¿Cuantas lanzas se rompieron, cuántos muertos se comió la tierra a lo largo de la historia? Seguimos fabricando manuales escolares fraguados de batallas heroicas y próceres victoriosos, de cabalgatas y cargas de infantería donde todos mueren felices y sonriendo.
Legitimamos la historia de la humanidad, una deliciosa
torta repartida entre cientos de elites funestas que se apropian de territorios
libres, negocian, reparten, masacran a propios y extraños, fundan y refundan
sobre los restos humeantes de los inocentes, y finalmente construyen sus
capitales sobre los huesos de niños y mujeres, hombres…
Y justo estas elites, cada vez más corporativas, reducidas, interconectadas y a salvo de todos los males que imparten nos quieren enseñar desde chiquitos que la guerra es casi un mal necesario, que no hay soluciones más duraderas que el rugir de las armas de fuego, y que a toda esta carnicería se la admire en su envoltorio de heroísmo y entrega, de justicia sueños y utopías…
Pero que poco
tienen de eso: casi todas las guerras, o sea novecientas noventa y nueve de cada
mil no tienen razón de ser más que acumular poder y saquear recursos, y no más.
Y por supuesto, no es para repartirlos, sino para hacerlos pagar a los
derrotados y a los vencedores por igual, para someter y avasallar a las
poblaciones ya arrasadas y hambrientas.
Y todo eso se comprueba cada día en algún lugar pero no nos importa, queremos creer y creemos. Punto. Y nos admiramos de las campañas y los vaivenes que han llevado a nuestra nacionalidad sin darnos cuenta que todo fue y sigue siendo un gran negocio.
Como premio a la muerte en el frente de batalla nos sustrajeron toda posibilidad de manejar nuestro futuro, en base a alejarnos completamente y para siempre del acceso a la tierra, del manejo de los recursos naturales, del poder de decisión, de cualquier visión crítica que nos lleve a ver como protagonistas de la historia de nuestro país o nuestro planeta, o nuestra aldea como algo más que carne de cañón.
Pero soñamos con ir a la guerra y ser héroes, desde niños, y para eso nos preparan por las dudas, para morir, porque nunca se sabe hasta qué punto podemos ser útiles o convertirnos en un estorbo, y nos imaginamos saltando trincheras enemigas a bayoneta calada, o repartiendo miles de balas como un justiciero bajado desde el cielo.
No nos imaginamos
la realidad de sopor, humillación y desprecio que se vive en la línea del
frente, solo para caer al final sacrificados con las tripas al aire sin saber
porque morimos, en medio de un mar de barro y mierda que no termina nunca,
mirando nuestra sangre escaparse como ayer mirábamos la de nuestro hermano sin
interpretar su mirada…
Claro que no, y no es lo mismo ganar o perder, pero tampoco es muy distinto, igual hay que estar encerrado, atrincherado, igual hay que dormir entrecortado, solamente cuando el cuerpo se termina de desconectar forzosamente, apoyado en una pared sucia y húmeda, si tenemos suerte.
Igual hay que caminar
resbalando sobre la sangre pegajosa en los pasillos, cerrados a toda
sensibilidad, solo para salir después a campo abierto a morir como perros de
pelea, mientras las elites hacen sus apuestas mirando por sus poderosos
binoculares.
Igual
hay que perder toda esperanza de encontrar un sentido propio a morir por una
causa ajena y conformarse con vivir a los saltos, con los nervios florecidos y
la mente destrozada por la continua incoherencia, y solo vivir, un segundo más,
un día mas, no porque tengamos algo para dar sino porque ilusamente esperamos
que se termine todo y podamos volver a sentir el viento en la cara sin olor a
pólvora y azufre.
Y sin embargo no termina una campaña que ya empieza otra, las fábricas de balas no pueden cerrar y empezar a perder dinero, para eso usan a los millones de ingenuos alrededor del mundo que generan un consenso inmediato ante cualquier campaña mediática engañosa que les diga que el monstruo esta en otro lado, que el peligro acecha y crece, que hay que atacar a tiempo antes de perder todo.
Finalmente aceptamos casi a regañadientes otra guerra más sin importarnos comprobar nada, sin rascar una sola capa del maquillaje barato que convierte a los peores asesinos en santos de biblioteca, sin atender a las evidencias que apuntan a un gran negocio que finalmente termina de la forma más contraria posible a la propaganda que exigía nuestro sacrificio
¡Una vez más hemos sido exterminados por nuestra propia
mano!
Somos personas, es la única evidencia comprobable, todos, no deberíamos seguir atándonos al tremendo costo de excluir a los demás de la raza humana, de la racionalidad, de la soberanía sobre sus propios actos, ni permitir que lo hagan más con nosotros (que es el paso siguiente, claro).
No deberíamos ya aceptar dadivas chorreantes de sangre solo por
aumentar nuestro confort, solo para mantener el precio de las divisas, solo
para seguir aceitando un estilo de vida que se apoya en el sufrimiento y la
miseria de la mitad de la población mundial para que el uno por ciento viva
feliz de manejar todos los hilos a su antojo.
Somos personas, es la única herramienta a nuestro alcance, y nuestra única arma válida y a punto para ser usada, no nos queda más que abrir las manos y los corazones, conectarnos y ver qué es lo que tiene de vida nuestra vida que pueda ser aceptado sin hacer daño, apropiarnos del pedazo de tierra que nace debajo de nuestros pies para generar y sembrar, para nutrir y compartir.
Hace falta valentía, valentía y mucho más, para aceptar que vivimos encerrados en una cáscara ajena, donde todo está definido en contra de la vida.
Hace falta mucho más que amor para salir de la
trampa, ya que el amor nos fue enseñado en un formato extravagante que pocas
veces logramos superar, hace falta voluntad y decisión, para asumir el
trayecto, la transición hacia un mundo realmente nuevo, hacia un mundo libre.
No hay margen de maniobra para seguir apostando a los asesinos, para seguir idolatrando soldados y colores, el siglo se despierta con la furia de una tormenta de consecuencias inevitables que nos agarra sin paraguas, no hay tiempo de seguir fabricando enemigos, no hay tiempo de seguir repintando fronteras absurdas, ni clasificando gente.
Solo nos
queda hacer del sentido de la vida nuestro propio sentido.
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