29 agosto

El Gordito abrió los ojos…


 


 

El gordito abrió los ojos y se sintió distinto, tal vez había soñado toda la noche, tal vez no había dormido en realidad, tiritando, sintiendo el camino del viento a través de los campos y los árboles y los ranchos de madera y las rendijas mal tapadas con Ruberoid y las frazadas deshilachadas y las patas amontonadas entrelazadas en la misma cama. 

  Caracoleando en los agujeros de las sabanas  hasta salir de nuevo por la puerta y peinar a los perros malacostumbrados a dormir entre la helada, escarchados, resignados, cuidando la miseria absoluta a la que brindaban su lealtad eterna.

  El gordito abrió los ojos y se sintió distinto, tal vez tenía ganas de llorar, como la Aye que se despertaba a mamar la teta seca de la madre, tal vez tenia bronca, tal vez hoy se había dado cuenta que era el hombre de la casa con sus ocho años y no podía tolerar más esta situación escandalosa, este hambre tiránico, esta falta de esperanzas sin cambio.

  El gordito abrió los ojos y sintió que le habían robado la oportunidad, la necesidad de ser un niño, el tiempo de jugar sin pensar en nada y venir corriendo a la mesa cuando lo llamaran a comer y escaparse corriendo de la madre cuando lo mandaran a bañarse y entrar caprichosamente abajo del chorro de agua caliente tirando la ropa a cualquier lado para que la lave mama, para estirar la hora de dormir, y soñar calentito hasta que el despertador toque la hora de ir a la escuela.

  El gordito abrió los ojos y se sentó violentamente en la cama, destapando a sus hermanos, la Plupli le pregunto, sobresaltada: ¿Qué te pasa? Pero él nada… clavadas sus pupilas en el borde del tiempo, en los intentos de luz que entraban por las rendijas.  Los otros dos se amucharon en la frazada y se abrazaron bien, y la Plupli volvió a preguntar: ¿Estás bien? 

  "No sé", dijo él y se levantó para ponerse las zapatillas y la campera, agarro el barrilete de nailon negro que estaba en un rincón y lo quedo mirando a contrasombra un rato largo, tan largo que despertó a la madre con el silencio: ahora fue ella la que pregunto: Maxi, que te pasa, acostate a dormir que es temprano... ¿Te sentís mal? 

"No sé" dijo él y la quedo mirando, y la quedo mirando hasta que la expresión de su madre era una sola pregunta sin respuesta, hasta que dijo: "Tengo que salir"… y salió. 

  La madre quedo fija en el espacio donde estaba su hijo, el mayor ahora que el Pacú estaba preso, y sintió un vacío en el estómago como cuando salió mirándola así el Negro, su marido, y nunca más lo volvió a ver vivo, y así miraba el Monigote, y así la miro el Pacú, aunque este con un destello de compasión que los otros no tenían, tal vez por ser hijo de otro padre.

   Y quiso ser fuerte, y quiso haberlo parado antes de que salga, y quiso que la vida fuera distinta pero sabía que era así, para ellos, para siempre, para sus hijos, para todos en el asentamiento. 

  Y lloro.  Despacito primero, una lagrima y después otra, y después a chorros y sollozos, y a gritos desesperados y alaridos.  Los gurises fueron abrazándola de a uno, a medida que su oído y su falta de sueño les permitían darse cuenta de lo que estaba pasando, hasta quedar ovillados, bañados por el llanto de la madre en la madrugada fría, hasta que se apagó todo y fue otra vez silencio.

  Y de a uno fueron agarrando las tarjetas -estampitas con frases bíblicas o motivadoras que repartían a cambio de una colaboración "a voluntad"- y saliendo afuera, a trabajar, sin preguntar nada, dándole un beso, derretida en el medio de la pieza de tierra, y solo ahí se despertó la Aye, llorando como para demostrar que la vida sigue y que todos los llantos no son iguales, y que quería la teta de la madre para disimular que tenía hambre.  

  La Karina arrastro sus veintiocho  años hasta sentarse en la cama y la puso arriba de ella, y la abrazo contra su pecho… y quedo mirando la nada.

  El gordito salió caminando como todos los días, por la misma calle, aunque nunca se había despertado tan temprano, cantaban pájaros en el silencio, y los perros quietos no se gastaban ni en ladrar.  Los ranchos eran los mismos, aunque con el sol pegando de abajo parecían salidos de otro mundo, y la barriada entera durmiendo no anunciaba nada de lo que iba a pasar.  

  Todo estaba de un color amarillo intenso y cálido, que contrastaba con el frio duro de los últimos días de ese invierno, y el gordito se desabrocho la campera mientras caminaba rumbo al centro, cada vez más ansioso y confundido, y a la vez intensamente seguro de lo que iba a hacer, aunque todavía no sabía que ni como, pero iba a hacerlo, sin dudas, para convertirse en hombre.

  _¡Gordito! 

_¡Plancha! 

_¡Manuco! 

_Como va ¿Todo bien?... El ritual del saludo con los vendedores nocturnos de flores, los cuidadores de coches, los habitantes de la plaza... nadie sintió nada raro en sus manos, que eran desde hoy manos de hombre… 

  _¿Qué haces tan temprano? 

_Nada, voy a ver si consigo algo de comer que hoy es mi cumpleaños, mintió después al vendedor de panchos, era nuevo, así que aún no lo conocía muy bien. 

_Ahh... - contesto este con culpa- Feliz cumpleaños... Y después: ¿Querés un pancho? 

_Bueno -dijo el, contento, probando el filo de su impaciencia, el espesor de su malicia, la desconocida impiedad que necesitaba para encarar su tarea-.  

Y mientras sacaba la salchicha del agua le robo el rollo de servilletas 

_¿Qué le pones? 

_Todo -dijo el- ¡Es mi cumpleaños! Riéndose contento. 

  Los vendedores de flores miraban de lejos, sonriendo divertidos. 

_Sí, claro, toma una gaseosa… ¿Dónde deje las servilletas? ¿No te enojas si te lo doy así? Ah, ya que estas ¿No me vas a comprar un rollo de servilletas al Drugstore? ¡Se me habrán volado, las putas! 

_Si, como no ¡Si me das la plata! Toma, che; traeme el vuelto eh! ¿Y cuantos años cumplís? Le dijo finalmente.

  El gordito se detuvo, mirándolo, hasta terminar el bocado que estaba masticando, lo bajo con un trago de coca, la cerro y le contesto finalmente, mientras le tiraba el rollo de servilletas de papel que saco de entre sus ropas… y…. Ya debo andar como por los ochocientos años jajajajajajaja y se alejó corriendo a los saltos  ante el amague del panchero de abandonar su puesto para capturarlo.

  Los de la esquina se reían a carcajadas ante la jugada maestra del gordito, y la desazón del panchero, que había comprometido la ganancia del día.  No sabía que había recibido una utilísima lección. 

  Terminó de comer encaramado en un banco, mientras miraba llegar a los empleados a las puertas de los comercios, en su estéril espera de quince minutos diarios antes de que el jefe fuera a levantar la cortina. 

Tal vez en ese momento, con la panza menos vacía, empezó a delinear las directrices generales de su plan.  

Escuchaba la gente y sus charlas al pasar, retazos de un mundo incomprensible: “…y van a ser cooperativas ficticias…” “…ese es más barato, con quince mil lo arreglas…” “noo, deja los impuestos para la gilada, pasa por el estudio y lo dibujamos…” “…y si quiere ver a los chicos que me de lo que le pido, nada más…”

  Pateó la botella al medio de la plaza y empezó con paso decidido a caminar mientras rumiaba su bronca, pasó de gusto por el puesto de panchos a tiro del panchero, que también había convertido su impotencia en rabia sorda y lo empezó a correr, ahí se puso divertido, para todos, que miraban la inútil carrera, cuando doblaron la esquina hacia el centro comercial, los muchachos, que no le debían nada, se pusieron a desayunar gratis, aunque sin tocar las gaseosas, que estaban contadas.

  El gordito entro en la tienda, respiro hondo hasta vencer la agitación, vio pasar el panchero corriendo y meneo la cabeza  ¡Que fácil había sido! 

  Cuando lo saludaron al fin, esperando una explicación, pidió una bolsa, que le fue dada, y ahí nomás empezó a acopiar ovillos de lana ante la mirada sorprendida y desilusionada de la dueña del local, que intentaba mirarlo a los ojos para saber si esa chispa de maldad realmente la incluía a ella también. 

  Finalmente lo agarro por un brazo haciendo que se suelte en un violento movimiento que desparramo todo por el piso.  Ofendido, pateo también los estantes, logrando volcar uno, en un despliegue de colores desovillados que lo hizo feliz por solo un segundo. Entonces eligió el más lindo, de dos colores, y salió corriendo nuevamente.  En la esquina estaba el panchero hablando con un policía, así que les pegó un grito antes de arrancar para el otro lado.

  Sus patitas y su corazón daban todo lo que tenían pero finalmente tuvo que entrar a descansar en la librería, donde obviamente también lo conocían, ya que era el lugar donde imprimían las tarjetas que cambiaba por monedas.  

  El viejo, atorrante como pocos, le cobraba siempre el doble con la esperanza de que un día se canse y no vuelva más con su mugre, su roña, su pobreza eterna que desprestigiaba el local, así que rápido fue a buscar un mazo al fondo mientras el gordito se elegía un par de cartulinas y plasticolas de colores que metió en un cestito papelero donde también fue a parar el ovillo y lo esperó, tranquilo como siempre.

  La cara del viejo cambió al verlo, ya que sabía que era imposible que tuviera para pagar, y desesperadamente salto la barra del mostrador para evitar el robo, pero el gurí, sorpresivamente le fue al cruce y lo asusto pasándole por al lado hacia el fondo, donde dio una vuelta olímpica tirando frascos de tinta y resmas de papeles impresos, empapándose de olor a tinta fresca, con el viejo resbalando atrás demacrado de odio, mientras los empleados indiferentes se reían sin perder la seriedad y agitaban los brazos desentendiéndose ante los gritos de su jefe que pedía que lo atrapen. 

 Salto a una silla caída usándola de trampolín y como un caballo paso limpiamente el mostrador sin perder nada, atravesó la puerta mientras el viejo levantaba el teléfono para hacer la denuncia y después organizar el caos, descargándose en sus obedientes y fieles empleados que sin embargo recibían los insultos sin dejar de disfrutar la situación, escondiendo las sonrisas contra las paredes:  las canas despeinadas y el doble par de lentes sin vidrios eran para sacarle una foto, pero seguía siendo su patrón.

  El gordito ya iba demasiado cargado, pero lentamente no dejaba de correr, sabía que era una presa, y que solo golpes y maltrato serian su bandera de llegada a la comisaria.  En la esquina al voleo, sin tiempo de desplegarse demasiado tomo un par de cañas mojarreras, tirando todas las demás al zafarlas del hilo sisal con que estaban aseguradas, no se veían rastros de sus perseguidores, lo que lo puso nervioso ya que no sabía de qué lado iban a aparecer. 

  Ya iba a tomar vuelo cuando vio el vestido que le había gustado a su mama, y ya que el ferretero se limitaba a juntar las cañas mirándolo tristemente, agarro un pedazo de baldosa floja y rompió la vidriera en un estallido sonoro que se convirtió en vía libre y desconcierto, tiró de la liviana tela de seda hasta zafarla del maniquí y nuevamente salió corriendo, juntando el resto de las cosas que había dejado por un segundo sobre un cantero.

  La gente se apretaba espantada contra las paredes, mirándolo, y tanta deferencia lo hizo sentir importante, pero no olvidó su instintivo plan y volvió a hacer volar las zapatillas, mientras el panchero, y un par de policías, aparecían caminando unos metros más atrás, cerrando el grupo venían el viejo, un par de curiosos y otros justicieros voluntarios que  apenas lo vieron reanudaron la persecución inútilmente, ya que tenían una cuadra entera de desventaja.

  Al ver el paredón que ocultaba la villa del resto de la ciudad, se sintió mejor, invencible, y le pareció hermoso esta vez volver al barrio, bajo el sol de las diez de la mañana, recordó por un instante los perros durmiendo bajo la helada mientras el sol salía…

  Antes de pasar por la entrada se aseguró de que lo estuvieran siguiendo, aminorando un poco el paso para darle una oportunidad a los pulmones devastados por el tabaco de sus perseguidores, y sin dudarlo paso de largo por las tres cuadras del asentamiento hasta la costa del arroyo, luego por la pasarela y se perdió en el retazo de selva que inexplicablemente resistía a quince cuadras del centro. 

  Más tranquilo se puso a pisotear las cañas hasta poder romperlas en varillas finas que fue atando en cruz hasta hacer el armazón, prolijamente. 

  Pego las cartulinas con plasticola, cuidando de que no fueran del mismo color, y equilibro los tiros, atando el resto del ovillo en la unión de los tres.  Rompió en tiras el roto vestido para hacer la cola, mientras se iba quedando sin fuerzas, como si la tarea cumplida lo mandara necesariamente a descansar, las nubes arriba le decían que todo era inútil, ya que no había viento, pero salió igual con el barrilete bajo el brazo hasta el ancho terraplén que separaba la villa de la fábrica de quien sabe que productos tóxicos, aunque conocía muy bien el olor y la muerte que derramaban al arroyo.

  Como si dios hubiera tirado una moneda,  al volver a dejar la cara al alcance del sol, empezó a soplar el viento, fuerte, alegre, completamente ideal.  

  Ni siquiera necesitaría ayuda, soltó el hermoso barrilete al viento y empezó a darle lana, la primera lagrima de felicidad salto de sus ojos enturbiando la visión de los patrulleros que subían por la calle principal de la villa, derecho a su casa, mientras de cada rancho salían a mirar el barrilete bandera, y salían niños aceleradamente, de a cuatro o cinco, corriendo con sus barriletes bajo el brazo hacia el terraplén, y se iban mirando, asintiendo, duros, acompañando al rebelde, que ahora había dejado de llorar y solo se concentraba en el pedazo de papel y seda que reinaba a contraluz con sus colores nunca vistos en el barrio.

  Alrededor, cien más lo acompañaron en un par de minutos.  Ninguno osó llegar más alto que él, como un ejército al mando de su general.  

  Abajo los policías recorrían rancho por rancho, pateando puertas sin ganas, apuntando a errar el tiro por las dudas, pidiendo permiso para tirar todo en su vil requisa, gente y más gente venía a ver el espectáculo, hasta que fueron subiendo al murallón guiados por el viejo, que señalo impúdicamente al niño, firme entre otros niños que tampoco soltaban la piola, retostados de sol y de frio, pero vencedores.

  El primer policía que llegó no pudo explicarse a si mismo por qué agarro el hilo que le ofrecía el gurí, sosteniendo el barrilete en el aire, mientras este se entregaba seguidamente a los demás que venían atrás, deseosos de reparar la burla, ya de entrada zamarreándolo de la ropa, a pesar de los testigos, de sus ocho años, y de lo insignificante de los robos en cadena que había cometido en su raid, solo denunciados por el viejo de la imprenta y la dueña de la tienda de modas. 

En el aire, el multicolor perdía su liderazgo, ya que todos los demás, subieron dejándolo abajo, como si no tuviera derecho a ser dueño del cielo.  

  Mientras, los vecinos acompañaban a los patrulleros hasta la puerta del barrio, desde la cual volvían tristemente, para masticar su resignación adentro de sus ranchos, hasta que alguien señalo al milico solitario y olvidado, que competía con los demás para no perder el primer lugar en el cielo.

  Lentamente fueron rodeándolo, algunos como estaban, otros luego de juntar algún palo, rama, fierro, piedra o lo que fuera necesario para expresarse.  

  Yo, que era el jefe de la villa y recién cumplía veinticinco años, agarre el piolín mirándolo a los ojos, y solo los dientes apretados en mi cara lo hicieron finalmente tomar conciencia, intentando tardíamente tomar su bastón cuando la primera piedra volaba hacia su cabeza, haciéndolo caer hacia atrás donde otro ya le manoteaba la pistola.

  Corrió por su vida mientras manos y manos intentaban atraparlo, haciendo jirones de su uniforme, y ensangrentado atravesó el terraplén entre la mirada sin expresión de los niños adultos, que veían la cacería sin sentir lastima, y los perseguidores que solo se detenían cuando lograban algún trofeo, hasta que lo vieron cruzar la pasarela hacia la selva, desnudo y tambaleante.

  Y ahí, por las dudas, hicieron una fogata y  montaron guardia, sabiendo que no podría avanzar hacia la fábrica en ese estado sin que los guardias le tiren, y menos pasar por el arroyo, que con solo una mojada podía convertir a una persona en una bola de llagas purulentas, granos, tos convulsa y fiebre.

   …Y así fué, nadie sabe que paso con el policía, dicen que al tiempo salió barbudo y vestido con hojas de palmera, flaco de comer huevos y pichones crudos, para ser el nuevo jefe de la villa.  Yo ya me había entregado sin embargo por su muerte, para salvar al resto, aunque no hubiera cuerpo que enterrar, y el maxi volvió como un héroe, para llevar a su familia a una casa nueva en otro barrio, donada por el gobierno de la ciudad que no sabía cómo tapar tanta publicidad negativa sobre semejante despropósito.

  Estuve incomunicado el primer año, y solo después pude salir al patio y ver el sol y los otros presos, cuando ya se había olvidado todo y nadie me conocía, aunque de alguna manera era sabido que estaba adentro por matar un policía, lo que me daba respeto absoluto, y fui dueño del pabellón sin mucho trabajo.

   Nunca abrí la boca, y solo años después me llego el resto de la historia, y el que me la conto murió ahí donde vos estas sentado.  Ahora decís que el asentamiento fue erradicado así que ya no tengo forma de saber de los que quedaron, cuando salga mañana.  

  Aunque hice buenos negocios acá adentro, mi idea es quedarme tranquilo y poner una panadería. 

_Que tengas suerte. Nunca cierres los dos ojos para dormir.  Otro día seguimos charlando, vos me llamas y te traigo el paquete, vos lo vendes y me das la plata, el veinticinco por ciento para vos, y además nadie te va a tocar.  Yo tenía una vida afuera, a veces me da miedo volver, no sé cómo será... cuidate campeón ¿Me entendés? No confíes en nadie.  Ahora dejame dormir, vos quedate despierto por las dudas… 

(Neneco, en el penal, a los treinta y ocho años, un día antes de recuperar la libertad)

Nota: todos los términos de la jerga carcelaria fueron traducidos para darle comprensión al relato. 

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