Una profunda y pasajera tristeza, por el
espíritu humano, y luego a seguir como si no pasara nada…
Miro el tremendo despliegue policial:
seres humanos, enfundados en un traje azul, botas y chaleco en una fila de
cinco, aferrando un palo, un pedazo de madera dura y recia cuyo único fin
practico y definido es ser estrellado con toda su fuerza contra el cuerpo y la
cabeza de otros seres humanos, a un lado, claro, una pistola del calibre 9 milímetros,
fabricada para atravesar con un proyectil incandescente a un cuerpo humano a más de trescientos
metros por segundo.
Miro a otro lado y veo otro grupo acorazado y con escopetas… ¡¡¡¿¿Ametralladoras??!!! Mi cuerpo tiene un escalofrió pero yo sigo… es increíble que toleremos esta forma de vida, este condicionamiento total, absoluto y absurdo, esta coerción infinita en todos los órdenes de la vida…
A la que justificamos con nuestra violencia y nuestra incapacidad de convivir. Hasta donde me da la vista solo veo grupos de policías, en las calles también pasea el cuerpo de policía montada, toda una bandada de policías en motos…
¡Perros policiales! ¿Para que se supone que son
los perros?
Mientras tanto, en las gradas del estadio, como si fuera un ring donde se miran dos boxeadores, las dos hinchadas (separadas por otros grupos de policías, aquí y allá) saltan y gritan tocan y bailan, agitan sus banderas y deliran con cada jugada peligrosa a favor de su club…
Se diferencian netamente por colores, aunque no mucho por la pasión, la alegría, la entrega desaforada que propicia el fanatismo.
Es así como
un padre con sus hijos o una madre con sus hijas, adultos, niños y niñas,
después de convivir tal vez en el mismo barrio trabajo, escuela, la misma
ciudad, después de ingresar casi juntos por las mismas calles, se convierten en
enemigos acérrimos al momento de ingresar a la cancha para ser ubicados en sus
respectivas esquinas.
No importa si para eso tienen que
soportar humillaciones y atentados a su soberanía personal, a su cuerpo,
dejándose revisar, desde los bolsillos hasta las zapatillas, teniendo que poner
las manos contra una pared, mostrando sus efectos personales a amenazantes
desconocidos. Se supone que todo es para evitar la violencia, teniendo
bajo control al núcleo más duro, a la famosa “barra brava”, para evitar el
ingreso de drogas legales e ilegales y armas…
Un día cualquiera se cruzan unos con
otros y se masacran a baldosazos, a piñas, a patadas y palazos… ¡Es que ahí
justo no había policías!… no es una ecuación matemática puede ser 10 a 1 o 100
a 20 no es algo racional, humano, los mismos niños en brazos de sus madres son
arrasados por la turba, por la masa violenta, donde cada uno estará orgulloso
de su patada en la cabeza, de su piedra, de su destrucción, de su gota de
sangre.
Nadie olvida nada, nunca. En cada partido se resuelve fuera de la cancha una interminable lista de cuentas pendientes. En las tribunas se canta a la muerte.
Los niños asumen y participan en esa guerra, en esa institución, incorporando el fanatismo, la destrucción del otro por sus colores, por sus diferencias, a la vez que la sumisión a los órganos de control de la sociedad. La idolatría de la violencia.
Mientras, adentro de la cancha sigue el juego, donde también
los jugadores del otro equipo son adversarios, a los cuales someter al acoso
verbal durante los noventa minutos del partido.
Y por supuesto, entre los mismos jugadores, toda amistad se termina, siendo contenidos a duras penas por el reglamento para no llegar a la agresión física desmesurada e intencional.
Claro que en eso mucho tiene que ver el árbitro y sus colaboradores, blancos de todas las críticas y quejas por igual, por ser muy estrictos o muy blandos, por acertar o equivocarse.
Estos reciben, a su vez la presión y el acoso de
los dirigentes de los clubes, del cuerpo técnico y no dejan de ser responsables
de atender a la vez a la seguridad del campo de juego, siempre en riesgo, ya
que los alambrados no son garantía de nada: en cada gol, bajo una lluvia de
papelitos, amenazan con derrumbarse sobre la cancha.
Y así camino con mi cámara en medio de
ese delirio con 40 grados de calor y viento constante, a veces a salvo de todo
a veces no.
El partido termina y unos se van conformes y otros no tanto, la entrega fue total de todos modos, la gente se retira lentamente, los policías se relajan: por esta vez no hay que lamentar muertos ni incidentes, y dado el contexto algunos se sacan una foto como un equipo de futbol, nada más que de 45 integrantes.
Mientras los protagonistas terminan de ducharse, mientras los dirigentes hacen cuentas, se va diluyendo en la tarde la fiesta “deportiva” taza, taza, cada cual a su casa…
El próximo fin de semana cada cual tendrá su revancha.
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