¿Qué nos pasa? ¿En qué estamos pensando? Que nos matan, que nos roban, que no nos alcanza…
No hay una expectativa que no esté más alta que el resultado, cualquiera este sea, queremos más, siempre más y siempre a tiempo, y siempre más que los demás, o no podríamos sentirnos a gusto siendo iguales…
Porque la igualdad es una enfermedad antigua, de cuando no existían los dioses, de cuando los hombres y las mujeres comían manzanas del árbol cuando no había víboras para freír…tiempos sin dioses ni generales, tiempos sin maestros, de gente sin precio…
¿Y qué? Qué es lo que pasa? Que no
podemos, no podemos tolerar hoy en día ninguna faceta incomprensible que apunte
hacia la libre expresión, y de yapa tampoco tenemos tiempo, y como si esto
fuera poco, no hay lugar en el sistema, no hay ninguna luz entre los parámetros
competitivos y degradantes de la personalidad del sistema donde se pueda
proteger o siquiera dejar volar un segundo de libertad de pensamiento hacia el
aire, sin que sea elegido como blanco para su directa e inmediata eliminación
por los cañones antiaéreos de la tradición, los prejuicios, el conformismo, los
miedos, la estupidez, la indiferencia y la ambición.
Ya no se estila: hoy en día, todo está mecanizado, mercantilizado, y ajustado a tiempos acotados y procesos industriales, jerarquías institucionales, costos y materiales… Entonces, quien se va a tomar el tiempo de sentarse con sus hijos, a disfrutar un momento
¿Quién puede hoy en día, educar de una forma distinta, con amor en vez de mandatos, con paciencia en vez de gritos, con ternura en vez de desprecio?… Pocos.
Pocos pero existen, aunque la experiencia
demuestra que los primeros enemigos de este tipo de educación primitiva,
humana, creativa, dedicada y en amoroso pie de igualdad con la infancia son las
mismas corporaciones familiares que ven a esos sujetos como fracasados, parias,
peligrosos, y temen extenderlo a través de las generaciones, y generalmente se
dedican a salvar a esos niños de esa avalancha de parámetros exóticos
saboteando a los padres por todos los medios posibles.
Entonces no hay tiempo para eso, no es legal, no hace al progreso, hay que trabajar, trabajar y trabajar, y mandar a los chicos a la escuela, y después a vóley, básquet, backgamon, karate yudo o lo que ayude a sacarlos de la calle y de las relaciones autorreguladas con sus vecinitos del barrio, con desconocidos sin historia, de colores dudosos.
La libertad es una enfermedad que se sofoca con torres de caramelos televisión
y programas específicos de socialización estandarizada. Y cuando todo
esto falla se abre la vitrina, con el rictus torcido en los labios, por la
decepción, por el desagradecimiento de esos pequeños inadaptados, y con el puño
firme se tantea la lonja del cinto corrector, con el convencimiento absoluto de
que todavía no se ha perdido completamente el tiempo.
No importa la humillación laboral del
día de hoy, las presiones incomprensibles a las que nos sometió el mundo para
construir una cárcel a nuestro alrededor donde todo este digitado de antemano
para que solo los poderosos y obsecuentes logren sus objetivos, no importa la
agresión que hemos soportado, caminamos de dientes apretados a cagar a cintazos
a nuestros propios hijos, corporación oxidental que le dicen.
¿Pero quién se puso alguna vez en el lugar de un niño indefenso? ¿Quién se puso a analizar el impacto en su visión del mundo de convertir el amor en violencia y coerción? No, no queremos saberlo, a lo sumo nos sentaremos a ver una película sobre ese tema cuando las lágrimas en sus pequeños ojos sigan cayendo, aun dormidos…
Pero nuestra tranquilidad, nuestro tiempo libre está dispuesto a pagar ese precio.
Como los seres más irracionales de la creación, catalogamos la lonja como un correctivo, y autorizamos su uso, como una herramienta más, una herramienta extrema, claro, no hubiéramos querido llegar a ella pero todo fallo, la criatura se había vuelto incorregible y bueno, así aprenderá y la salvaremos de un futuro horrible e incierto donde sus errores le terminen haciendo desviar el camino…
(Claro, con nuestro castigo estamos salvándolos del castigo social,
mucho más duro, de cárcel y bala, de fracaso y vergüenza, de exclusión y
discriminación) Y en medio de estas reflexiones hipócritas y facilistas, nos
absolvemos sin notar que intentan ocultar el hecho de nuestra nula dedicación a
la búsqueda de soluciones, de comprensión, de nuestra falta de tiempo para
dedicarnos a nuestra propia familia, de nuestra creatividad reducida a cero
para formular explicaciones comprensibles que surtan en todo caso, el mismo
efecto.
Pero lo que no podemos es percibir la
debacle total, absoluta, en el mundo infantil, de ser golpeado sin razón ni
compasión por alguien que quiere, o que supone que lo quiere, como sus propios
padre o madre. La peor de las
consecuencias es que lo termina naturalizando, a la larga, entre tristezas y
amenazas, ya que no le queda otra que aguantarse, aunque no entienda, y así
garantiza el arrastre de la técnica hacia la siguiente generación. El
adulto debería ser más responsable y generar opciones creativas, constructivas,
y no degradantes de la relación con sus hijos. Un niño puede equivocarse,
y eso es hasta deseable y natural, pero un adulto tiene miles de herramientas
para analizar y buscar soluciones, para resolver conflictos.
Llegar a los golpes pretendiendo que no
hay otro remedio… Solo porque el otro ser, consciente, sensible, soberano, es
pequeño y esta indefenso, expuesto y vulnerable, cautivo… ¡Es la negación misma
de las buenas relaciones humanas! Y es
un dique firme en nuestra capacidad de evolución. Y con ello de las
posibilidades humanas de convivencia pacífica como familias, vecinos, países,
naciones, y entre el ser humano y el mundo que lo rodea…
Siempre hay una apuesta básica, una
elección primaria entre la libertad y la violencia. Claro que la segunda opción
parece más fácil, rápida, expeditiva y accesible, pero mirando el mundo que nos
rodea, la violencia que como adultos recibimos de la sociedad, las instituciones:
¡deberíamos hacernos cargo de que hemos errado el camino! Pero
claro, como darnos cuenta ahora cuando desde niños nos obligaron a naturalizar
la violencia sobre nosotros mismos. A la vista están los resultados,
imperios monstruosos recorriendo el mundo a cintazos tecnológicos, a bombazos
justificados en la farsa de que no había otra solución para mantener a otras
sociedades menores en un formato estereotipado de sumisión y respeto bajo
cualquier circunstancia.
Hasta que no empecemos por los niños, hasta
que no nos tomemos el hermoso trabajo de respetar a los niños, de cesar
completamente la violencia sobre la infancia, sin ninguna excepción, no podemos
seguir siendo tan ilusos de pensar que algún otro problema del mundo va a
encontrar solución en el actual formato que pretendemos validar.
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