¿De que hablamos cuando hablamos de dios? O, mejor: ¿Por qué no podemos hablar de dios sin hablar, casi siempre, de religión? ¿Sin referirnos a alguna religión? Y sobre todo:
¿Por qué creemos en dios?
No hay, en este tema, preguntas que
puedan ser respondidas sin generar polémicas, ofensas, fanatismos, desprecio,
idolatría o repudio, entre otras cosas.
Como parte de nuestro alejamiento de la magia del mundo, la resaca de nuestra soberbia y superioridad nos deja una sensación de vacío y soledad que no se puede llenar con tecnología, es ahí cuando nace la idea de dios, o, tal vez, de un sentido intimo de conexión con cada ser viviente o incluso cada objeto inanimado.
Tal vez lo inexpresable, lo
incomprensible, no pueda remitirse a una vida humana. Hasta ahí, la parte sana
de la historia, el individuo que retorna a la fuente de todo, humilde y
arrobado ante la sensación de sentirse vivo.
Pero hay que subsistir, comer o ser comido, y la lucha cotidiana nos deja arpones clavados que sangran miedo, dudas y desesperación, y la sola existencia de dios no nos alcanza, porque el desaliento nos hace sentirnos abandonados.
Para seguir adelante necesitamos
dioses y diosas, sacerdotes, vírgenes, santos, objetos y lugares de culto, un
sinfín de escalafones místicos que nos repitan incansablemente al oído que un
gran premio espera por nosotros después de tantas fatigas, que dios no solo nos
mira sino que además nos cuida, que somos importantes, y únicos. Para él.
Hemos tomado, en nuestra debilidad, el
callejón sin salida de la religión. Aunque no empezó exactamente de esa manera:
Casi que cada religión nace de un hombre (no mujer, hombre, por que será), que
trataba de compartir su visión única del mundo, una especie de comunión con lo
absoluto, un despertar al mundo, una revelación...
Como no se puede traducir lo inexpresable a nuestra eterna pequeñez, este afán de compartir se volvió un dogma, un manual, y al tergiversarse, al irse perdiendo la memoria de las palabras originales de los fundadores, quedo solo lo humano: el ansia de poder y dominación, lo utilitario al mismo y su búsqueda de la hegemonía.
Por eso los templos inmensos donde los sacerdotes sean tan importantes, donde su tiranía y retorica no deje lugar a discusiones, es desde ya, la casa de dios, más que en ningún otro lado, y todo en su seno es sagrado.
Claro que hace falta dinero para mantener a esa hilera de usufructuantes de la fe, y muchas manos voluntarias que lustren las imágenes sagradas, y, ya que están, también los pisos del templo, aunque el que sacrifica su tiempo guiando al rebaño debe ser recompensado.
¿Por qué?
Porque es el que mantiene el orden y las jerarquías, disipa las dudas y enciende la fe, hinchando los corazones con ese fervor que nos hace útiles a la causa.
Porque... los mejores fieles, al contrario de lo que
pudiera pensarse, no son aquellos que arrastran su fe de generaciones pasadas,
casi por inercia, tan poco convencidos que la pueden perder en cualquier curva,
sino aquellos que no soportan los golpes de la vida, debilitados por alguna
perdida material o humana, buena harina para el pan de dios.
Sometidos a su propia desazón, están convencidos de que han sido ''ayudados'' por la religión, y aunque los mejores se convierten en propagandistas y artífices de su engrandecimiento, la mayoría se mantiene en un estado de semidepresion permanente que los hace presa fácil de sus mentores espirituales.
En este estado, se dedican a despreciar todo resto de autoestima y confianza en sí mismos que quedara todavía, llegando a perder hasta la confianza en sus propios razonamientos, con lo que su asimilación se hace total.
Con esto también se explica porque la iglesia católica sobre todo, está en constante romance o conflicto con las minorías, dentro de las cuales se busca cumplimentar el mismo proceso degradante, para tenerlas bajo su tutela, para redimirlas, para aniquilarlas en su espiritualidad diferente y amenazante.
En definitiva, el proceso es tan complejo y simple a la vez que solo se puede resumir en una pequeña triste conclusión: todo lo que nos hace humanos, todo lo que nos hace únicos como personas, todo camino independiente, cada idea nueva, todo debe ser controlado, o eliminado, y no hay medias tintas.
Los únicos con derecho a romper las reglas son los que las generan, pero siempre bajo techo... solo a ellos no los juzga dios... o tal vez si, si tiene tiempo para eso.
¿Tendrá?
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