Un día abrís los ojos. Sonó el despertador y el mal humor con que arrancas el día parece el mismo de ayer, pero no es el mismo. Un día salís al patio a tantear el rocío y el fresco de la mañana, antes de vestirte del todo, y en el aire hay algo nuevo, que no alcanzás a identificar, algo que viene corriendo como una manada desbocada de caballos, salvaje, impulsiva y desprolija.
Un día alguien que te odia en secreto por motivos que no puede divulgar, o, peor aún, que no puede descubrirse ni siquiera a si mismo, entre la soledad de la noche y el furtivo silencio de los paseantes nocturnos, te declaró la guerra a muerte, sin darte derecho a saberlo.
Su caldera mental explotó por cualquier ínfimo motivo y sólo halla consuelo en el pensamiento de tu humillante y última derrota, en el placentero gotear de la sangre que llena su imaginación y su maldad envuelta en sonrisas, hasta el punto de limarse unos contra otros los dientes apretados por el solo recuerdo de tu ofensiva existencia.
Como una serpiente despertando del invierno se enrosca y desenrosca preparando el terreno, sembrando su inicuo aborrecimiento en semillas de difamación y burla, de falsos torcidos elogios, de desesperadas zancadillas tardías, erradas en el afán de cumplir su cometido sin darse a la luz.
Un día se vuelve un lujo tantas narices respirando, gastando la cruel atmósfera que apaña a unos y otros sin preguntar, el absurdo sol que ilumina y calienta por igual a los que odian y a los que son odiados. Un día el lobo no aguanta más su piel de cordero y gruñe, desconocido y abstracto.
Y se babea cada vez más indisimuladamente, furioso, con el sabor de su propia sangre que prueba mordiéndose la lengua al imaginar tu carne, sin percibir el desconcierto que sus nuevas actitudes causan en el rebaño hasta hoy confiado, y mañana atento, cerrando filas ante el peligro común del depredador, del carnívoro que ahora patea la cesta de manzanas furioso, buscando enemigos entre los que parezcan intuir su disfraz, entre los que no salgan corriendo a linchar a su oponente.
Enjaulado por la necesidad de mantener las apariencias, el lobo aprendió de viejas fábulas y acecha a los pastores sin dejar de lamerles las manos, aceptando caricias con la fingida mansedumbre con que oculta su asco y su sed de venganza.
Un día el lobo desbocado abandona su lugar favorito junto al fuego para salir a cazar sin darse cuenta que esta viejo y fofo, y en la pradera inmensa y sin dueño se siente solo. El frío de las caricias que le faltan le atenaza los oídos, y su trote que imaginaba majestuoso es desacompasado y lento, trabajoso, inelegante.
Sumido en sus pensamientos de lobo viejo, camina escupiendo improperios como si el mundo fuera suyo por derecho propio y divino. Camina sin rumbo como si estuviera solo en el mundo, buscando un rastro que se esfuma entre la hierba fresca sin atinar siquiera a levantar la cabeza como si nada mas existiera, como si no lo estuvieran mirando, como si nunca hubieran esperado verlo escapar de su disfraz.
El lobo domesticado jadea sus pensamientos: sangre, destrucción, muerte! Disimuladamente entra al bosque sonriendo, como si fuera a aparecer la Caperucita que leyó en sus antiguos libros de texto, tan caducos como él, sin darse cuenta que el cazador, quieto, lo observa.
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