¡Salvar el mundo, que hermosa promesa! Salvar la humanidad, la civilización, el ser, hombre o mujer, salvar el individuo de su desconexión con el universo, de su ignorancia de las verdades ancestrales y eternas.
Salvar al ciudadano de su indefensión, de su eterno despojo en
aras de una sociedad mejor, salvarlo de su propia libertad que no le será dada,
nunca.
No. No dejan de darme risa los cantos de los inmortales, que apuntan a lo más alto antes de caer en el sillón a ver una película de acción, que miente, escena tras escena, hechos históricos destinados al fin contrario al que lo han reducido las propagandas.
Próceres desconocidos inmortalizados en bronce adulterado por las necesidades presupuestarias, no pensaban en vida más que en el día a día. Hubieran depuesto las armas en masa de saber adónde llevarían sus epopeyas.
Lacayos del sistema quejándose amargamente de lo costoso que les resulta asumir el precio de sus insignificantes privilegios. Gente durmiéndose en colectivos y trenes, apostando a mantener un día más una máquina que los devora, con la sola condición que no sea hoy, que no sea completamente, que no duela cuando llegue.
Noticias falsas a toda hora, rumores increíbles repetidos como certezas, verdades incontrastables ignoradas por inconvenientes. Y todo sostenido con más convicción por la necesidad infantil de seguir el juego antes que por las caras plastificadas en sonrisas de los mentirosos profesionales que esperan su turno para hincar los dientes en los bienes sociales.
Cuando el hielo se derrite, cuando hasta las piedras se derriten, como siempre paso, algunos recatados, bien peinados (nada de puntas florecidas en ese pelo que puedan arruinar la foto) negocian los términos de su rendición mediática ante algún imperio, para reavivar sus arcas cada vez más esquilmadas por los excesos y el lujo.
Y la carencia de interés creciente en esas caras de pingüinos mágicamente fotogénicos, de pandas desesperados, de ballenas lagrimeantes, se compensa con las regalías compartidas con empresas petroleras, que engrosan sus cuentas en los mismos bancos multinacionales que sirven a los ecologistas globalizados, mundializados, ficticios, aberrantes patrones de la indiferencia hacia el despojo permanente de la conciencia individual.
Pero es más cómodo, supongo desligarse de
responsabilidades, y tener en la pared el poster de un héroe estupidizante
ahora que se cayeron los ídolos rebeldes del rock.
¿Pero adónde van todos esos millones, en que risco se posan las gaviotas salvadas del derrame petrolero?
Nadie lo
sabe, solo se puede confiar en la publicidad, y disfrutar de su hermosa
sensación de redención, al salir del banco, orgullosos de apoyar una buena
causa, con el ticket reluciente que enmarcaremos por la mañana para poner
arriba del escritorio, mientras ya a media tarde tiramos los paquetes por la
mitad en el pasto cortado del parque “para que no se queden sin trabajo los
barrenderos”
Y así divagamos de una mentira flagrante a la otra, televisión, diarios, radios y revistas nos mantienen en la ilusión de que nos enteramos de algo, manipulando nuestro hastío por la falta de cambios, nuestra cansada ambición de llegar un poco más alto, cuando cada escalón nos terminó aburriendo, cuando el cielo se aleja siempre más rápido que nuestro esfuerzo y nuestra hipotecada salud.
Y ahora solo nos falta contemporizar, hacer estimaciones sobre la marcha de los negocios mundiales como si estuviéramos hablando del partido de futbol del domingo, apostar por vencidos o vencedores con la misma indiferencia que nos da el dolor o la felicidad ajena.
En fin, lo importante es estar vivo, a cualquier costo, no sentirse vivo, que ya es otra cosa: incomerciable, difícil de ostentar, imposible de depositar en cuentas que crezcan al ritmo del interés compuesto.
Pero podemos comprar televisión, y regocijarnos con la vida de los héroes fabricados que nos dicen que sentirse vivo es luchar sin despeinarse por causas que abarquen la humanidad entera, en una escena dantesca marca Hollywood que nos prepara para ignorar completamente nuestro entorno, para liberar la zona correspondiente a nuestra responsabilidad en favor de catástrofes que se siembran en nuestro patio para que enterremos sus semillas negras con nuestros propios pies indiferentes…
¿Y qué? Si todo lo que nos tocó ya venía de algún lado, algún desconocido nos lo puso en marcha en nuestro tiempo solo para darnos la coartada perfecta para someternos a nuestra propia desilusión inoperante, a la ambición intransigente con sus consecuencias, pues si pagamos el costo de la codicia ajena de pasados desconocidos, es justo que los desconocidos futuros paguen el precio de la nuestra.
Y compramos,
compramos sin darnos lugar a escuchar a la célula rebelde del cerebro que nos
dice que la vida es hoy, el costo es hoy, que ellos somos nosotros, que el
mundo es lo que nos rodea, que la humanidad es nuestra capacidad de
relacionarnos coherentemente, o terminar matándonos como animales o salvándonos
como mascotas.
Pero hoy, vos y yo decidimos.
Y nadie nos obliga, aunque nos forcemos a pensar lo contrario.
En un sentido o en otro, solo quedan elecciones y todas son posibles.
De todas, somos responsables, ante todos, para siempre.
Y si suena demasiado pesado de llevar debe ser porque estamos tomando las decisiones equivocadas.
¿Hoy también?
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