19 septiembre

Pescamagic



 


 

Chien Wu 

El rio estaba demasiado bajo, eran días de calor y viento norte, como anticipando la primavera, estaba atardeciendo y no quería desperdiciar más carnada.  Enrollo los aparejos saliendo para casa, pero con esa sensación de derrota que no me deja volver con las manos vacías, por lo que antes de terminar de cruzar el murallón tuerzo a la izquierda y sigo por arriba, recorriendo su sinuosa curva, llegando hasta las vías muertas.  

  Diplomática opción, para probar suerte sin hacer el largo camino hasta la boca del arroyo. Me meto por la angosta senda, que apenas deja escapar los rieles, sumergidos entre la tierra y la maleza.

   Mientras me asombro de la forma en que se han robado las vías, mas  fáciles de sacar entre los aéreos durmientes de quebracho, afilo mi cuchillo en las piedras coloradas de la embocadura del viejo puente negro, como para renovar la confianza, bajo resbalando y agarrándome de las raíces.  El silencio parece recorrer la estrellada noche.  

  Tiro las líneas con carnada nueva, ya sé que no voy a sacar nada, me recuesto en la lomadita de arena mientras escucho zumbar a los mosquitos, que sin embargo no pican, el hambre y la sed son solo míos.

  Un zumbido extraño me despierta, un hermoso lanchón avanza silenciosamente, por el medio del arroyo, el que timonea debe conocer bien el canal porque casi ni se ve nada, y es muy poca la profundidad.  

  Da la vuelta bajo el puente y atraca en la margen opuesta, el motor burbujea sordamente, parecen apurados, hablan un idioma lleno de chan, chin, chen, wan, wen y palabras así.  Parecen discutir o estar muy apurados, finalmente quedan dos, ahora distingo el brillo de las armas cortas contra los trajes oscuros, y vuelve a salir la lancha, silenciosa, lenta, mientras reina nuevamente el silencio en el puente, y yo pienso como voy a salir de acá, mientras recojo las líneas.  

  Una viene pesada, se cruza violentamente a derecha e izquierda, ojala no sea un dorado saltarín que provoque mi posterior asesinato, no pierdo nada, pienso, y corto el nailon con mi cuchillo.  Aprovecho que los hombres remontan la barranquilla, enfilo mi cabeza hacia el monte para escapar de esta cacería, pero ya cuchichean a mi espalda, y yo me congelo como un hielo.  

  Nuevamente dialectos orientales, hablan entre ellos en voz baja, me gustaría saber que están diciendo, o que se vallan lejos, pero pasan fácilmente veinte minutos, el cuerpo contraído ya me molesta como si fuera un matambre enrollado y atado. Finalmente caminan, en un silencio tan absoluto que me hace temer por el ruido de mi respiración, ahora los veo entrando al puente agazapados.  

  Un minuto después les sigo los pasos, curioso, inconsciente y estúpido, me escondo entre los arbolitos que parecen flotar a un lado de las vías…  no veo nada, subo por una rama mansa de timbo, pero una masa de nubes borra la poca luz de las estrellas.


  Un destello nace desde la otra punta del puente, la bala contra los parantes choca con un resonante ruido metálico, antes de un poderoso estampido seco, al siguiente segundo ya es la guerra.  

  Tiran desde los dos lados, chispas y relumbrones, y gritos que no sé qué significan, al rato le dan a uno, el ruido de la bala al atravesar el cuerpo es inconfundible, a pesar de ser la primera vez que lo escucho.  

  Según los destellos de las bocas de las armas, aparentemente, todos van cruzando el puente, hasta que se acribillan mutuamente en el medio, adivinándose entre la oscuridad por los fogonazos, escondiéndose en las bandejas del costado o saltando, ahora los gritos son desgarradores, furiosos, venganza pura. 

  Los martillos de las armas ya no tienen más balas que detonar,  dejando escuchar el vuelo de los pájaros enloquecidos, abandonando sus nidos, desorientados.  Una larga hoja refleja un puñado de estrellas, se cruzan aceros de película, amagues gritos y forcejeos y finalmente el fin, solo un quejido lento y pasos desacompasados volviendo hacia mi lado.  

  Van y vienen, yo estoy hipnotizado, no puedo dejar de mirar entre el follaje y la oscuridad, adivinando.  Ahora vuelven con cadenas, atan con saña los bultos en el medio del puente y los dejan caer. 

  Antes del chapoteo se escucha un último quejido, ahogado por el agua impasible, lo que provoca risas y comentarios excitados entre los dos sobrevivientes, que no obstante, apenas pueden caminar, abrazados, chorreando sangre rumbo a la carretera.  

  Me quedo quieto media hora, pienso en el pez que deje escapar, escucho el silencio, y llegando desde lejos las sirenas policiales, espero una hora más, pero ni siquiera vienen a registrar el puente.  Docenas de perros no dejaron nunca de ladrar en las casas costeras, de a ratos, es enloquecedor.

  Reflexiono: perdí un buen pez, hoy tampoco voy a comer, y dilapide mi tiempo observando a estos chinos dementes  ¿qué puedo hacer para mejorar mi día?

  las patas responden resbalando por las finas ramas del joven timbo, tuve suerte, parece estar astillado de un balazo solo un pie más abajo de donde yo estaba, el frio nocturno me hace temblar tanto como el miedo.  

  Dejo mi ropa en una mata de sarandí y empiezo a arrastrar las patas contra el fondo desconocido, tras el fatal bulto,  seguramente ahí abajo, resistiendo a la corriente, envolviendo pistolas y catanas, metros y metros de cadena, zapatos nuevos y trajes agujereados.  

  Cuando el agua me llega al ombligo ya estoy arrepentido, pero no retrocedo, aunque la corriente me obliga a nadar para no perder mi objetivo, finalmente me zambullo, agarrándome de las piedras del fondo, buscando el paquete mortuorio, hasta que doy con una mano que se cierra sobre la mía, como invitándome a compartir el otro mundo.  

  El susto y el rigor del agua fría me impulsan hacia arriba, a tomar aire antes que el pecho me estalle, escupo, reacciono, domino el espanto, voy bien, me digo, y vuelvo a remontar la corriente, por suerte, el paquete no quedo muy lejos de la costa.

  intento arrastrar todo junto pero es imposible, demasiado pesado, así que empiezo a revisar los bolsillos de los chinos, sacando gordas billeteras, cuchillos, tarjetas, papeles que se deshacen, miniaturas de jade… me pruebo los zapatos bajo el agua, extrayendo el par que me andan bien.  Todo voy ordenando en la arena de la costa, cómplice, oscura, mientras los peces se apuran a picotear la carnada amarilla, atropellándome.  

  Con gran trabajo recupero las pistolas un poco retiradas de la zona, por suerte las espadas estaban bien clavadas en los cuerpos, uso una para cortar los anillados dedos, que me traicionan con su hinchazón.  Al sacar la otra, se sueltan los eslabones que aseguraba, y las puntas de la cadena liberan la presión del agua, haciendo rodar los cuerpos contra las piedras, como si fueran marionetas cayendo por una escalera.  ¡Bien, bien!  

 Con esta cadena podré comer una semana, pienso, sin confiarme en lo demás, por otra parte, pienso colgar las espadas y las pistolas en mi pared.

  confundido, saque todo para el otro lado del arroyo, así que pierdo una hora más volviendo a cruzar todo lentamente a la otra orilla, el olor a pólvora y sangre que baja del puente me pone cada vez más nervioso, pero finalmente termino. 

  Cruzo en varias vueltas la cadena sobre mis hombros, aferrando las armas y el botín asegurados en mi remera, y salgo cortando por la selva cerrada: cada lacerante espina cortando mi piel me vuelve más indiferente al dolor, y mechones de pelo también pagan su peaje, pero el peso que llevo no me deja frenar.  Llego trabajosamente hasta la subida de mi cuadra.

  Enfermo de miedo, tiritando, apenas puedo dar vuelta la llave con mis dedos congelados, mientras espero que alguien me acribille por la espalda, y dejo caer las cosas en el piso para ponerme sangrando tanta ropa como encuentro. Con el frio se va también el miedo, y empiezo a elegir los lugares para colgar los trofeos… dólares, yuanes, oro: serán suficientes para vivir por ahora.  

  Abro despacito la puerta, todo está tranquilo, saco los anillos que venderé cuanto antes y tiro los pedazos de dedos afuera, ya se los comerá algún perro antes que amanezca.  Me acuesto vestido sin dormir, concentrado en un carcomido tirante del techo, en un rato llegara la claridad de la mañana.  Billetes se secan sobre la mesa, la sangre seca duele, pegada a la ropa.  Me levanto, hago la lista del supermercado…  

 

Y esto es lo que le pagaron para creer a la policia....http://www.diarioelsol.com.ar/noticias.php?ed=14521&di=0&no=87553

 

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