Vivimos una era de cambios profundos, de enormes reacomodamientos sectoriales, de búsquedas nuevas entre los escombros de las viejas certezas, mientras caminamos como ovejas rumbo al matadero diario del entretenimiento barato.
Sin embargo, estos cambios se dan al mismo tiempo
que el estancamiento personal se acepta como regla, que de nuestra mirada se
hace dueña la apatía, que reina el absoluto sinsentido. Entonces…
Estamos cambiando a pesar nuestro porque llegamos a los límites de nuestro poder, de nuestros sueños de eterna dominación, y quien nos pone límites es el propio planeta, y sobre su borde retrocedemos sin dejar de obrar mal, hasta que un día al chocar espalda contra espalda, nos tope de frente la amarga verdad.
Porque
así como es imprescindible sembrar para tener semilla, hacía falta construir,
proteger y cuidar para tener espacios sanos habitables, y desalambrar los
límites de nuestro pensamiento para superar los problemas que se multiplicaron
mientras nos quedábamos mirando…
Como siempre, sin embargo, como nos enseñaron cuando éramos niños, nos detiene el temor al castigo, al ridículo, al aislamiento, a la venganza social… porque: ¿Cuál es el precio de decir lo que muchos piensan y callan, cual es el precio de actuar donde todos omiten cualquier responsabilidad?
¿Cuál es el precio de
enfrentar los problemas como desafíos y no como fatalidades? ¿De generar
soluciones y no culpables? Solo lo saben quiénes no se han entregado, quienes
no han cedido a la tentación inmensa de abrir la puerta del desastre hacia los
más vulnerables, para escapar un minuto más de las consecuencias de su inacción
total, de su egoísmo autodestructivo, de su permisividad hacia todo canibalismo
social, aun cuando no genere ningún beneficio personal…
En estos tiempos de total retroceso humano, aun las mejores intenciones cabalgan muchas veces a lomo de tortuga, a tiro de la más pura envidia, de la impotencia vuelta rencor y malicia, de sonrisas torcidas disimulando antes de la puñalada fatal… y eso cuando no se trata de un simple baño místico, de un simulacro espiritual que solo se declama frente al universo, con la misma facilidad sonriente con que se firma un petitorio anónimo por la paz mundial, cuando son, justamente este tipo de actitudes las que la hacen imposible…
Porque frente a
la hipnosis narcótica de las utopías, tenemos en nuestras manos la capacidad de
actuar, mucho antes que la de quejarnos, o de repartir culpas y culpables. Mucho antes de
soñar con mundos de papel, ideales, que más que marcarnos un rumbo, nos llenan
de impotencia y tristeza.
Porque antes que la magia de la prosa intocable de nuestros pensamientos, nos cerca, nos rodea la realidad por todos lados, y si hablamos una cosa para hacer otra, si decimos algo para obedecer lo contrario, no estamos escapando a nuestras contradicciones sino extendiéndolas. Como una peste, como un virus que aniquila la coherencia hasta en su necesidad lógica de parecer posible, hasta que toda verdad y toda lucha pierde sentido en pos de la propaganda y el marketing…
Por lo tanto, no es pretendiendo engañarnos a nosotros mismos a través de la aprobación de los demás como vamos a superarnos, ya que los otros solo nos aprueban por arracimarse a un discurso políticamente correcto, socialmente “conciliador” en base al aislamiento conceptual eterno que les permita, como a nosotros, enunciar sin ser, pregonar sin sentir. Alardear sin mover un pelo.
No gastamos energía ni siquiera para apagar la televisión de la que descargamos todo formato
personal, toda interpretación del hecho público.
Entonces mentimos, y mentimos todo el tiempo porque es menos peligroso, mientras que está socialmente aceptado como una necesidad que disimula nuestra absoluta improductividad como seres vivos generadores de conciencia, nuestra irredenta incapacidad de evolución.
Pero claro, si nadie saca cuentas, si la historia se consume en falsas epopeyas de cartón no atenderemos jamás al peso insoportable de una realidad cruel que sin embargo justificamos: por cada vida que se salva por cobardía, abandonando el territorio y el tiempo a las huestes de la desolación programada, antes, aun, de ver el cuchillo o el filo del caldero, veremos caer a diez de nuestros hijos.
Seremos testigos del desastre, antes de encanecer, cegados por la ilusión en la que nos han adoctrinado: "es posible alimentar al monstruo y conformarlo para que se quede tranquilo".
No, de ninguna manera, es imposible llenar con
golosinas un abismo insaciable, despertaremos a tiempo o le veremos los dientes
de cerca, nosotros, nuestros hijos, y nuestras verdes esperanzas convertidas en
gris combustible de la guerra social eterna.
Cada
cual elija.
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