrañamente vacío, y volvió para desayunar, estaba sintiéndose inexplicablemente cansada…  

  Frenó frente a un bar por un minuto para sentarse, y se sacó un pedazo de vidrio incrustado en la suela de sus botas… eso le hizo recordar un programa donde enseñaban a hacer unas bonitas artesanías con botellas –Si, la palabra era “bonitas” no eran lindas ni hermosas-  y pidió algunas en el bar, que le fueron dadas, aunque la cara de susto del mesero no auguraba nada bueno de su salud mental.  Mientras tanto, algo en su cabeza pugnaba por salir a flote pero no pudo saber a tiempo que era. 

  Guardó las botellas en su bolso, le encantaban estos paseos temprano por la mañana, la dejaban libre, tranquila y despejada, volvió meditando y respirando conscientemente como había visto en un libro, expandiendo su pecho y su estómago, largando luego todo el aire hasta el final, en cuatro pasos, disfrutando, y antes que se diera cuenta ya estaba en la puerta del hotel de nuevo. Alargó la mano para recibir la llave de su habitación y escucho del recepcionista, un muchacho mal peinado con una extraña cara de dormido:

 _“Buenas noches”  -le dijo el recepcionista, con una forzada amabilidad- 

_“Buenas noches Miska” -respondió divertida y subió a los saltos hasta el tercer piso-

  Todavía pensaba en su cara y su mal aspecto cuando introducía la llave en la habitación 307…


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