No confío
en nadie que no sea capaz de desinterpretarse, de renegociar su sistema de
valores, sus parámetros. No confío en
nadie que no sea capaz de traspasar sus propios límites, su zona de confort,
que no pueda cambiar de perspectiva…
En un mundo inclementemente absurdo, donde oleadas de sentido opuestas unas a otras barren los restos de la devastada isla de nuestra individualidad completamente, de lado a lado, es imposible pensar que una persona que ante eso se queda quieto, no te está poniendo inmediatamente en peligro.
En mi opinión, es un acto de necios y suicidas
rodearse de esta clase de personas o siquiera tenerlas cerca. Claro que tampoco es mejor el caso opuesto,
tan abundante, de la entrega preventiva y anticipada a la cambiante magia del
determinismo externo, de la propaganda que nos convierte en mutantes, de la
machacante y continua representación de posturas y tendencias, de novedosas
formas de desaparecer en la amorfa masa.
Pero a veces, hay que estar de un lado o del otro, esquivar, saltar, volver atrás o desaparecer, camuflarse, y dar un paso antes del siguiente tan lentamente como sea posible para, tal vez luego, correr a la desesperada hasta un nuevo parapeto, que será también temporal, porque está siendo destruido, como todo lo demás.
Claro, como seres humanos, nos
han educado en la construcción de nuestra propia farsa, en la aceitada visión
de túnel que nos guía serpenteantemente a través del infinito total de nuestras
posibilidades humanas, como si tuviéramos otra meta, otra alternativa a la
búsqueda de libertad, como si hubiera otra construcción posible que nuestra
propia conciencia…
Claro que es más cómodo obedecer y seguir las reglas (las reglas que nos tocan) esperar a que nos digan que hacer, sentir, pensar, actuar, de acuerdo a las maneras correctas prediagramadas, no salirse del carril acorde a nuestro diseño socio-cultural-económico y encarar el futuro como si fuera un dulce y accesible fruto, fruto de nuestro previsible y soso presente, de nuestra entrega al total sinsentido.
Porque cada institución humana funciona de esa manera, consumiendo sistemáticamente nuestra esencia para mantener su pesada fachada, despojándonos de colores y texturas hasta hacernos iguales partícipes de su lenta ceremonia táctica de muerte anticipada.
¿Y todo para qué? Para que los más audaces e inescrupulosos,
los más atrevidos despojantes, acopiadores de voluntad ajena, puedan sentarse
en la pirámide de estos elefantes empantanados en el barro del tiempo para
restaurar cada día su poder, para destruir el mundo posible a cambio de un
vuelto…
¿Alguna vez se sentaron en la cima de una angulosa y afilada pirámide? No sé, no son preguntas que se puedan hacer en serio, ni espero una respuesta: son cosas que nadie cuenta, menos los que dicen detentar el real poder, porque para afirmarse no solo se sientan sino que se aplastan y enroscan, se agarran con todas sus fuerzas…
¡Y todo con el mismo agujero! Una vez que hayan sido testigos de ese
espectáculo, les aseguro que comenzaran a añorar la vida simple del linyera de
la plaza, la impredecible rutina del outsider que atraviesa los mapas sin
manual, la libre y oculta vida de cada despreciable personaje que por la calle nos
contenemos para no escupir, por el temor que nos causa su forma de ser
distinto, por la manera en que nuestra acorralada alma se queda mirándolos,
mientras nosotros controlamos el brillo posible de nuestros aun no adquiridos zapatos,
la cerradura de nuestro maletín de futuro abogado…
En
fin, un día terminamos nuestra vida de esclavos en busca de dinero, acostados
en la cama recién tendida de un caro sanatorio, dejando caer con cuentagotas
nuestro acumulado temor, hasta que todas las defensas ceden y solo queda el
miedo, la certeza súbita de habernos desperdiciado, el terror creciente a una
devolución en ese “más allá” que se acerca lentamente, inexorablemente, donde se
aferraran a nuestros tobillos todos y cada uno de los que pisoteamos
antes…
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