05 marzo

No vamos ganando…

 


 Estamos inmersos por completo en un estado de guerra, de excepción permanente.  Vivimos en un mundo que se oscureció y se agotó a si mismo mientras seguíamos mirando la propaganda a color.  Mientras seguíamos comprando basura, por televisión. 

  El asesino lento del estrés dejo el primer lugar en el ranking para ser ocupado por lo más simple y cotidiano, la alimentación.  Porque ya no tenemos opciones, tomamos y comemos lo que nos venden y eso es basura, eso es tóxico, nocivo, mortal…

 La industria de la alimentación no es diferente a cualquier industria: todos los costos se analizan, todas las lagunas legales se aprovechan, todas las carencias de fiscalización  y control son inmediatamente capitalizadas, incorporadas al proceso productivo…  

  Estamos siendo exterminados y lo amamos.  Porque el paquete hace ruido, porque el bocado tiene ese color exótico, porque hace burbujitas  Porque lo recomiendan las frívolas estrellas, porque es tan dulce y adictivo…

  Más allá de eso, más natural que comer es respirar, caminar, ver, amar, y claro, son los formatos que se busca conquistar, atacando al ser humano en su misma posibilidad de ser un ser vivo, y ahí está el esmog, el SIDA, el colesterol, el infarto y el ACV…



  Contextos y enfermedades de zoológico, de  reclusión y encierro, de concentración humana, causas y consecuencias de un estilo de vida llevado al límite mismo de la irracionalidad y luego, con la anuencia de la ciencia de la propaganda, con el bombardeo “informativo” de los medios, de los fabricantes de la nueva y antigua verdad, todavía mucho más allá.  

  Hay quienes lloran por los pandas tristes y huérfanos mientras comen papas fritas hechas con cartón reciclado, plástico y petróleo barato, hay quienes sufren en su mismo corazón la extinción del leopardo nublado en un país lejano mientras muere un nuevo adolescente en su cuadra, víctima de las drogas sintéticas y los excesos sistemáticos, de un sistema que convierte lo caro en barato, lo barato en caro, lo fácil y gratis en inalcanzable…

  Vivimos así, estamos en guerra, las alternativas del ser humano deben ser extinguidas, reducidas sin cesar,  sin miramientos, sin dar lugar a ninguna ficticia y nociva redistribución del conocimiento, de las posibilidades… 

  No existe un ser humano que sea útil fuera del sistema, que merezca la vida si no produce ganancias, que se considere valioso si no conduce a la acumulación y el monopolio, a la masacre y el espanto… Nadie va a revisar los parámetros.

  Estamos en guerra, en una guerra total contra el ser humano, contra el “poder ser” contra cualquier indicio de sustentabilidad, de autodeterminación, de resolución de conflictos a través de la empatía y el amor, estamos en una guerra destinada a no poder plantar ni siquiera un zapallo, a no tener sombra, a no poder criar una gallina o una fruta cualquiera, a no saber hacer. 

 Desde cada tribuna se fomenta el odio y la impotencia, la tristeza anticipada y la rabia ciega. 

 Pareciera que a la larga eso fuera a cambiar algo pero no, no tiene canales de salida más que hacia abajo, como nos indica el abundante ejemplo que sufrimos cada día, no hay forma de actuar ni pensar en responder sino contra el más débil, al más indefenso y vulnerable, al excluido sin techo, al refugiado sin nación, al desesperado sin pan…

  Fuimos criados como una nueva generación asombrada de los adelantos tecnológicos que nos permitían ver la guerra en directo por televisión.  

  Años convenciéndonos que aparatos de costos multimillonarios como aviones, lanzando cientos de toneladas de bombas desde miles de metros de altura sobre poblaciones civiles era tolerable y ético.  

  Aprendimos a creer, mas allá de las campañas y mentiras que, una vez justificada la guerra, podrían ser olvidadas y reescritas…

 Criamos después a nuestros hijos como rehenes de nuestra falta de tiempo, de nuestra necesidad de diversión para equilibrar nuestra palpable y vergonzosa esclavitud sistemática, con un abanico de tecnologías nodrizas sin piel ni afecto.

  Contratamos de niñeras  de nuestros hijos a juegos pioneros como el Counter Strike o el GTA San Andreas y después tantos más, destinados a naturalizar lo más tempranamente posible la agresión sistemática, el derramamiento de sangre como meta, la destrucción como norma.

  Lo natural es que terminen viendo la violencia como un juego inofensivo donde los que mueren son solo imágenes en una pantalla, que podremos apagar -y volver a nuestro mundo-  sin darnos cuenta que somos enfocados y apuntados por los francotiradores de la realidad sistematizada, y que no dudaran en apagar nuestra pantalla y olvidar todo, y reescribir todo antes de pasar al siguiente nivel…

  Nuestra historia será borrada y nuestra vida envasada al vacío y vendida en la vitrina de un supermercado, la vida se ofrece y se consume como una droga más: es el destino que aceptamos de antemano, y no solo eso sino que aprendimos a desearlo, a colaborar, a allanar el camino hacia nuestra propia desintegración personal y social…

  Pero antes que terminemos de empujar al último de nuestros hijos a la picadora de carne seguiremos esperando las ofertas que nos devuelvan el corazón y el cerebro que descansan en formol en los almacenes de las corporaciones

  Estamos en guerra, estamos siendo derrotados con total normalidad y desparpajo, mientras nos quejamos del ruido que hace la cinta transportadora que nos lleva, y levantamos el brazo para que nos atraviese el gancho, obedientes y abúlicos, con tal de que no nos tapen la pantalla con el último Reality Show.

  Pagamos para ser adoctrinados con la última serie de zombis donde aprendemos a comportarnos en nuestro habitual matadero disfrazado de vida cotidiana: claro que no somos los héroes, sino que buscamos lo que no tenemos, ese delicioso cerebro…



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