Charlando una vez con mi hijo, hace tiempo, en esas charlas profundas y simples que a veces tenemos, a veces revisando el cuero de hasta las más pequeñas cicatrices, me contaba sobre la manera en que se sentía, en el momento que aún vivía con ellos, de las veces que yo le había pegado o en las que le pegaba, o sea, antes de los cuatro años…
De como al principio lo puso triste, porque pensaba que yo no lo quería, pero después no le importo, porque él me amaba…
Yo en cambio, no recordaba haberle dado más que algunas palmadas en la cola, alguna vez que, como siempre pasa en un mundo que apenas deja tiempo para ganarse el sustento, seguramente carecía del tiempo suficiente para reelaborar mi discurso de una forma que se entendiera y obedeciera…
Porque esa es la principal característica positiva que le podemos
conceder a un niño, en esta sociedad, que sea obediente, y listo, nada más por
ahora… que moleste lo menos posible el normal desarrollo de la opaca vida de
los adultos…
Porque nuestra vida se opaca cada día olvidando las lecciones que aprendimos cuando ser adulto no estaba ni en los sueños.
Ahora que dejamos de percibir como se llena con tan poco el universo de un niño, que un abrazo los alimenta para siempre, mientras que cualquier gesto de no-amor los aniquila, rompiendo su panorama por la única base que tiene, la de la confianza y entrega a los que le van explicando el mundo nuevo que va explorando, el sorprendente y mágico mundo con que día a día se encuentran de nuevo.
Claro que para un niño todo es posible salvo
comprobación expresa de lo contrario, y a la vez, carece de prejuicios, de
formas de discriminar “lo bueno” y “lo malo” más allá de sus propios sentidos,
de sus propias emociones en formación, de su cuerpo en crecimiento.
Y sin
embargo, tomamos esa hoja en blanco y lo primero que escribimos es la palabra
“No” y así continuamos, llenándola de recetas universales, tachones y
cachetadas, frenamos ese barquito de papel aventurero que va descubriendo el
mundo y lo tapamos de escombros, de anclas y banderas, hasta que podemos atarlo
a la charca sucia de la racionalidad, donde finalmente se bajen amaestrados a
preguntarnos qué es lo que esperamos de ellos…
Pero no, jamás podríamos contestarles, solo sabemos de nuestra frustración y sumisión voluntaria, de nuestros sueños tempranamente descartados, de nuestro diario abandono de la búsqueda de un sentido propio a una vida que es más que dinero, más que poder, más que relaciones convenientes o seres marginales tan útiles como inconvenientes.
Así que les
indicamos lo que el mundo espera de ellos, o de nosotros, que es lo mismo,
porque para eso son nuestros hijos, nuestros, para redimirnos de nuestro propia
entrega, antes que escucharlos “¿Papi, para que trabajas tanto?”
Pero mientras crecen nos conformamos con eso, y con verlos avanzar en nuestros propios viejos caminos “¿Que vas a ser cuando seas grande?” “…Pagar la hipoteca de papa y mama” parecen decirnos con sus ojitos apenas nacen, esperando que el mundo nos suelte para dar amor, para poder dejarse caer en nuestro abrazo…
Pero
no, antes de eso negociaremos, cada sonrisa por un caramelo, y el tiempo juntos
por una camiseta, un color, y vigilar muy bien que no dejen de ser lo que yo
soy…una parodia llamada sociedad, clonando sus hijos en el pasaporte mundial de
la masividad, el teletransporte de la mediocridad, de la insensibilidad hacia
lo desconocido, de la nefasta adicción a la rutina como puerta de entrada a
todos los vicios…
Un día soleado nos soltaran la mano, y podremos suspirar aliviados, hemos hecho todo por apagar su natural rebeldía, por desencajar su perfecta comprensión del mundo, y ahí van, a reafirmar todos nuestros conceptos de un planeta que no existe más, nuestra mecánica de autodestrucción mutua globalizada, nuestra ambiciosa y soberbia necesidad de creer en dios, y en los bancos, el presidente, la escuela primaria y el pollo al espiedo.
Hace falta creer en todo lo que haga falta y
a lo que podamos hacerle trampa, hasta que llegue nuestra hora de dominar: es
mucho más fácil que aceptar que no importan los caminos, que todo es posible,
que todo es energía, que todos somos personas.
Es
mucho más fácil fluctuar entre el disimulo y la indiferencia, entre el orgullo
ciego y la latente amenaza, es más habitual gritar todo el día que ejercer
cuatro palabras: sé libre, te amo…
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