Que misterioso es el sol, asomándose desde la misma noche, que asombroso, mágico, que exista la lluvia y las hojas, los árboles, la arena y las estrellas... es todo tan nítidamente perfecto que cada cosa encaja en su lugar.
Pero miremos, esta raza humana, detengámonos en el cuerpo de una mujer: en un terreno ondulado y suave, del que nacen herramientas cotidianamente funcionales como brazos o piernas, de repente hay un hueco, una cavidad oscura, babosa y tibia al mismo tiempo, que nadie sabe para que sirve o adonde va, un agujero que mira el suelo y termina tal vez en el infinito.
Claro, ahí está el hombre, como contraparte, quien entre sus inquietas y ansiosas piernas esconde una punta sin sentido, una flácida protuberancia extensible que puede volverse dura como una rama y apuntar, oh casualidad, al fondo del hueco misterioso con una instintiva facilidad de primate en busca de perpetuar la especie una generación más.
Pero claro, cojer como conejos no genera divisas, no concentra el poder hacia los poderosos ni la riqueza hacia los ostentosos millonarios. Al contrario, un acto de tan espontanea libertad, tan descarado y gratuito placer, iguala a todos desde el mismo formato de la especie: cuerpos que se despojan del poder al perder la ropa, cuerpos que retoman su poder con la desnudez, a través del placer, el goce...
Es entonces cuando se desnaturalizó todo, y se separó el sexo del amor, por centrifugación, a través de miles de propagandistas alabando la castidad y el decoro, la ausencia de placer y la frustración compartida como meta, como rutina, al mismo tiempo que generaban la prostitución y la pedofilia, la perversión y el sadismo, como base y como fundamento de toda élite que acumule y regentee la dominación de unos seres humanos sobre otros.
Es que el cuerpo tiene el poder de volver la mirada hacia nosotros mismos, volviéndonos a reconocer como sagrados, indivisibles, inapelablemente ajenos a toda autoridad y todo autoritarismo, sea este militarmente ejecutado o socialmente tolerado a través de la farsa de las elecciones y otros fraudes siniestros.
Y desde esa conexión que da la penetración, el roce, la caricia, la mirada, la entrega, el orgasmo, el sexo nos permite observar también a la otra persona...reconociéndonos sin la necesidad de jerarquías artificiales, abstractas.
En un mundo que nos usa y nos descarta cotidianamente, que nos quiere de instrumentos de polarización y violencia, de destrucción mutuamente asegurada, de repente nos volvemos instrumentos de liberación, de placer propio y ajeno, y hasta de amor en vez de odio, lo cual no acumula el poder ni genera instituciones ni lideres, ni culpables ni chivos expiatorios.
Al contrario, todo acto de libertad sexual, de igualdad en la desnudez de seres vivos, de mutuo acuerdo y consenso, es visto como un peligro y una latente amenaza a todo esfuerzo de opresión, a todo infame sometimiento material o ideológico.
Pero los animales copulan o se matan sin necesidad de preconceptos, mandatos o regulaciones, simplemente viven su intensidad sin limitarse más que por las jerarquías naturales y necesarias que aseguren la supervivencia del grupo o de la especie.
Sus limites son el cansancio, el hambre, los dientes, o la voluntad nacida del instinto.
Nosotros podríamos mejorar eso, aunque generalmente somos atrapados por una red de prejuicios y prohibiciones, miedos, censuras, violencias, mandatos y tabúes que nos detienen en la contemplación y consecuente idealización del cuerpo ajeno, y el propio: el imperio de la mente, de las palabras, del tráfico de personas y la mercantilización.
Además de todo eso, nos quedamos sin probar las texturas de la piel, en vez de la mercadotecnia de los catálogos de lencería. Nos quedamos sin el instinto y el encuentro desde un formato mucho mas sano y vital, donde solo exista el goce, para encerrarnos en categorías absurdas, esclavizantes imperativos "morales" o imposibles y enfermizos modelos estéticos y supuestas métricas estándares del cuerpo.
Pero "La Razón" defendida por igual por economistas y filósofos, por dictadores, políticos, generales y filántropos nos manda a sentirnos culpables hasta por masturbarnos en soledad, pretendiendo obligarnos a atar todos los deseos y las necesidades a un abanico de posibilidades acotadamente comerciales, perversamente elitistas, ridículamente autoimpuestas a través de la represión y la repetición de un discurso absurdo que no duda en usar a la religión y otras funestas invenciones humanas como fundamento y prueba de su supuesta verdad.
Lo que todavía nos protege del estado de indefensión conque somos atados y empaquetados por la espantosa maquinaria del utilitarismo político, económico y social que define y absorbe todas nuestras horas, es poder atravesar esos limites hacia el placer consentido y mutuo donde toda imposición y hasta todas las palabras sobran, donde los cuerpos y los sentidos hablan.
Podemos escuchar aun a nuestra tibia piel para encontrar unos minutos de felicidad y no empantanarnos en la rutina ni la mediocridad que inunda el resto de las actividades humanas.
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