30 abril

Calles sin puertas, cárceles sin llaves


  Cada vez que salgo de mi casa,  y empiezo a cruzarme  con personas, me asombran las expresiones de la gente que come, duerme bajo techo, climatiza su casa, recibe un sueldo por un trabajo hereditario por el que no tuvo  que hacer mas méritos que el apellido, tiene dilemas tan importantes como la marca de la comida del perro o la ubicación de los focos en el quincho.  

  O tal vez otros dilemas, se nota, en sus caras eternamente preocupadas por el interés de los créditos bancarios y el vencimiento de las tarjetas, el estatus cada vez  mas difícil de mantener, acorralados por la cuota del colegio o el club y el precio de la  nafta, la moda y el murmullo social. 

  Evidentemente, el privilegio no genera felicidad, sino, solamente una manera sofisticada de financiar hasta el infinito la insatisfacción y el malestar.  

  He dormido tantas noches en baldíos y plazas, en descampados y basurales, que entendí el sentido de la importancia de la hipocresía, de la ostentación:  espantar el miedo ancestral a ser asesinado en sueños, indefenso, o sin sentido, acorralado por  el solo hecho de parecer un bicho: raro, equivocado, fuera de lugar.  

  Instintivamente haremos cualquier cosa por alejar el frio sarcástico y tenaz, interminable, que parece nacer desde los mismos huesos, el hambre acosadora que se lleva la carne del cuerpo un poco más cada día que pasa sin comer, y el  ruido cada vez más fuerte de los valores y los parámetros cayendo sin parar, de las expectativas derrumbándose aplastadas por una realidad prefabricada por poderes monolíticos que no parecen tener otro fin que nuestra destrucción, nuestra locura.

  Esa gente tiene miedo de si mismos, de su propia conciencia de inutilidad, de su incapacidad creativa, que en cualquier especie y en cualquier ser vivo sobre el planeta lo condenaría a su lenta o inmediata extinción.  

  Sin embargo, en esta Tierra sobrepoblada por la raza humana, esa triste inoperancia se convierte en una garantía de dirección y gerencia, de gestión, ya que solo seres completamente inútiles serán aprobados para regir los destinos de sus contemporáneos, sin dudas, como siempre, encaminados a saltar maniatados hacia el abismo, como todos los que los precedieron.

 Mentirse a uno mismo es el cenit de todos los valores y desvelos sociales, y, solo un efecto secundario, la mentira ejercida hacia los demás: queremos y necesitamos creernos, para no perder la soberbia, la grandilocuencia, señores feudales de nuestro imperio bípedo.  

  La única luz al fondo del túnel es aplicar nuestros esfuerzos a  nuevas metas, aun mas detalladamente perfeccionistas e  inútiles, insensatas que las anteriores, para no caer de la bicicleta del progreso permanente que nos  empuja a seguir pedaleando hacia ninguna parte.  

  Buscamos  en  la diferenciación  un sustituto al  liderazgo que  nos ha  sido negado por  las leyes, la historia y el código penal, tan generoso para perdonar  a los antiguos fundadores como eficientemente drástico para condenar por  anticipado  a los nuevos  pioneros,  sedientos de territorios, dinero  y poder.

  Claramente establecido el orden, como la resaca, todas las leyes se aquietan en la  orilla barrosa, sangrienta y anárquica y se olvidan de  las profundidades donde los peces gordos nadan lentamente sin preocuparse  mas que de abrir la boca para dejar entrar la comida  que cae del remolino de los contribuyentes en pugna.  

  Los peces gordos son muy pocos, y el resto no tiene mas valor que la comida para perros.  Sencillamente, es la manera en que se ha construido el mundo en el que vivimos, y nos quedaremos mirando, como antes se quedaron mirando nuestros padres y abuelos, sin hacer nada por evitarlo, enganchados en el anzuelo del confort  universal que se les prometía.  

  Es así que aceptaron destruir el mismo mundo donde vivían, llegando a la situación actual, donde una persona de cada cien millones es prácticamente dueña sin discusión del cien por ciento de un planeta que nos pertenece a todos, objetos, naturaleza, personas, vidas y muertes, más allá del maquillaje del sistema y las democracias, el emprendedurismo y las ideologías, la ley, el orden, la moral, las reglas.

  Nos embaucan permanentemente con la supuesta existencia de valores como la justicia, aunque esta sea posible solamente en historietas. Los héroes siempre están enmascarados para que podamos vernos, pensarnos en su lugar mientras nos conformamos con nada.

  Somos lectores y caminantes de una flotante realidad virtual  que se superpone amablemente a todo lo que no podemos soportar, aferrándonos a fabulas estadísticas, proyecciones utópicas, intenciones mágicas de payasos mesiánicos hasta el último momento.  Un día cualquiera, saltamos al escalón pero le erramos, aplastándonos contra el suelo.  Hemos caído.

  Cada vez que me mezclo -o me enredan- con los rimbombantes floreos de la interacción  social, hipócritas y manipuladores por definición, observo las sonrisas estiradas, practicádamente autenticas, el asco y el odio subyacente bajo la camaradería que permite sumar tiempos y esfuerzos para encarar proyectos comunes  antes de usurpar y canibalizar los mas pequeños logros para convertirlos en  beneficios individuales y perjuicios socializables, y siento nauseas. 

  Ver personas, voluntariamente desmanteladas de todo valor y decisión propia para surfear en la avalancha  de restos humanos que se desmoronan intentando escalar el universo abstracto de la supremacía social, es un espectáculo completamente antinatural...pero  es permanente.  

  Implacable, la presión hacia abajo del sistema, hace obligatorias todo tipo de  actitudes  disruptivas encaminadas a saltar a  tiempo del  piso que se agrieta, antes de terminar cayendo hacia el infinito, hacia el inframundo de los desheredados, ese interminable  páramo donde la vida y la muerte y un pedazo de pan pueden llegar a valer lo mismo.  

  Adictos, ratas, mandaderos, delatores, hambrientos, solitarios, asesinos, perversos, abusados,  abusadores, degenerados, mediocres, traidores, temerosos, cómodos, aduladores, psicópatas, mercenarios, déspotas: el paisaje  es el mismo a uno y otro  extremo de la escala social.  Todos buscando un nicho mejor donde refugiarse  de los escombros de un mundo que se  derrumba aceleradamente sobre sus cabezas. 

  En  realidad, no hay un lugar  donde escapar, todo está  podrido, seco y muerto, las  cosas  se derrumban desde adentro, la adicta que vende su esmirriado cuerpo -por una dosis de crack- no  tiene mayores  o menores esperanzas que  el  financista que asiste al estallido de la burbuja inmobiliaria  que lo dejará  "desnudo" y expuesto a sus acreedores, organismos de control, ex socios, y etcétera, todos tan ansiosos a la vez de recuperar su dinero como de permanecer al margen de toda consecuencia del asunto. 

   El único motor de la sociedad es un dinero cuyo valor ficticio representa a un poder ficticio, que vela imaginariamente por un  bienestar  común, en servicio del cual, los verdaderos  detentadores del  poder, se doblegan voluntariamente, para  aportar a  la  igualdad, la fraternidad, la hermandad de  la  raza humana en su  totalidad, solo entorpecidos por invisibles enemigos inalcanzables que impiden  permanentemente el logro de tan loables objetivos.  Todos los medios y todas la voces autorizadas lo  explican de esa manera.  

  El problema  somos nosotros, y nuestra enfermiza tendencia a seguir siendo seres humanos, y escapar de todas las reglas y los ritmos naturales, y a la vez, de todas las funestas consecuencias del esquema de poder nefasto que soportamos con la secreta esperanza de que algún día, por casualidad, estaremos en la cima de la pirámide, y ya no nos tocaran las miserias del  mundo, las injusticias y la violencia... 

  Pero todo se  replica, y no hay diferencias entre la llorosa  madre que  golpea puerta por puerta intentando averiguar quien compró el ventilador que todavía no termina de pagar, malvendido por su hijo para  adquirir drogas, con el humillante itinerario del ministro de economía de nuestro país o cualquier otro, mendigando divisas que le permitan  mantener la cabeza afuera del agua hasta el final de su gestión.  

  Los desesperados no tienen necesidad de fingir, la calle es más honesta que los salones, el hambre más auténtica que una corbata de seda, la afiebrada voluntad de los  excluidos  y  desamparados más audaz que  la corrección  de los ministros y generales.

   Hay nueve mil millones de personas a un paso de perderlo todo: esta paz armada que florece en guerras asimétricas, este dominio técnico-industrial que nos mantiene comprando novedades dictadas por el televisor, no tiene mas posibilidades de perpetuarse.  

  No hay mas opciones en  la actualidad que la  rebelión total, o la sumisión total, ahora sin adornos, dulces ni premios, solo castigos, solo muerte y exclusión, esclavitud. Sin embargo, seguimos siendo nosotros, los que tenemos la posibilidad de elección.  

  Ahora  mismo, mañana, todo el tiempo.  

  Supuestamente, eso es un consuelo



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