Después de seis mil años de travesía llegamos a un pequeño oasis con sombra donde descansaba un venado.
Tratando de no hacer ruido, corto el único fresno con los dientes, para hacer el arco que abatirá nuestra presa.
Todos bebemos la sal de nuestras lágrimas, mientras nos arrancamos los pelos amorosamente para trenzar la cuerda -tensada con la fuerza de miles de falsas esperanzas- que sostenga la única flecha posible. El venado, mientras, nos mira. De a ratos se echa en el piso, como aburrido, u olfatea el viento asombrado de vernos comer pasto.
Todo su mundo se derrumba cuando la punta de la flecha se introduce entre sus dos ojos confusos. Nosotros bajamos corriendo como locos, justo atrás de otros que estaban agazapados.
Los primeros beben sangre buena y tibia: el color vuelve a sus caras de manteca. ...Éramos tan pocos al hacer el arco... Cuando tensaba la cuerda no quise distraerme, pero habían llegado más...
Ahora no puedo llegar es imposible: desde lejos se escucha el crujir de los últimos huesos.
Cargo con mi ínfima tribu y encaramos el
desierto, espero que ninguno nos siga. Siento una aprehensión que no puedo explicar,
hasta que veo los depredadores clavando sus ojos en la manada satisfecha. Solo
nos están dejando ir para no perderse el plato principal: caen sobre ellos
cuando están tirados en la arena, felices de haber llegado a un oasis con
sombra donde alguien deja un venado atado.
Aferro mi arco y sigo. Caminamos lo bastante para no escuchar sus gritos.
Estoy contento: en la confusión del oasis pude
agarrar un puñado de dátiles. Después
que los compartamos guardare los carozos.
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