Narcotráfico: tráfico de narcóticos.
Y a que le llamamos narcótico, que es un narcótico sino una gama amplísima de productos farmacéuticos medicinales y recreativos.
Entonces ¿Cuál es el criterio para la legalidad o la ilegalidad? ¿Cuál es el criterio que permite sintetizar, generar, crear sustancias nocivas con la misma facilidad con que se crean medicinas?
No hay, no existe.
Carecemos de criterio estable, ya que los rótulos cambian con sorprendente facilidad, y todo puede ser legal o ilegal dependiendo del punto de vista imperial, el valor económico, o la necesidad política.
A esta altura del devenir humano no podemos pretender seguir coartando la libertad individual con conceptos completamente inconexos como la seguridad o la salud pública, mucho más relacionados con otras políticas tan necesarias como ausentes, pero definitivamente no con el tema de las drogas.
Si, para
achicar un poco el campo, hablemos de drogas, y dejemos afuera a todas las medicinas
formales, al alcohol y el tabaco, a todas las pastillitas que receta el médico
para que la gente “normal” pueda aguantar la vida.
Viendo las cosas a vuelo de pájaro, se percibe una hipocresía total y absoluta, un doble rasero permanente en la clasificación de las sustancias, en la tolerancia social o la criminalización del consumidor.
A primera vista se aprecia en las estadísticas policiales un embate permanente contra los pequeños consumidores y vendedores, que suman al riesgo de la compra y venta al menudeo el de perder la libertad en base a leyes abstrusas y obsoletas.
Mientras tanto, a los grandes productores y vendedores de drogas no solo no se los persigue sino que casi siempre forman parte del folclore económico de las sociedades, además de que su impunidad emana ciertamente de un contrato y un negocio que usufructúan las cúpulas políticas y de los cuerpos de seguridad con total tranquilidad y desparpajo.
Y no termina ahí, por supuesto, la cascada de billetes que caen, fruto de la paciente suma de millones de pequeñas ventas callejeras. El empresariado ilegal no tiene más que elegir entre las innumerables opciones que le da el sistema, la sociedad, el marco económico, para legalizarse, blanquearse, lavarse con una facilidad extrema.
El dinero abre todas las puertas, pero sobre todo las de los poderosos, siempre ávidos, siempre dispuestos a vender el bien y la seguridad común a precio de ganga, así se tengan que fabricar legisladores y procedimientos nuevos.
En la otra punta el ciudadano común solo tiene
trabas y desamparo, persecución…
Porque las mismas leyes que persiguen a
los pequeños consumidores hasta volverlos una masa crítica estadística que
permita simular que se está combatiendo al narcotráfico, son las que atesoran
el poder, los recursos y la propiedad en manos de unos pocos, arrinconando a
las personas comunes con todo tipo de dificultades, trámites y gestiones a la
hora de emprender cualquier cosa por su cuenta.
Entonces llegamos al caso de que, en consonancia con la utilidad militar tremenda que rinde a nivel global a las grandes metrópolis autonombradas como policías del mundo la llamada guerra contra las drogas, en cada país se repite el formato hacia adentro, generando excusas y permisos para un control social violento y abusivo, que tampoco busca soluciones sino poder.
Y así es como si en la gran escala se invaden
saquean y bombardean países, se imponen condiciones y se interfiere en la
política local, en la pequeña escala se mata y roba en nombre de la seguridad,
se avasalla al ciudadano, se militarizan barrios enteros, solo para mantener
una hegemonía que no puede ser sino violenta.
Y para poder reprimir de la forma más espectacular y justificable posible, para drenar las arcas de la sociedad hacia las instituciones de represión y control, se inundan los suburbios de narcotraficantes oficiales, de armas reglamentarias, de indolente impunidad.
Una dinámica perfecta que
vemos al fin reflejada en la trabajada apatía y desidia del policía a la hora
de tomar una denuncia, hasta el punto de hacernos creer que nosotros somos los
delincuentes que nos hemos hecho robar y matar.
Entonces, que nos queda sino leer los diarios y consumir mentiras, escuchar la radio y consumir mentiras, encender la televisión para consumir mentiras…
Somos adictos a la manipulación, al engaño, a la sumisión eterna a un cuento al que le roban eternamente la última página: finalmente, nunca se sabe la verdad, nunca se encuentra a los responsables, nunca se encuentra el dinero.
Nunca tocan la prisión los grandes criminales, nunca salen a la luz los grandes arreglos oficiales.
Mientras, seguimos disfrutando de la narcopolítica mundial, arrinconados contra la pared por los narcopolicías en cuanto queremos generar una opción humana, socialmente inclusiva, pacifica, sustentable económica social o ambientalmente.
Eso
no es negocio, no van a dejar que la gente recupere el poder, el territorio, el
tiempo que les es continuamente requisado, y ni siquiera su historia se les
permitirá ser guardada, todo está fraguado, falsificado, abrillantado, como una
línea de cocaína en un espejo.
Y en los barrios bajos, cada día un adolescente roba a mano armada a su vecino para terminar muerto con la nariz sangrando… ¡Excelente!
Dos pájaros de un tiro, esto marcha, diría alguno, sin reconocerse esclavo de sus caprichos, de sus teorías, de su clase adicta a la dominación… hasta el día en que pasa a ser descartable y tan humano como los humanos descartables que miraba morir con tanta satisfacción.
Porque
están planteando el mundo en términos económicos, están dividiendo el mundo en
zonas de influencia empresariales, y las personas han perdido significación,
salvo para ser embretadas en fronteras y países, en regionalismos que las
mantengan en permanente desconfianza y litigio, mientras los capitales sin
control y sin escrúpulos pasean con viento a favor de una punta a la otra del
globo.
Entonces nos toca reaccionar a tiempo, recuperar la humanidad para poder habitar el planeta, nos toca volver a plantear el mundo en términos de personas.
Deberíamos hacernos cargo cada uno de lo que
nos toca vivir y modificar, recuperando el poder de decisión en cada pequeño
paso, recuperando la cortesía que nos vuelve a hacer humanos, la solidaridad
como comunidad que nos hace fuertes, el contacto personal con el otro…
Pero si seguimos viendo cada calle como una trinchera, cada barrio como un país dividido, cada desconocido como un enemigo, cada muerto como una contingencia de los tiempos, tarde o temprano vamos a ser totalmente avasallados.
No tenemos chance porque el juego es mucho más grande, y algunos deciden por países enteros, por continentes enteros, y, mientras seguimos jugando a la guerra social, hay otros que mueven las fichas en serio, y sin piedad.
Podemos hacernos cargo hoy, de generar opciones, de pintar un futuro posible, aunque sea duro, difícil de ver, de pisar el freno y ponernos en marcha en la dirección contraria.
Podemos aportar hacia un mundo realizable de paz amor y libertad, o lo único factible será escapar, y cada día, un adolescente de trece años siente que su vida no vale la pena más que para quemarla en una hoguera, porque es lo único que le presentamos como viable.
Cada día, cambiamos dinero por sangre nueva, hasta el día que la sangre no tenga valor…
¿Y entonces qué?
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