31 agosto

Nunca extrañé a las sirenas

 


  Ella cuidaba a nuestra hija en la costa, mientras yo cazaba los filosos mejillones, que tenazmente crecían sobre las grandes rocas, pintándolas completamente de negro.  

  El sol era increíblemente fuerte a esa hora, y mi cuerpo lo sentía cada segundo, por suerte cada tanto, al descargar la bolsa con algunas decenas de mejillones, me pegaba un buen chapuzón en el agua del mar, y por un segundo veía a Maia jugar o dormir en la arena, lo que renovaba mis fuerzas para trepar de nuevo. 

  Bajaba a los saltos piedra a piedra, copiando el reflujo de las olas, que tenían un ritmo exacto, de vaivén, como un vals mortal que no podía dejar de bailar: en esos días habíamos cambiado nuestra dieta, comiendo nosotros también, además de nuestra hija.   

  Cada día, afortunadamente, lográbamos incorporar las vitaminas necesarias para su crecimiento y desarrollo, con frutas y leche o yogur, además de lo que cocinábamos, con lo poco que vendíamos, pues la feria estaba cerrada a los artesanos, itinerantes y pobres como nosotros.  

  Bocadillos de algas eran nuestro platillo estrella, delicioso gratis y rendidor, arroz, pan, y… ¡Creo que nada más, sino lo recordaría!

  Mi mirada estaba tan fija en el agua que hubiera podido posarse una gaviota en ella, saltaba rápidamente a la piedra y arrancaba ocho o nueve mejillones mientras la ola retrocedía, inmediatamente saltaba hacia atrás y trepaba de nuevo con el agua salpicándome, los dejaba al resguardo de las olas mientras miraba reventar la marea contra las piedras milenarias con una fuerza brutal que convertía todo en chispas de espuma y agua volando hacia todos lados.  

  El ruido atronador no dejaba lugar a dudar de la fuerza del mar, ni de la fortaleza de las rocas, en duelo desde siempre. Descansaba mirando el agua correr y empujarse, los fuertes cangrejos esperando con sus pinzas abiertas para cazar su comida sumergiéndose felices en la espuma, agarrados quien sabe cómo, sin ceder a su fuerza.

  Nunca vimos una sirena, pero yo sentía que el mar tiene una fuerza atrayente por sí mismo, que a veces amenazaba con captarme, haciendo del ritmo de las aguas, la espuma, el movimiento, algo tan hipnótico y hermoso que por momentos daban ganas de fundirse en esa inmensidad para toda la eternidad, lo cual era un peligro que evitaba siquiera pensar, y lo conjuraba mirando los restos muertos de criaturas marinas, o el caparazón de la gran tortuga Laúd que descansaba sobre la playa pudriéndose a pesar de su increíble belleza.

  Habíamos dejado todo en aras de la libertad y no nos arrepentíamos, la vida era dura, cada día, el hambre y la sed nos acompañaban como dos espectros amigos, y solo en esos días de pesca habíamos logrado olvidarlos por un rato.  

  Justo a tiempo!  Ya no vendíamos nada hace días.  Sin comida, volviendo con nuestra botella de agua a la carpa escondida entre las dunas hirvientes, a cuadras del pueblo, sin más esperanzas que poder hacer un fuego de ramitas de acacia entre la llovizna y mirarlo.  

  Caminábamos con nuestra hija envuelta en una toalla, en las farmacias ya no tenían mas pañales de muestra para nosotros, sin leche en polvo, sin una sola moneda, una fruta.

  Sin embargo la impotencia era un lugar común en ese año donde la fatal crisis en el país vecino había privado a este del noventa por ciento del turismo. Había salido el sol y parecía cruel, cuando recordé que unos artesanos que habíamos cruzado antes cazaban mejillones en las piedras cuando ya no quedaban más recursos.  

  Ahí fue cuando caminamos hacia las negras piedras lejanas y yo pensé que… 

  Y saqué uno de muestra cortándome los dedos y decidimos que sí, que eso debía de ser un mejillón, indudablemente, tenía toda la cara de serlo. Y así empezó mi carrera de cazador y vendedor ambulante de mejillones frescos.

  Así que por las noches ahora hasta comprábamos medio litro de vino rosado suelto, como para disfrutar de la buena vida que nos habíamos ganado.  

  Pero ahora estaba en la piedra, como cada día, arrancándolos con mejorada técnica, subiendo y bajando al compás del reloj exacto de las olas.  

  Se iba la ola, enfilaba piedra abajo, bajaba otra piedra más, y llegaba a la piedra negra: negra de mejillones, cazando los primeros entre el agua que se iba.  

  ¡Ahí viene la ola!  Piedra arriba!  Otra piedra arriba más!  

  Y estaba a salvo de la muerte por desintegración, con el agua salpicándome y pegándome en los  talones, agarrado a una saliente rocosa amiga.  

  La bolsa se iba llenando y después otra, y la vida bullía entre nosotros y la felicidad de tomarnos unas pequeñas vacaciones en uno de los lugares más lindos del mundo.  Y el mar, salado y dulce.

  Pero hasta el mar desafina alguna vez, y la ola dejó lugar para que baje, solamente para atravesarme con otra ola melliza que venía atrás, escondida.

  Rodé hasta pegar contra la dura roca mientras pensaba “Que será de mi gente, perdida y sin recursos... Perdón, hija…”

  Pero no tuve tiempo de sentirme muerto porque la ola empezó a retroceder arrastrando todo y yo pensaba en los cangrejos siempre aferrados en el mismo lugar mientras yo viajaba al fondo del mar… 

  Y girando clavé los brazos, los codos, las piernas, la espalda, la cintura, la cabeza, y finalmente los dedos, cortándome integralmente con el filo de los moluscos, con tanta fuerza que creo que detuve el girar de la tierra, mientras la ola reclamaba para el océano mi alma de cazador nato.

  Sin tiempo de pensar ni respirar, me pegaba a la piedra con tanta tenacidad y determinación que la furia del mar finalmente terminó y me abandonó justo en el borde con las piernas en el aire, para volver con otra ola, mientras  yo, temblando convulsivamente, subía a los saltos piedra arriba, y otra piedra más, agarrando la bolsa llena.  

  Y bajé piedra por piedra hasta la playa, hasta la blanca arena tibia de la vida, hasta el recoveco que protegía del sol intenso a mi familia.  

La pequeña vida retozante jamás supo de nada, y la madre no lo había visto: jugaban con una estrella marina… El susto de verme completamente ensangrentado se volvió instintivamente alivio de saber que había sobrevivido (y no era la primera vez que me veía bañado en mi propia sangre, y tampoco sería la última).

  Las palabras sobran a veces pero son necesarias y hay que decirlas: “No vayas más Santi, volvé mañana”  cuando los dos sabíamos que una sola bolsa de mejillones no era suficiente.  

  Descansé parado al sol dos minutos llenando mis pulmones de aire salado hasta que mi cuerpo consumió la adrenalina que lo hacía temblar como un motor acelerado a fondo, y mi cabeza volvió del mundo lejano donde había quedado pudiendo elaborar un primer pensamiento: “Debo volver a completar mi tarea”.  

  Luego un beso, no más que pudiera ablandarme demasiado, mirar a mi hija, una leve caricia y subir de nuevo…

  La primera gota de agua que salpico mis heridas provoco un ardor tan intenso que todas las demás solo fueron de rutina.  Y seguí hasta la una de la tarde, como cada día, hasta completar tres bolsas, que volví a llenar después de limpiarlos uno por uno de las algas y microorganismos diversos que se encaraman a habitarlos, igual que ellos se encaraman a la roca, en esta infinita fábrica de vida que es el mar y sus caprichosas corrientes.

  Una de las bolsas era para nosotros, que nos merecíamos un arroz con mejillones.  El mar no me volvió a traicionar, y nos medíamos con respeto, y volví caminando trabajosamente, cortado en lonjas desde la cabeza a los pies, feliz gritando, “Mejilloneeees... mejillones frescos” sin saber que ese sería el último día.  

  A la mañana siguiente, la piedra estaba sumergida, y en los días que esperamos que baje el mar, volvimos a nuestra situación de siempre, saliendo finalmente a la ruta caminando bajo la llovizna que empezaba a ser tormenta, cansados, hambrientos, sin recurso ninguno y riendo a carcajadas de nuestros planes desbaratados por el destino.  

  Justo antes del cruce, un auto que también salía nos alcanzó la mamadera que habíamos perdido en el camino, regalándonos un yogurcito para la niña, mientras los niños adentro del auto miraban con redondos ojos fantasiosos nuestra caravana de tres personas.

   Y así dejamos Punta del Diablo rumbo al Chuí, donde Maia cumpliría su primer año de vida, en la exacta línea de puntos de la frontera…

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