29 agosto

Desvandalizar

 

 


 

  Tenemos un problema, un problema grave… No sólo nos fuerza la imaginación buscando soluciones, o debería hacerlo, sino que genera cada vez más preguntas: 

  ¿Qué es lo que lleva a una persona a destruir lo mejor de su entorno?

   ¿A retroceder en sus propias posibilidades reales, logradas a través de un arduo camino para quedarse mirando orgullosa como se llenan de musgo sus propios escombros?

  ¿A qué intereses beneficia el estado de guerra social eterna? ¿Quién provoca y promueve el caos como modelo a perfeccionar?

   Imposible saberlo o siquiera pensarlo, sin que las sospechas llenen la espalda de escalofríos, pero en lo individual se puede adivinar que no han sido incorporadas nociones de bien común, de sociedad como una construcción que a todos nos compete.  

  No se han recibido los mejores ejemplos ni brindado a veces oportunidades, se adivina la falta de conciencia fraterna, de esa visión del mundo como un hogar común.  

  A su vez, es imposible eludir nuestra propia responsabilidad, como parte de la especie, comunidad, familia, barrio, tribu, que crió a los promotores del desastre, que acunó  a los soldaditos ciegos que hoy caminan destruyéndolo todo…

  Pero no se puede dar el mensaje de la derrota anticipada, fácil, temerosa, indigna… No se puede regalar el territorio a la destrucción como si ante la vista de las huestes del enemigo abriéramos las puertas de la ciudad, para huir y refugiarnos en el desierto conceptual de la apatía, la indiferencia y el miedo.  

  Porque es un suicidio asistido compartir y favorecer las mecánicas de nuestros alegres asesinos hasta que logren sus funestos resultados, para que desde las sombras sonrían satisfechos otros peores…

 Pero decir enemigos tal vez suene demasiado bélico, aunque todo se transforme en una humeante zona de guerra, aunque la reconstrucción se transforme en un combate diario, cotidiano, tantas veces desmoralizador, desmotivante, destruyendo el sentido de convivencia y respeto.

  Sin embargo, no se puede tomar a aquellos que nos acosan como enemigos, ni a la situación como una guerra, porque al enemigo no se le da más que dos opciones: el sometimiento y rendición incondicional o el total exterminio.  

  Además, en la guerra, de uno u otro lado solo se destruye, dilapidando valiosos recursos propios en aras de acotar lo más posible los ajenos, y eso no es el objetivo que debe mover a una comunidad sana (aun cuando esté bajo asedio) ni una dirección que pueda mantenerse como bandera hacia un futuro común, que sea mejor y más promisorio para todos. 

  Más allá de eso, nuevamente machaquemos el concepto, el peor mensaje es la derrota.

  Y la peor derrota es dejar de insistir, dejando el campo libre a las peores iniciativas, porque la construcción es ardua y lenta, porque no se hace en un día la coherencia, y no tarda un segundo en forjarse un puente hacia el futuro, ni el amor alcanza siempre para calmar a las fieras cebadas de poder y sangre nueva.

  Pero si de cada diez, uno solo retrocede un paso antes de romper e incendiar, antes de brindar a su entorno sangre, destrucción y muerte, como devolución a todos los esfuerzos, a todos los favores, no puede hablarse de victorias o derrotas.  

  Ha iniciado un camino que se encontrará con el nuestro más adelante, aliviando el peso de la reconstrucción, poniendo sobre los que permanecen en la noche oscura el peso de una duda que tal vez en el futuro pueda cambiar sus pies de lado, en este tablero tan complicado.

  Porque si no les damos esa oportunidad de cambiar, estamos condenándolos a la misma opción que les ha sido impuesta: por una sociedad que invita a consumir desmesuradamente sin proponer los medios, que pone al alcance de cualquiera las drogas más modernas, baratas, y de la peor calidad, a la vez que las prohíbe y condena a sus usuarios.  

  Porque pretender dividir el mundo en buenos y malos, en inocentes y culpables, es una simplificación tan grotesca como falsa, tan maquiavélica como grosera.  

  Nosotros hemos creado las causas del desastre con nuestra indiferencia, suponiendo que todo puede caer y caer sin arrastrarnos, solo para evitar distraer nuestro tiempo de la televisión u otros vicios peores, compartidos día a día con los que pretendemos marginar, estigmatizar, exterminar, eliminar…

  ¿Seguiremos pensando igual el día que no alcancen más las rejas? No, es evidente que la hora del disimulo y la desvergüenza colectiva ha llegado a su fin…

  Es hora de aceptar nuestra parte de la carga, si queremos seguir a flote hasta que veamos tierra firme y nueva. 

  Es imperativo comenzar y recomenzar cuantas veces haga falta, a generar opciones aunque nos parezcan improductivas, solo porque esa amarga visión nos facilita seguir sin hacer nada.

  A pesar de nosotros, de nosotros mismos, víctimas y victimarios continúan avanzando hacia su mutuo encuentro en el centro exacto del mundo que nos rodea: nada estará a salvo si dejamos que todo siga su decadente rumbo -salvo el mundo cerrado de sus cínicos promotores, claro.

  Pero en el llano, donde cada plato que se apoya en la mesa cuesta exactamente lo que vale, solo un segundo separa la risa del llanto, solo una puerta la desesperación del desencanto.

  Todos somos uno, todo está mezclado, es hora de luchar, además de aceptarlo.



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