Dando vueltas por la casa, iba de los yuyos altos de atrás al pantano de adelante, miraba las maderas podridas de los palos que sostenían la cumbrera, los agujeros de las chapas, los colgantes papeles de negro Ruberoid cubriendo a medias las paredes.
El pasto y los escombros delatando un intento fallido de iniciar un contrapiso. Las botellas rotas, la ropa podrida, los restos de cables, todo parecía tan extravagante, tan coherente a la vez, que no atinaba a cambiar nada.
¿Para poner qué cosa en su lugar, iba a sacar esa botella con el pico roto, que alguna vez había estado llena?
Que recordaba una larga noche mirando hamacarse al sauce sobre el cielo estrellado, buscando palabras para marcar al silencio, recolectando monedas hasta que la botella finalmente quedo inútil sobre la mesa y alguien la tiro de un manotazo, para apagar su reclamo, y ahí fue que la última silla sana se rompió pedazo a pedazo, metro a metro sobre el tipo que gateaba desesperado hacia la puerta pidiendo un gesto del público que aprobaba todo silenciosamente, sin dejar de seguir la escena como en un teatro móvil.
Pero la botella no había sido devuelta y ahora debía el envase en el quiosco. La llovizna que no paraba hace tres días volvía la vida como un charco, pegajosa e incómoda, el día entero era una contrariedad que había que esquivar de un salto, tirado en la cama.
La mano cerrada sobre el vidrio, la radio relatando
interferencias, el grito de los niños en eterna rebeldía hacia el encierro:
ruidos ajenos a una mente en blanco, a un cuerpo sin iniciativas, derrotado y
laxo, derritiéndose sobre su misma perezosa sangre anestesiada por la mezcla
farmacológica más barata posible.
Agarró el revólver, un 22 corto de colección, con las cachas de marfil, casi de museo, se lo había dado un cliente, en la temporada en que todavía podía coordinar su cabeza con un negocio y hacerlo durar un par de días.
Después solo vino la decadencia, las noches infinitas donde reinaba sobre una manada de oportunistas que caían directamente a tomar y revolver las tripas de tantos puteríos, esperando una oportunidad para llevarse algo.
Los recordaba a algunos, escurriéndose cuando se acababa la pala, saliendo a buscar un vino fiado sin volver, como ratas, como perros cimarrones, después de roer el hueso hasta el final seguían su camino sin mirar atrás.
Por suerte había quedado la cama, donde ahora se podía recostar apuntando al hueco de la puerta, por si entraba alguien, a la ventana, al clavo que seguía sosteniendo un almanaque viejo del 2001 con su paisaje de cabaña frente al lago.
Pero no podía tirar, no tenía balas, no muchas, tenía que visitar al Pelado y encargarle una caja directamente, pero para eso necesitaba plata, y para eso tenía que hacer rendir el fierro, y para eso tenía que estar un poco más sólido, o el pequeño 22 solo causaría risa… salvo que vaya a trabajar al centro, y asaltara a un par de chetos.
¿Pero cómo volver? ¡¡ ¿Cómo llegar?!!
Hacer una buena moto, y después un par de carteras al vuelo, y transar todo rápido en la fábrica, donde debía cuarenta pe.
Respiró trabajosamente, despreciado por la realidad que se
imponía desde su propio cuerpo derrotado. En el estado en que estaba
no podría cruzar ni siquiera un bebe policía sin que diera el aviso.
Todo eran preguntas que no podía responder en ese sopor, en esa nube de desinterés por la vida misma en que se había convertido su cerebro, solo adiestrado para rastrear una botella y un paquete de cigarrillos.
Pensó en empeñar el arma: no necesitaba mucho,
dos cervezas y dos paquetes de cigarros… ¿y después qué? Seguir bajando hacia
la desesperación total, hasta terminar pidiendo casa por casa una moneda para
sujetar el cuerpo de la abstinencia de alcohol barato.
Un esfuerzo más, un pensamiento más y ya podría levantarse de la cama, se concentró en sus músculos transpirados y sucios, internamente sucios, despreciados por inútiles… solo pudo sentir dolor, en esas piernas flacas, consumidas ¿Pesaría ya cuarenta quilos?
O los huesos que daban soporte a su piel gastada se habrían vuelto de plomo endurecido, como le parecían ahora, que se trataba de moverlos, de presentar batalla a este increíble cansancio.
Lagrimeó sin ganas
hasta que se terminó riendo del dolor, del estado lastimoso de marioneta rota
en que se encontraba, y apunto a la puerta, al primero que entrara le iba a
volar la peluca.
Como a pedir de boca, una cabeza
se asomó, una mueca doblada en sonrisa que entraba agachada por entre los
restos sucios de la cortina, tac, tac, tac, tac… no alcanzaba a comprender si
era su corazón amplificado o el percutor golpeando en seco sobre las pequeñas
cámaras vacías de balas.
Que hacee pistolero! Comé algo, son las cuatro
y media
Ah ni idea, no puedo ni levantarme, estoy mal
¿Quién me saco las balas?
¿Ayer no te acordás?...
¿Ayer?
Sus recuerdos se rebelaban, estaba seguro de que eso había pasado hace muchos años, en algún tiempo malo, peor que este, cuando indiferentes, le quitaron las balas antes de que se mande una cagada, durmiendo con el fierro en la cintura todo el día.
En
realidad tenían miedo que se mate, y esa certeza le producía más impotencia,
porque también había pensado en esa posibilidad, se sentó en dos tiempos,
consciente de que solo producía lastima, y empezó a hundir la cuchara en el
pequeño balde de plástico, levantando los gruesos fideos del guiso, haciéndolos
pasar por su garganta dolorosamente, lo intento un par de veces más, y dijo:
No tengo hambre, después lo agarro
¿No tenés un cigarrillo?
La mano se tendió con el paquete y el fuego, saco dos y prendió uno, el tabaco puso en marcha algún engranaje oculto de su cuerpo, empezaba a sentirse mejor.
Sin intentar recordar que día era, lo que no importaba para nada, se puso a pensar en la inminente noche… con dos movidas mas ya se sentó en el borde de la cama.
Los pies sucios y blancos a la vez de tanto esquivar el sol,
demostraban su distancia del resto del cuerpo con sus largas uñas, que miro
divertido mientras con la del pulgar derecho hacia un agujerito en el suelo,
como si fuera un opi para jugar a las bolitas.
Miro el caño perfectamente
alineado contra el hilo de luz que se colaba por el techo, y pregunto, como una
afirmación ¿Vos decís que salen dos de cincuenta por este?
El otro se encogió de hombros
divertido por las pretensiones desesperadas del ser humano con aspecto de
cadáver que lo miraba inquisitivamente.
No sé, dijo con seguridad, dos de treinta
puede ser. Más no.
Bueno llevalo, despertame cuando vuelvas.
Y trabajosamente se acostó de nuevo en el colchón
desvencijado.
Como si el negocio le diera tranquilidad a su mente, por fin le empezó a dar un poco de sueño, y apago la colilla que ya quemaba el filtro.
Puso cuidadosamente a salvo el cigarrillo restante para cuando se despertara, mientras la cuchara se hundía indiferente en el caldo espeso y grasoso que se enfriaba lentamente.
Se durmió con una sonrisa, escuchando el ruido de la moto que arrancaba.
Afuera, los
niños, jugaban al sol a los gritos.
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