14 enero

Mapaches o mapuches

 


  ¡Qué bueno que existan los mapuches! Qué bueno que mueran tan lejos, que bueno que sus nombres sean tan raros, tan difíciles de retener en la cabeza que no quedará ni un rastro rebotando incómodamente en nuestro cerebro, en un par de meses más, como siempre, como todo…

  ¿¿De qué manera podría tanta gente saciar su sed de justicia, como podría desplegar un amor humano tan universal, un compromiso tan firme con la verdad, la igualdad… bajo qué circunstancias, resignando qué cosas encontrarían el tiempo para luchar contra las corporaciones y los envidiables multimillonarios si no fuera así…??

  ¡Pero es así! Y por suerte tenemos nuestra pantalla en la mano, todo el día, como una fijación neurótica esquizoide que nos permite ignorar la realidad atados a su anzuelo…

  Porque no necesitamos internarnos en ninguna red social, no necesitamos ni siquiera caminar: la injusticia, el despojo, la violencia, la humillación y el dolor de los más débiles, pequeños y olvidados, la invisibilidad permanente de los que caen solo por ser, por existir, el sudor frio de la persecución y el miedo es algo que pasa frente a nuestros ojos, en nuestra cuadra, nuestra ciudad, cada día y cada hora. 

  Claro: no es tan adecuado ¿Qué pensaran los demás? ¿ Cómo reaccionaría el tejido social si tomáramos uno solo de sus hilos flojos con la pretensión de descubrir de donde viene…?  La comodidad de ser cómplices ocultos y oscuros, la perversa inocencia de no saber, de no enterarnos, con el simple trámite de encerrar el cien por ciento de nuestra vida en paredes de cristal líquido es invaluable, no se paga con nada, no puede ser mejorada.  

  Es por eso que no vamos a tolerar que la prostituyente realidad nos nombre con su boca de dientes flojos para tener que poner en juego sentimientos reales en un tiempo que corre ahora mismo, bajo nuestros pies en un mundo palpable que nos avisa con su textura áspera, que todo va y viene al mismo tiempo, en el mismo lugar, y que no hay forma de meterse al agua sin estar mojado después, ni de sacar los pies del plato y a la vez evitar las consecuencias hacia nosotros, hacia los demás, hacia el mundo… 

  ¿Qué mundo?  El de los malvados fanáticos insensibles que combatimos mirando televisión, el mundo de los inadaptados y crueles perversos que atacamos con un clic, y otro clic, y retweet, y…

  ¿Estarán tan atentos los asesinos a nuestro desfile de caretas sin fin? 

  ¿Se sentirá jaqueada la mentira corporativa de los dueños del poder con nuestro despliegue interminable de indignación de papel estandarizada?

  ¿Se revolverán en su cama los administradores de la compraventa del mundo, temerosos de los frutos de nuestra militancia cibernética, digital, permanente y creativamente repetitiva, sosa, chabacana…?

  No.  Es más, respiran aliviados, contestan, replican, contrastan, manipulan y se deleitan haciendo correr la pelota que tibia y mansa llega a su lado de la cancha.  

  Somos parte integral del desastre, hemos establecido un campo de batalla espurio y neutral, inútil y decadente, donde podemos ser derrotados de antemano sin perder la sonrisa ni resignar nuestra elegancia, donde nuestra hipocresía se disfraza de amor y paz, de libertad con solo cambiar una palabra, con solo renovar los escenarios, articular sucesivamente las tragedias… donde ninguna causa rinde más que a la publicidad, y cada balazo vende una Coca-Cola, que más tarde iremos a comprar…


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