27 julio

Día tras día



 Eusebio había cambiado, estos últimos tiempos.  Lo había ganado una personalidad diferente.  Seguía siendo el capataz, pero...

  Algunos pensaban que se estaba haciendo viejo, que el temor a la soledad o la cercanía de la muerte lo hacían ver el mundo de otra manera.  Algunos pensaban que, en el último tramo de la vida, la intuición de una justicia póstuma y divina, hacía desfilar en su mente millones de recuerdos toscos y violentos, que lo llenaban de temor a un castigo que no podría evitar, en lo que fuera que viniera despues de este mundo.

  Todos pensaban algo, mientras seguían descargando camiones de ladrillos, bolsas de cemento, hierros, acarreando piedras y arena, acarreándose ellos mismos hasta el final de cada semana, soñando con un sábado final en el que dejaran de trabajar para siempre.  Sin embargo, de repente, el machacante y áspero sonido de su voz se había suavizado, y hasta su mismo trato parecía mas amable, casi condescendiente.  Se había ocupado personalmente de enseñarle a un nuevo y joven obrero, como hacer correctamente la mezcla, sin apurarlo ni dar un solo grito, sin insultos, sin burlarse, sin humillaciones... 

  El obraje entero quedo sorprendido de esta dedicación y esta nueva forma de tratar a la gente.  Sorprendidos y asustados, algunos decían que un día los iban a largar a todos sin pagar, y que la culpa lo hacía tenerles lástima, pero eso era absurdo.  

  Un día, mientras almorzaban, algunos habían empezado a hablar de los peligros del obraje, de los lugares perdidos donde habían terminado en su afán de ganarse el pan.  El tema que todos escuchaban con mas atención e interés, ya que los peligros del trabajo los vivían día a día, era el de las serpientes, y de como podían llegar a dormir por docenas abajo de los contenedores del obrador, del mortal veneno de la Yarará...

  El capataz asentía con la cabeza, todos sabían que estaba recordando algo, y poco a poco, se fue haciendo un silencio que dio pie a sus primeras palabras:  

  " Un día, estábamos en el norte haciendo un oleoducto, perdidos en el medio de la nada, la nada misma.  Nos habían dejado ahí, con unas carretas tiradas por bueyes, porque entre esos arenales y montes de espina, entre tanta piedra y desierto, ni siquiera había caminos, y menos casas.  Solo muy de vez en cuando nos miraba gente extraña -nativos- desde lejos, como si fuéramos extraterrestres, y enseguida desaparecían en el cerro.  Los guardias disparaban un par de escopetazos al aire, mas que nada por espantar su propio miedo, aunque nosotros pasábamos la noche sin dormir, pensando si no sería esa, la vez que entraran en silencio
a degollarnos a todos.

  Había cuatro perros bravos, pero solo se quedaban mirando, sin ladrar, cuando aparecía esa gente, o lloraban como cachorritos.  A veces aullaban, a veces, tiraban de la cadena intentando cortarla, y una vez uno lo logró, y nunca mas volvió al campamento.  Nadie se animaba a cortar por el campo a buscar nada, ni teníamos siquiera noción de para que lado, a que distancia, estaba el primer pueblo civilizado..."

  Con el correr de la historia, la muchachada se había ido tensando, algunos se refregaban las manos, o se hacían los distraídos limpiándose el material de las uñas, sin dejar de escuchar, algunos cerraban los puños o se aferraban a su propia ropa, pero el silencio era absoluto.  Nadie interrumpía ni decía nada: estaban asistiendo a la historia real, jamás contada.  La historia del mundo que los había precedido, y siempre, siempre, siempre, en esa historia había mucha sangre, asesinatos, injusticia, sexo, maldad, apuestas y aventuras de un peligro total. 

  El viejo capataz siguió relatando:

  "Éramos todos hombres, todos jóvenes y fuertes, peligrosos, perdidos en un mar de espinas, esperando que vengan a dejarnos la provista cada veinte días, sin contacto con otros seres humanos, sin mas razón de ser ni posibilidad que el trabajo interminable, duro, arduo.  No veíamos una mujer hace seis meses, o siquiera su voz, su trato.  Nos íbamos volviendo cada
vez mas toscos y agrios, recelosos, violentos y pendencieros.  Nos dimos cuenta que los guardias estaban para controlar que no nos matáramos entre nosotros, antes que para defendernos de cualquier peligro imaginario.  Ya habían muerto dos compañeros, uno partido por un caño, y otro apuñalado en silencio despues de un partido de truco.  Ahí mismo los enterramos.

  Yo ya no aguantaba a nadie, comía despacio y en vez de sestear me iba a caminar bajo el sol, intentando divisar entre los  cerros algún cuerpo lejano de mujer que pudiera guardar en el recuerdo.  Día tras día matábamos alguna serpiente, aunque por suerte, no habían picado todavía a nadie.  Sabíamos, que alguna vez iba a pasar...a alguno, le iba a tocar...

  Yo me perdía a unos dos mil metros del campamento, donde había unas piedras grandes, y me sentaba a descansar ahí, solo.  A veces lloraba, de pura soledad, de la tristeza de ser un ser humano para tener que haber ido a parar ahí.  Me armaba un par de tabacos y fumaba tranquilo, escuchando el silencio ininterrumpido de la tierra, quemada por un sol que no perdonaba nada. Ese día me había recostado, para mirar mejor unas pequeñas nubes, las primeras que veía en ese lugar, lo que las hacia parecer algo asombroso, casi mágico, aunque siguiera siendo muy improbable que dieran lluvia.  

  Las blancas y esponjadas, brillantes nubes, pasaban tan lentamente que casi podía sentirlas acariciándome, acariciándome los pies...  De repente tomé conciencia de que algo, realmente, estaba acariciándome los pies, un escalofrío me congelo en el lugar, al darme cuenta de que algo pesado se deslizaba sobre mis alpargatas sin dejar de pasar, largo, frio: una ponzoñosa serpiente que sin dudas me mataría. A mi, me había tocado a mi.

  Me incorporé lentamente hasta sentarme, pero el bicho sintió algo y se detuvo, apenas la última parte de su cuerpo quedaba sobre mi.  Era una yarará enorme, como nunca había visto, tal vez tuviera quince o veinte años -como yo, pensé- ya que entre sus escamas asomaban largos pelos, lo que denotaba que era una hembra, ya que solo las hembras, con el paso de los años, empiezan a verse de esa manera.  

  Su gris verdoso, sus negros dibujos, brillaban intensamente al sol, haciendo que sus enormes escamas parecieran a la vez ásperas y suaves... Debía tener dos metros, y su cuerpo era mas grueso que mi brazo.  Se había quedado quieta, sin enroscarse pero también sin moverse, y yo pensaba en la injusticia de morir así, solo y abandonado en el desierto, sin una mujer que me hable suavemente antes de irme al otro lado, sin un cuerpo tibio que se acueste al lado mío.  

  Tenía el machete en la cintura pero cualquier movimiento que hiciera para desatar el cordel que lo aseguraba por el mango, podría ser mi final.  Observaba al bicho respirando.  Tal vez había comido algo justo un rato antes, ya que en su vientre abultado, se notaban movimientos como si un pequeño ser todavía estuviera pataleando... El sol ahora me daba en la cabeza de lleno, ya que el sombrero de paja que me tapaba la cara había quedado en la roca, si la serpiente no se movía me iba a volver loco.  

  Lentamente tome la decisión final, fui juntando el coraje mientras el calor y la traspiración iban cocinando mi cuerpo, y antes que pudiera arrepentirme de mis propios movimientos, me tire al suelo cayéndole como un gavilán morado y la aseguré del cogote para que no me pique, mientras me acaballaba encima.  Y antes que la inmensa serpiente reaccionara -mientras la aseguraba con mis rodillas- con la mano que me quedaba libre...

  ...Me abrí la bragueta y saque el picho afuera, y me la cogí."


  El inesperado final, había dejado a todos atónitos.  Todos imaginaban la mano empuñando el machete cañero y cortándole la cabeza al animal,  pero nadie pudo haber imaginado que la historia terminara así... quedó un silencio de miradas desconcertadas, que poco a poco se fueron convirtiendo en sonrisas y despues en interminables carcajadas, exclamaciones, gritos y golpes sobre la mesa, como si la tensión enorme que había provocado la anécdota, tuviera que desplegarse en toda su magnitud.

  A la mayoría, de todas maneras, les quedó la duda de pensar si fue o no real.  Salieron todos a trabajar aun riéndose a carcajadas, haciendo chistes, subiendo a los andamios con una alegría desconocida y nueva, mientras el capataz quedaba, solitario, poniendo la pava al fuego, para tomarse unos últimos mates antes de subir a dirigir los últimos pisos de la obra.  

  Yo estaba haciendo unas divisiones con paredes de yeso, mas o menos a la mitad del edificio, cuando algo me hizo ir a la ventana, a mirar la ciudad y las calles lejanas, las construcciones que se levantaban a la par de la nuestra, entonces el capataz Eusebio paso volando, desde el último piso, y a mi me dio la impresión de que todavía se reía de todos nosotros.  

  Un segundo mas tarde, su cuerpo se aplastaba en una mancha sangrienta al lado del montacargas, mientras de todas las ventanas asomaban las cabezas mirando y preguntándose en silencio que había pasado. 

  Había saltado solo.

  Me acordé del primer día que había entrado a trabajar, y un oficial me  mandó a un andamio a alcanzar baldes, y al verme tan cagado en las patas de miedo, el capataz Eusebio se arrimo a darme ánimos, y me dijo con toda ternura..." Es un rato nomas, despues te acostumbras a la altura... te acostumbras tanto que aprendes a volar"

  Ahora ya no había forma de saber si la historia de la yarará era o no era de verdad.



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