Cuando toleramos el cinismo destructivo y la incoherencia total, cuando mentimos y nos dejamos mentir, aunque sólo sea escondiendo la verdad, evitando oírla, o decirla, cuando relativizamos la traición total y absoluta como un rutinario costo que pagamos porque mañana volveremos a apostar…
Cuando aceptamos la corrupción descarada, cuando obviamos,
eludimos, soslayamos condenar un acto de corrupción demoledor, aborrecible y
conocido, por el simple hecho de que el corrupto, corruptor -porque, claro,
siempre es una línea, una cadena(de desmontaje social)que avanza captando al
próximo eslabón- pertenece a nuestra
ideología, a nuestro sector, o a nuestro partido, estamos permitiendo un
atentado total a la democracia, y somos nosotros los responsables, no los fascistas,
no los asesinos, no los impunes, inimputables, no los perversos y sádicos,
cínicos, crueles…
Somos nosotros mismos quienes destruimos la democracia en nombre del poder. Cuando cada palabra y cada intención grandilocuente es tergiversada y olvidada, y solo nos queda el premio consuelo de buscar culpables ajenos, no somos ajenos a la culpa que pretendemos distribuir, y las consecuencias de nuestra complicidad atentamente indiferente serán si, perfectamente distribuidas en nuestras propias filas, en nuestra acuciante y ajustada realidad sin demora, sin espera y sin restos.
Pero claro, no es un club de barrio, no es una asociación de cuatro personas, son partidos políticos, movimientos, territorios, son multitudes de hilos tensándose desde una sola mano, son millones, toneladas, kilómetros, ciudades… y de ese paquete no nos toca nada, o casi…
El fundamento principal de los demoledores colectivos del bien común no
es ni siquiera la lealtad, o el programa, o las ideas, sino una esperanza
activa y combatiente de recibir algo a cambio.
Porque el silencio duele, entonces el silencio cuesta, y hay que cobrar
por eso: recibir “algo” que no importa que, si llega a ser será menos, si llega
llegará tarde, si llega será poco porque siempre es mucho trabajo ser cómplice
de los poderosos, aunque sea por la esperanza ingenua y terca de que el botín
sea repartido a partes iguales…
Pero claro, no, nunca es así, y solo las migajas caen al populacho, que se acostumbró a mirar aburridamente como todo se pierde sin dejar premio, como todo se consume sin beneficio visible ni admisible. Mientras tanto lo tolerado se vuelve intolerable, lo excepcional se vuelve habitual, lo impensado rutinario.
¿Y por qué? Porque no hay diferencias reales en la clase política, en la clase aristocrática fundada por el dinero y el poder meritocrático de la palabra comprada, de la realidad fabricada faceta a faceta según convenga al camino recto hacia el lucro mayor, pero seguimos pretendiendo votar a unos y combatir a otros, para después asombrarnos de verlos subirse juntos al mismo barco.
Y
no solo eso sino que nos quedamos saludando, agitando los pañuelos cuando todo
se hunde y ellos todavía sonríen, como en el poster que ahora se moja en nuestro
reducto empobrecido por el concepto infantil del beneficio social de una
política manejada por políticos, de un poder administrado por poderosos, de una
economía dirigida por millonarios, de un futuro diagramado por los dueños
feudales del tiempo y el espacio común.
Pero nos cuesta tanto aceptar que estamos en guerra, porque si, es evidente, la guerra eterna y permanente de cada día es contra el ser humano y la libertad de conciencia, contra el poder popular y las decisiones personales, lo que queda del planeta, la autonomía humana correspondiente a seres vivos.
Estamos en guerra y perdiendo, porque la
guerra se expresa finalmente con esclavitud, balas y bombas y ya está definido
nuestro papel, como el de todo el planeta, financiar la masacre disimuladamente,
comprando unos tanques por acá, fabricando unos millones en papeles sin valor
por allá, poniendo en una bandeja recursos y logísticas nacionales, regalando
tierra fértil para futuras bases militares…
Mientras tanto, descaradamente cierran filas cada vez más apretadamente, negocian lo innegociable, entregan lo inclaudicable sin dejar de pedir mas carne fresca para mandar al frente, intercambiando camisetas sin preocuparse de si termino el partido, sin dejar de sonreír a pesar de nuestra mala vida, sin dejar de multiplicar el formato cerrado de sus discursos a pesar de que terminaron articulando mágicamente el discurso opuesto…
¿Opuesto a quién?¿A quiénes?¿A qué proyecto? ¿A qué país? ¿De qué lado estamos?
Obviamente no del nuestro, mirando pasar la caravana de camellos de lujo desde nuestras alpargatas llenas de arena, mirando la fiesta eterna que cambia de invitados esperando que se detengan a invitarnos a nuestra puerta.
Pero no importa porque perdemos ritmo aceleradamente hasta que solo importa enfocarse en la polvareda que se aleja, porque si la seguimos sin perder pie de la esperanza ciega, de la utopía perversa, seguramente estará en la ruta algún oasis, donde podremos recomponernos y aprovechar algunos escombros fastuosos, algunas sobras de la majestuosidad del desfile de los poderosos, pero de más está decir que llegaremos para ser testigos de un pozo seco y arboles mutilados, palmeras muertas llenas de cuervos: cuando nosotros seguimos mirando alrededor desorientados, ellos esperan, aceitando al sol sus alas negras.
No importa, ya no importa
más, es nuestro destino, nuestra estación terminal, la tormenta de arena que se
acerca va borrando toda huella y solo podemos sobrevivir, penar, en este mismo
lugar.
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